sábado, 19 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Autobiografía e Infancia. ¿Recordar, imaginar, inventar? Francisco Huertas Hernández - 1ª parte

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Autobiografía e Infancia. ¿Recordar, imaginar, inventar?
Primera Parte
Francisco Huertas Hernández

Francisco Chacel, Rosa Cruz Arimón y la niña Rosa Chacel.
Probablemente el día del bautizo de la futura escritora.
Valladolid. Agosto 1898.
Foto del libro "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel" de Anna Caballé. Taurus. Barcelona. 2025


 "Desde el amanecer", publicado en 1972, es el único libro autobiográfico propiamente dicho de la escritora vallisoletana Rosa Chacel Arimón (1898-1994). La autora no quiso más que contar sus primeros diez años de vida, la mayor parte en su ciudad natal. La continuación ya no es memorialística sino ficcional: "Barrio de Maravillas" (1976), partiendo del escenario madrileño en el que termina "Desde el amanecer"

 He de decir que para mí la lectura de libros es doble fuente de placer y conocimiento, siendo la belleza lo que los une. Llamo "clásico" a aquella obra que permanece a través del tiempo, porque no solamente entretiene, sino que entusiasma haciendo más sabio al lector. Y Rosa Chacel es "clásica" porque, a pesar de ciertos graves defectos de su escritura, ésta tiene la belleza, profundidad, verdad y misterio que requiere todo "clásico".

 "Desde el amanecer" no tiene un título muy original. Fue acabada en Rio de Janeiro en 1968, en su apartamento de la Avenida Copacabana 1269, en el Edificio Satélite. Chacel detestaba la infancia, por eso quiso re-crear de modo hiperintelectualizado sus diez primeros años de vida. Una niña -hija única, entre la muerte prematura de su hermano en Valladolid en 1901, y el nacimiento de su hermana Blanca (a la que dedica este libro: "a mi hermana, que llegó después del primer acto") en Madrid en 1914- observadora, arisca, orgullosa y ensimismada, que, por educación familiar, aprendió a amar la literatura. La sombra protectora de su tío abuelo, el famosísimo autor de "Don Juan Tenorio", José Zorrilla y Moral (1817-1893) estuvo presente en toda su infancia.

 "El río del recuerdo / va del mar a la fuente", es la cita errada de Unamuno usada por Rosa Chacel, procede de "Niebla" (1914) y dice exactamente esto: "El río subterráneo va del mar a la fuente". Esta paramnesia literaria, involuntaria, es muy reveladora de la imposibilidad de evocar recuerdos lejanos sin modificarlos. La escritura de una autobiografía es siempre una fabulación, una novela del yo

 La primera página de la obra es extraña y enrevesada: "Empiezo por confesar mi orgullo más pueril, el de haber nacido en el 98. Aunque ese adjetivo, pueril, es, por mi parte, demasiada precaución. Prefiero decir, simplemente, mi orgullo, que puede parecer pueril. A mí no me lo parece, en mi auténtico fondo, porque yo rechazo estos tópicos vigentes en nuestros días, tales como "Me trajeron al mundo sin consultarme". "Yo no tengo la culpa de haber nacido", etc. Todo esto me es ajeno. Yo tengo la culpa -si esto es culpa, y hace tiempo dijimos que es delito- de haber nacido porque siento el principio de mi vida como voluntad. Ganas me dan de decir: si yo no hubiera querido, nadie habría podido hacerme nacer". En la entrevista que la novelista dio a Joaquín Soler Serrano en "A Fondo", programa de Televisión Española, el 25 de abril de 1976, explicó, comparándose con Miguel Delibes: "yo nunca soy sencilla, soy enrevesada. Delibes dijo: mis elementos, mis materiales de trabajo, son: un hombre, un amor, un paisaje, y, entonces dije, caramba, yo también, eso es, pero yo no lo había formulado así. Ahora si hago un examen de lo que fue mi literatura, resulta que eso es". Con estos conceptos pueden comprenderse estas memorias sobre la infancia, esencialmente anti-infantiles: una niña (que aborrece serlo), un amor (la literatura) y un paisaje (Valladolid, Rodilana, Madrid). Al ser Rosa Chacel una persona rebelde, el amor encierra amargura, el paisaje, desolación, y el ser humano, una tensión entre deseo y acomodación social, difícil de soportar, a no ser que se sea una voluntad indomable, como la suya.

