jueves, 1 de mayo de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Dibujos, esculturas, zarzuelas y días finales en Valladolid. Quinta Parte. Francisco Huertas Hernández. Reflexiones sobre la muerte, la belleza y los padres

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Dibujos, esculturas, zarzuelas y días finales en Valladolid.
Reflexiones sobre la muerte, la belleza y los padres.
 Quinta Parte. Francisco Huertas Hernández

Rosa Chacel de joven junto a unos bustos escultóricos


 Un eclipse, un tiroteo, unas películas en el Cine Pradera, gentes varias de Pucela, forasteros de paso, la familia y sus cuitas... así transcurría la vida de la niña atenta a un mundo en transformación: autos, luz eléctrica, cine...

 Alguna meditación sobre la muerte ("La idea de la muerte de todo, es decir, de la muerte de la vida porque la vida no era sólo lo que era, sino lo que iba a seguir siendo, todas las cosas del mundo que seguirían dando flores, máquinas ciudades. Todo aquello que yo sabía que dejaría en el mundo cuando me muriese, puesto que sabía que tenía que morirme... ¡Podía morir el mundo, mi mundo, el que yo dejaría aquí para que viviese!... Cuando pensaba en esto no podái ni llorar: no podía tampoco respirar y sentía que sólo de pensar en ello podía morirme. Estas cavilaciones duraban horas, sentada en mi silla baja, junto a la estantería"), el poco fructífero estudio en casa ("A la vuelta de Rodilana recomencé mi estudio sentada a la camilla... Claro está que cuando mi madre entraba, creyendo que iba a encontrarme estudiando y me encontraba enfracada en un cuaderno o, algunas veces, enfrascada sin frasco, es decir, absorta en nada visible, en pura ensoñación, se ponía furiosa. Ya me había advetido que este año, puesto que mi salud era magnífica y puesto que, sin embargo, no iba a volver al colegio, el estudio tendría que empezar en serio, y sí, lo era. En realidad, siempre lo había sido: o serio o inútil. Si penetraba en el libro, si lo que se decía en él tenía para mí algo de vida, lo estudiaba a fondo, con pasión, como para no olvidarlo jamás, pero si me resultaba árido o falto de seducción, entonces era inútil que pasase los ojos por las páginas: las palabras eran mudas"). Esas palabras mudas de los libros son la incapacidad del encuentro entre el horizonte de expectativas de la obra y el horizonte de experiencias que el lector puede proyectar en ella para apropiarse de su contenido, es decir, convertir palabras en vida, vida como verdad y belleza. La prosa meditativa y proustiana de Rosa Chacel es un permanente paseo por la corriente de conciencia reconstruida. A la conciencia se presentan lo supraconsciente (Dios), lo consciente compartido colectivamente (sociedad), lo consciente sentido como dolor y placer (cuerpo, naturaleza) y lo consciente ensimismado o autoconciencia (yo, alma), en donde todo se reúne y enlaza, como diría Immanuel Kant.

 Los padres de la pequeña la enseñaron a dibujar para prevenir las enfermedades invernales, "un medio de tenerme sentada la mayor parte del tiempo". Esos lapices, acuarelas y papel eran medios, pero el padre era el guía que "me decía cómo tienen que ser las cosas -cuando dibujaba perfiles" que intentaban ser retratos de las personas cercanas, faltos de técnica.

