Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Memorias y reflexiones de una niña de Valladolid.
Segunda Parte. Francisco Huertas Hernández
Rosa Chacel Arimón (1898-1994) a los 13 años. En Madrid.
Fotografía del libro "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel" de Anna Caballé. Taurus. Barcelona. 2025
Escribir proporciona un sosiego que permite contemplar la vida con lentes de aumento: las palabras hacen demorarse a las imágenes y dejan la oscura materia del recuerdo en las manos del escultor del verbo, el escritor. Escribir aumenta lo vivido porque lo convierte en relato. Rosa Chacel se sumerge en lejanísimas vivencias, que ya no son recuerdos, sino relatos de ideas y de movimientos. El comportarse humano es un movimiento aparentemente dirigido por metas, fines, valores, creencias, intereses. Los adultos se presentan ante los niños como aquellos entes que dirigen su vida, a diferencia de los pequeños que se dejan llevar por su naturaleza y el mando de sus progenitores. Es una gran mentira. El automatismo, la rutina, la pereza, la acomodación social de los adultos les priva de un mando autónomo de sus existencias. Por eso, nuestros padres son dioses cuando les vemos desde abajo, desde nuestra minúscula estatura, en la que sus cabezas parecen tocar el cielo. Y el tiempo nos hace grandes, nuestras cabezas se elevan por encima de sus encorvados cuerpos, ya declinantes, y, entonces, viéndoles ya desde una incómoda altura, empezamos a comprender que eran sólo dioses de barro, o mortales como nosotros, pero disimulaban para protegernos y no descubrirnos que el mundo es cruel, y el tiempo, inexorable, haciendo fracasar todos los proyectos e ilusiones.
"Iba a pasar algo: el tiempo tenía cara de traer algo escondido. Estaba terminando el invierno y a mí siempre me había extrañado que cuando se decía, "Año nuevo, vida nueva" no se notaba en nada la novedad del año ni de la vida". Una observación similar a la realizada por Amado Nervo (1870-1919) en un artículo de diario de 1896: "¡Singular quimera! ¿Por qué fue rematadamente malo el año que se fue? Pues por las mismas razones que lo será este y algunos más: porque entramos a él forjándonos ilusiones imposibles; porque le pedimos mucho y no nos dio sino lo que humanamente podía darnos". No es ilusión, es convención social de un optimismo hipócrita, que rehúye afrontar la verdadera naturaleza del tiempo y de los hombres. El proyecto para el nuevo año de Paco y Rosa Cruz era poner a su nena en un colegio. Por primera vez: "Mi madre tenía empeño en mandarme a las francesas, monjitas del Sagrado Corazón porque ella había ya empezado a iniciarme en el francés". Finalmente, se decidió por el colegio de las Carmelitas. El Colegio Jesús y María, conocido antiguamente como "Colegio del Museo" o "Las Carmelitas del Museo", fundado en 1867 por las Hermanas Carmelitas de la Caridad, se ubica aún en la Plaza de Santa Cruz -en el antiguo Palacio de los Vitoria- que, en el libro de Rosa Chacel, se llama Glorieta del Museo. Es curioso que en las memorias infantiles de la escritora la ciudad no gira en torno a la Plaza Mayor sino alrededor de la Glorieta del Museo. De todos modos, su paso por este colegio fue tan breve como su alergia a las niñas cursis y su desconfianza de los adultos.