 Las primeras páginas funden recuerdos confusos de sus antepasados como si le pertenecieran a ella, en un sujeto filogenético, un "kollektives Unbewusstes" (inconsciente colectivo) jungiano. El artificio de una narración de hechos objetivos de los primeros tiempos de la vida de una persona puede ser un recurso emocional, algo así como "no se vayan, lectores, que esto que les voy a contar es la vida de verdad, la mía, no la de unos personajes inventados, ajenos a sus vidas". Chacel escribe: "me he propuesto al anotar estos recuerdos no juzgarlos... Para esto tengo que hacerlos presentes, simplemente, como fueron. Puede parecer, sin embargo, que lo relatado en un principio está ya sometido a una elaboración, pero no es así... Por esto empecé quince o veinte años antes de mi nacimiento, para hablar de cosas en las que no cuenta mi opinión, sino mi ser: lo que estaba en mí antes de tener opinión alguna. Es decir, que si ahora me pongo a buscar mi recuerdo más lejano, consigo vivir un día, en el segundo año de mi vida, en que me herí en una mano". El memorialista busca racionalizar, aclarar, el magma informe de acontecimientos semiconscientes, relatos sobre su vida escuchados a sus padres y familiares, y ensoñaciones en las que lo sucedido fue y no fue, pero debió haber sido, y por tanto, es recordado. Somos seres de palabras, sin las que la memoria no es más que una sensación impotente y dispersa. Nuestra potencia es la comunicación. A diferencia de los animales, cuya potencia es el instinto. Nuestro orden es el lenguaje. Cuidadores de una potencia ordenada que conforma nuestra vida comunicada a los otros, por disponer de esas palabras que nos cedieron nuestros padres.

 "En cambio, de otras muchas cosas que me contaron como hechos de mi vida no conservo clara la vivencia, aunque una de ellas es sumamente importante: mi padre me hizo hablar a los cinco meses. No me enseñó, me hizo hablar mediante una presión continua, insistente, implacable", y cuenta la historia de la foto en la pared en la que aparecía la familia, y el dedo del padre señalando y repitiendo las palabras mágicas: "papá, mamá, nena", durante más de dos meses, cuatro o cinco veces al día. Aunque la autora, siempre a contracorriente, dice que "lo que hizo, sin saber... fue enseñarme a mirar. Me hizo mirar... estableció un itsmo o un cable conductor con mi brazo extendido hasta la imagen". Hablar es mirar y prorrumpir en sonidos lo que la vista celebra. La celebración de un yo que abarca el mundo, primero visualmente, luego sónicamente. "Quería remontarme hasta aquel momento... en que... yo era yo, tal cual soy: tal como seré siempre, mientras sea". Esta exaltación de la conciencia, o la autoconciencia, es previa a un cogito cartesiano: es una vivencia pre-racional, donde uno se sabe ya ser. ¿Cómo puede escribirse sino es desde el yo unificado por la memoria construida por las palabras? Recordar es contar. En Chacel, las palabras, que, en ocasiones, siendo precisas en la descripción de los pliegues de la realidad, no lo son en la explicación de las sensaciones o pensamientos, surgen también de su potente deseo: su apetito formidable siendo bebé. Y sus sueños, que reconstruye con una claridad impropia del embarullado mundo onírico. Siempre me he preguntado cómo pueden relatar con tanta precisión de detalles los sueños esas personas que, sin embargo, no son capaces de escribir relatos o guiones de cine. Los inventan, sin saberlo. Conforme avanza esta autobiografía chaceliana, en la que jamás dice que está escribiéndola en Brasil, ¡casi sesenta años después!, el lector descubre que los hechos son secundarios, magistralmente narrados, eso sí. Chacel es una escitora extraordinaria, pero tiene una tendencia incontrolable a la divagación intelectual, a la racionalización de sentimientos apenas perceptibles. 

 Hay bastante sinceridad en la ardua rememoración de la breve existencia y muerte de su hermano cuando ella tenía tres años. También es imborrable un episodio de celos del padre demostrando a sus murmuradoras, feas y envidiosas hermanas (Casilda, Carmen, Eloísa) que su mujer no se maquillaba, restregándole un pañal del bebé por el rostro. La madre de Rosa era muy joven, y se casó embarazada, cosa que nunca se perdonó en la familia de Paco. Tampoco se olvidaba al recién nacido: las visitas al cementerio, donde se rezaba al hermanito y a Zorrilla, "enterrado en el panteón de hombres ilustres". La escritora analiza con un distanciamiento notable el carácter de su familia, aunque la ciudad, y, muy especialmente, su calle Núñez de Arce, se convierte en un personaje principal. El entresuelo de la calle Núñez de Arce donde vivió la narradora hasta los diez años, tenía únicamente un balcón, y algo novedoso: un WC y luz eléctrica. 
 Para los que conocemos Valladolid nos resultará extraño el leer acerca de la "glorieta del Museo" -al final de Núñez de Arce- donde hoy está el Rectorado de la Universidad, en la Plaza de Santa Cruz, o una iglesia ya desaparecida, San Esteban, pero así es la historia: se lleva edificios -la casa natal de la escritora en la calle Teresa Gil desapareció-, ciudades y hasta imperios, aunque la escritura permanece cuando de esos lugares ya no queda rastro físico.

 La niña recibió educación en casa, a cargo de la madre, Rosa Cruz, que era maestra. Debido a su frágil salud no fue a la escuela: "cuando mi madre me creyó suficientemente preparada o, acaso, cuando vio que yo me abandonaba al deleite de escuchar y no me esforzaba en leer, pudiendo hacerlo, decidió obligarme a estudiar sola una hora todas las mañanas. Me encerraba en el comedor y sentada en mi silla alta, a la camilla, estudiaba a veces. Bueno, estudiaba siempre, pero no siempre en los libros. Estudiaba, por ejemplo, cómo moría una mosca pegada al cristal de la ventana".

 Las cuitas religiosas contadas por Chacel nos son algo lejanas ya. No transmite mucha fe, aunque esa vida religiosa "libre y secreta no me fue impuesta jamás". La tía Eloísa adquiere una presencia relevante en las primeras páginas, con su enorme fantasía. Valladolid era la ciudad de la familia paterna, la materna estaba en Madrid. Y por el páramo de San Isidro paseaban, deteniéndose en la Fuente de la Salud, donde tuvo lugar un episodio de envidia, protagonizado por una niñita llamada Carmencita, familiar de Rosa. El descubrimiento de esta pasión por parte de la escritora como una "enfermedad atroz" al ver a Carmencita "revolcándose en el suelo pataleando" llorando, tras ver a la prima Rosa besando a su padre. Unos celos incontenibles, propios de la infancia, cuando llega a desearse la muerte del hermanito recién nacido, como explica Sigmund Freud en "La interpretación de los sueños". Y los celos no menguan en la edad adulta, y así el padre de la novelista, es descrito como un Otelo provinciano: "los celos de mi padre no eran un secreto para nadie; se decía que él era muy celoso como se decía que era muy delgado. Nadie, ni él mismo, creyó nunca que sus celos tuviesen fundamento... Los celos de él no tenían carácter de enajenación ni de debilidad: eran -esto no es lo que yo entonces pensaba, sino lo que ahora afrmo- como una especie de necesidad de actividad psíquica. Eran como una lucha, como un desafío a la mortecina cotidianidad. El sentimiento de enajenación me lo inspiraba más mi madre, que quedaba apabullada ante su violencia, que no sabía hacerle frente y se desahogaba rompiendo un objeto inerte, como si patalease en su impotencia para responder".