Las observaciones psicológicas de la pequeña Rosa no son condescendientes con esos adultos hipócritas que se presentan a sí mismos como aurigas de su carro vital. Su rechazo a los elogios inmerecidos: "la noción del soborno y del deshonor se me hacían patentes en todo elogio inadecuado". La opinión ajena no puede desdeñarse, pero dice Chacel adulta intentado sentir como niña que no quería ser: "yo no era indiferente a la opinión ajena, pero la valoraba según mi opinión de ella. Es decir, que ciertas opiniones tenían para mí mucho valor y otras no tenían ninguno". El grado de sinceridad determinaba el valor de esas opiniones. Otra conducta que no admitía: "hay algo que nunca pude perdonar, ser engañada. Hay algo que nunca pude comprender, que se engañe a alguien con buena intención". Esa determinación de la voluntad, que se afirma en la primera página del libro, esa determinación de llegar a ser lo que se puede ser, como en Píndaro: "uno tiene su visión interior, y lo que uno toca dentro de sí mismo no es en realidad, lo que es, sino lo que podría ser". La decepción infantil es un golpe muy duro. "La decepción era para mí un golpe mortal de necesidad. La decepción era la traición de la realidad y, por tanto, su pérdida, su muerte. La decepción era la muerte vivida, la ausencia sin retorno posible". Y una decepción, sin duda, fue el colegio.
"Llegó septiembre y entré en el colegio. Entré de buena gana; era un cambio de mi orden de vida, era dar un paso", como el cambio de casa de su abuela (paterna) a la calle del Obispo y el vestido de verano, "ya no enteramente negro" de la tía Eloísa. En la clase la implacable protagonista no hizo amistad con ninguna ñiña. Sólo recordaba a tres: "una era abominable", que "parecía bizca y no lo era"; otra "era preciosa... y se llamaba Leticia" (bello nombre hasta que fue emponzoñado por una arribista al trono de los Borbones, que da pie a Chacel a un juego con el "color de las vocales... por eso el nombre de Leticia me hacía imaginar las dos gotas de sangre que deja caer en la nieve una reina. Tampoco a ésta dirigí jamás la palabra"); y "había otra, Consuelito, que era bonitilla -un Murillo más- y con ésta hice un poco de amistad en el recreo... nos aburríamos tanto que se nos ocurrió ponernos a mirar al sol, a ver cuánto tiempo resistíamos sin pestañear. Yo no sé si parpadeé o no, pero no pude menos de echarle una ojeada y la encontré haciendo un esfuerzo tan ridículo para resistir que me dije: no, con ésta no hay nada que hacer".
Añade Chacel que en "Memorias de Leticia Valle", cuarenta años después, esbozó el recuerdo de este colegio.
La noche de Reyes, narrada con amor por la autora pucelana, "también se celebraba en casa de mi abuela porque ella decía que no quería perderse el espectáculo de mi alegría... Después de cenar, mi padre y mi tío Mariano salían a ver si los veían venir. Al poco tiempo llamaban a los cristales y decían: ¡Ya están ahí! Se empezaba a oír trompetas y voces; mi madre me retenía, diciendo que a los Reyes no les gusta que los niños salgan a verles. Mi tía Eloísa abría el balcón y se precipitaban por él todas las cosas deseadas...
Los juguetes eran los que yo había señalado en casa de Guillén o de Molinero y la presentación entre papeles dorados, lazos, nieve artificial, los realzaba fascinadoramente...
Aquel año entraron por el balcón un piano y un zotropo, entre un montón de otras pequeñeces. Mi alegría colmó las esperanzas de mi abuela... Nunca pedí nada abiertamente: tenía conciencia de la pobreza de mis padres; sabía que el dinero estaba íntimamente relacionado con el sufrimiento. Pero también sabía que mis padres hacían milagros...
Tal vez resultase deslumbrante mi alegría porque generalmente yo no era alegre; no era inquieta ni traviesa: era seria y juiciosa. De pronto mi alegría estallaba al tocar tierra, es decir, al alcanzar un deseo que llevaba tiempo sofocado, porque mi seriedad y mi juicio habituales eran el efecto de mi continuo considerar a los otros. A mi alrededor nadie era feliz, ni siquiera mis padres, que tenían rachas de buen humor, pero también tenían rachas de cólera, de angustia, de preocupación, Y yo tampoco lo era sin saber por qué: tal vez porque no lo eran ellos".
CONTINUARÁ...
Francisco Huertas Hernández
20 de abril de 2025
Estupendo
ResponderEliminarGracias
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