 "Yo juzgaba a mis padres implacablemente, constantemente: mis padres eran lo único que yo con constancia... No quiero decir con esto que sólo a ellos les prestase atención y no a los libros, sino que a ellos les estudiaba con una técnica superior". Ya sabemos los tópicos literarios ridículos del entomólogo y el escalpelo, que, no usa, afortunadamente, la novelista pucelana. Fijar la atención retrospectivamente, o, mejor dicho, tomar imágenes antiguas y darles un sentido completo con los conocimientos del presente. Los padres llegan a la vida del niño como dioses, pero, inevitablemente, acaban por revelarse como dioses de barro. El culto a los padres es un sentimiento atávico que choca con la observación minuciosa de sus defectos como personas demediadas. La mitad de los padres es un ideal de protección y amor, y la otra mitad es una realidad de abandono y egoísmo. Rosa Chacel es neutral con sus progenitores: en ellos hubo cuidado y enseñanza, pero también frustraciones. Al principio de este relato reconstruido de su niñez, la autora ensalza a la madre, la madre en Pucela, muy distinta de la posterior humillada madre en Madrid: "yo sabía que mi madre era perfecta; tenía todas las habilidades, sabía de todo: era tal como yo quería ser, tal como debía ser". Y por contraste, aunque no sea una imagen muy justa: "mi padre era inaguantable, violento, disparatado; tal como yo era: reconciéndole también ciertos valores, que también me reconocía a mí misma. De modo que seguir las huellas de mi padre era para mí lo fácil; seguir las de mi madre era lo difícil". Hay contradicciones en el relato, no sólo de los progenitores, sino de la misma protagonista. Pero, eso es la vida. La misma mujer sensible y alegre que canta zarzuelas y enseña a la niña sagaz es la masoquista y servil esposa de un hombre celotípico, y que, se rebajara definitivamente cuando en casa de su madre renuncie a su dignidad. 

 La música fue una de las pasiones chacelianas. Y todo viene de esa niñez en la que la música nos alimenta sin darnos cuenta: "yo no sé por qué me fue tan imposible la música como disciplina, cuando las canciones fueron para mí la historia universal. No, el universo: la voz del universo. Todos los climas, todas las pasiones y todos los tormentos se me habían revelado en las canciones de mi madre. Canciones de cuna española, danzones y habaneras americanos; la ópera italiana, en total; las zarzuelas en boga... todo lo cantable. Lo que se cantaba en el teatro, lo que se cantaba en el campo, las romanzas que cantaban las señoritas en los salones, las coplas que se oían por el patio a las criadas: todo lo cantaba mi madre". Es éste un hermosísimo pasaje que muestra a la perfección la grandeza literaria de Rosa Chacel, y la verdad de sus recuerdos melómanos.

 La relación entre las "frecuentes indisposiciones" de la chica y "las aventuras artísticas" de sus padres constituyen un momento maravilloso del libro. Cuando la muchacha de endeble salud por el clima de Valladolid permanecía en reposo su padre escribía zarzuelas, musicalizadas por su tía Julieta y cantadas por su madre y sus amigas, ante la chica encamada. Un fogonazo, un presentimiento -"¡Ah, esto es aquello...!"- de lo que vendría después: ese "amor abismal, corporal, hacia el espíritu", en el que la lectura posterior de Baudelaire ya se vislumbraba en esas imágenes toscas de las funciones domésticas. Los dramas de Zorrilla -"El puñal del godo"- que pasaban íntegros por la alcoba de la cría, con sus ripios y su melodramatismo de cartón piedra, extasiaban a la pequeña Rosa. 

 Los horribles sueños de la protagonista son descritos con profusión de detalles, sin duda inventados, pero ciertas afirmaciones sentenciosas se imponen: "Y como sólo se encuentra lo que se busca, cuando se me interponía lo no buscado, lo apartaba con repugnancia: no lo encontraba. Porque lo que yo buscaba era lo sublime... Yo buscaba lo sublime, vivía en expectación de la apoteosis y la obtenía con frecuencia". ¿Cómo podía cumplirse un destino, ser creador, sin estar arrebatado por lo sublime? Una palabra que introdujo Edmund Burke (1729-1797) en su "A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful" de 1757, para diferenciarlo de lo bello, que es armonía y placentero, lo sublime es terrorífico y nos subyuga. El miedo a lo infinito o a la muerte dan lugar a ese sentimiento de lo sublime. Immanuel Kant usó el término, aunque lo depuró de su contenido empírico. Dicho en román paladino: la niña Rosa era perversa pues hallaba un sentimiento de plenitud en lo terrible e inarmónico, que se presentía tras la cotidianidad tranquila o triste. 

 El Teatro Calderón, la romería de la Virgen de la Victoria, Las Moreras, el Puente Mayor sobre "el agua densa del Pisuerga", el Canal de Castilla, la Cuesta de la Maruquesa, las campanas de San Esteban, el Cerro de San Cristobal... cuántos emplazamientos vallisoletanos por los que transitaba la protagonista con sus padres, tías... 

 La celebración de Navidad está pintada con vivos colores -o mejor: olores-: "Las Navidades eran para mí como un fenómeno atmosférico: una precipitación cósmica de olores. Olores que destacaban sobre la nieve, por contraste, embelleciéndola... Los olores mismos de las especias que se escapaban de las salchicherías, densos, grasos, olor a ajo, pimentón y cominos, se depuraban, se sublimaban entre la nieve, se prendían a ella como flores... Esta exaltación de los sentidos, no sólo olores: cánticos, villancicos, nacimientos... Esta larga sinfonía, con sus múltiples tiempos, duraba varios días y culminaba en las dos noches: en las dos cenas. En la primera, después del cardo y el besugo, había un silencio de espera hasta que sonaban las campanas de San Esteban... La cena siguiente, la del pavo, era sencillamente orgiástica. ¿Cómo y por dónde recibí yo el mensaje o descubrí el secreto de la orgía? No sé, no lo sospecho porque entre todos los allí reunidos no había ni alegría ni unión. Tal vez sólo mis padres tenían una idea de lo que es la alegría. Creo que no tenían más que la idea, pero ésa sí la conocían... El caso es que yo exultaba: yo me embriagaba, en uno por mil de Cariñena, en un cien por cien de leyenda. Yo me zambullía en todo lo que había allí, en lo que estaba presente: las cosas exquisitas, los turrones, los vinos, pero no sólo en eso. Yo me embriagaba de la Navidad, de la Natividad de Cristo que, para mí, era la glorificación -la apoteosis- del hijo y la madre; la aparición del hijo, también como una flor caída en la nieve... No voy a decir que yo pensase estas cosas, pero sí aseguro que todo esto era lo que me llenaba hasta rebosar. Yo me embriagaba ante el nacimiento, en una celebración loca del nacer". ¿Qué decir de este fragmento de altísima literatura poética, hedonista, mística, religiosa, familiar, evocadora, todo a un tiempo? Los miserables que ponen en duda la valía artística de Rosa Chacel por sus dificultades para narrar linealmente historias y contener sus impulsos intelectualoides de corte orteguiano, de Nouveau Roman, joyceanos, ¿no han leído estos pasajes?

 Elena Santonja (1932-2016) leyó este fragmento gastronómico en su emisión de TVE "Con las manos en la masa" en 1984, cuando la escritora acudió a preparar un plato de estofado de liebre, a sus ochenta y tantos años. ¿Qué decir de aquellos programas de televisión en donde, cocinando, se hablaba de literatura y de pintura? Aquella época en que una presentadora de espacio culinario, también pintora y actriz, era bisniesta del pintor Eduardo Rosales, esposa del director de cine Jaime de Armiñán, y hermana de Mari Carmen Santonja, del dúo musical Vainica Doble.

CONTINUARÁ...

Francisco Huertas Hernández
19 de abril de 2025

7 comentarios:

  1. Maravillosa escritora. Por fin

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  2. Decir que quedo absolutame

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  3. Quedo absolutamente fascinada por tu trabajo.Me encantó.creo que no había leído nada de Rosa Chacel.Gracias Fran.
    (Disculpa mi poca visión)

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