 El Museo cercano, el de la Glorieta, era en 1905 el Museo Provincial de Antigüedades, creado en 1879, e integrado en el Museo de Bellas Artes, sito en el Colegio de Santa Cruz, cuya plaza era denominada Glorieta. En 1940 pasó a ser Museo Arqueológico y en 1968 se trasladó al Palacio de Fabio Nelli. La niña empezó a sentir fascinación por los cuadros de iglesias y Museo. No es que los mirase, porque "no era precisamente mirarlos lo que hacía, sino vivirlos: echarme a vivir por ellos". Las reproducciones de cuadros célebres en revistas ilustradas y librillos de papel de fumar, del tamaño de una tarjeta postal, de papel satinado, fueron la puerta de entrada en el reino de las Bellas Artes. "En nuestra misma casa vivía un pintor; era un señor mucho mayor que mi padre, profesor de la Escuela de Artes y Oficios, que estaba en el edificio mismo del Museo. Por suerte, aquel señor era una de las pocas personas a quienes mis padres daban los buenos días". El camino de Chacel está entreabriéndose, aunque su destino no fue la escultura o el dibujo sino la literatura. Sin citar a Heidegger de pronto encontramos un párrafo del filósofo alemán en "Desde el amanecer": "Necesitamos hacer patente ante todo lo que la obra de arte tiene de cosa. Para ello es preciso que sepamos con suficiente claridad lo que es cosa", para expresar la "perplejidad perceptiva en que me sumían los útiles de dibujo". La detallada descripción del papel Marquilla (papel de tina, grueso, lustroso y muy blanco, usado para dibujar) "mórbido, aterciopelado, fácilmente vulnerable", "el carboncillo en su cajita de cartón, emitiendo un sonido, un ruidito de roce o entrechoque cristalino de cosa frágil, ingrave, polvorienta; el trapito blanco para borrar sus trazos levísimos que no admitirían el contacto de la goma", "la goma gorda, blanda para el lápiz compuesto; los difuminos y el lápiz negro de humo". "Todas estas cosas ¿eran cosas? Sí, por supuesto, cada una de ellas era una cosa, pero todas ellas juntas ya eran algo más. Algo se cernía sobre ellas o algo que emanaba de ellas: lo uno y lo otro.Yo escuchaba su concierto porque eso es lo que eran, voces armonizadas. Cada una iba a decirme lo que le incumbía y el resultado de su conjunto no sería una cosa más, ni siquiera sería un dibujo -cosa u obra-: sería un verbo, dibujar. El misterio estaba allí, el hechizo, más bien. Yo esperaba que del mandato de aquellas cosas brotase en mí una virtud que me hiciese capaz de dibujar". Este detenerse en los objetos, este reabsorberse en ellos para alcanzar la totalidad del proceso en el que el ser-ahí de la niña se funde con el acto del dibujar es totalmente heideggeriano. La lucha con los útiles de trabajo, con la limitación técnica, con la plasmación de lo visto en lo ejecutado, es descrita prolijamente. El pathos agónico es constante: los otros ahora ya no son el objeto de lucha, sino la técnica y las herramientas para desplegarla. "No logro revivir aquel autopugilato... por ser lucha sin armas, cuerpo a cuerpo... el acto -dibujar...- se irradió hacia... Tal vez fuese un ciclo que tendiera a cerrarse... La lámina estaba delante de mí, yo recibía su imagen, la comprendía -¡hasta que extremo de análisis y delectación!- y trataba de repetirla...". 

 Y el rechazo a los elogios si no correspondían a lo hecho. "Primero tenía que ser el hecho y luego el elogio. Si se invertía este orden, el elogio me repugnaba, me ofendía como un verdadero atentado a mi honor. Mi honor consistía en mi relación con la verdad". Chacel, de cuando en cuando, consigue una precisión filosófica sorprendente. 

 Monsieur Blanadé y su hermana llegaron a Valladolid, mucho antes que Renault, y se convirtieron en visitantes de la casa, para conversar en francés. No sólo vinieron ellos, trajeron sus libros con espléndidos grabados, que despertaron la imaginación plástica y el entusiasmo de la pequeña dibujante. Esas láminas revelaban la trascendencia propia de la contemplación estética: "era una emoción tal vez más elevada que la de la belleza... Elevada, esto es, llena de sagrado. Lo sagrado de la belleza no quedaba ante esto en un grado inferior... Lo sagrado de la belleza era reposo, seguridad, eternidad. Lo sagrado de estas láminas... era un cierto temor". Søren Kierkegaard escribió "Temor y Temblor" (Frygt og Bæven) en 1843, y fue uno de los filósofos favoritos de Rosa Chacel. Kierkegaard ejerció su influjo en Unamuno, que aprendió danés para leerle. Ese temor es la reverencia de la criatura finita ante el poder infinito de lo sagrado, lejano e incomprensible. Chacel sigue reflexionando sobre la belleza: "La contemplación de estos cuadros... se oponía a la de la estética. No se oponía, se contrapesaba y la balanza quedaba en el fiel. Lo que ante la belleza era reposante, ante la simple vida era palpitante. Lo que en una era seguro, en otra era azaroso. Lo que en una era eterno, en otra era mortal. Lo sagrado -estoy hablando aquí y ahora: jamás pensé uno de estos términos cuando vivía, hasta quedar sin aliento, estas emociones-, lo sagrado se cernía sobre estas escenas como en un rapto de piedad. En fin, el caso es que M. y Mme. Blanadé trajeron a mi casa todo aquel mundo. También hélas! trataron de enseñarme el francés". Es curiosa esta imbricación de una lengua extranjera, lo sagrado del arte y la irrupción de lo nuevo y lejano en la provinciana vida de Valladolid. El arte es un viaje en el tiempo y en el espacio: la propia obra de arte es un espacio independiente del espacio en el que se coloca (cuadro en museo). Esas láminas evicaban esos espacios que están más allá del espacio, la infinitud. Y esos tiempos más allá del tiempo, la eternidad. Esto es lo sagrado, y el arte pertenece a esa dimensión, si trascendemos su contexto mortal. ¡Qué pena aquellas personas que sólo acceden a la inmanencia del arte: su técnica, su vínculo con biografías y épocas históricas! ¡Son incapaces de sentir el temor y el temblor de la trascendencia a la que todo arte verdadero apunta!

 Dibujar era para Rosa Chacel esa puerta hacia la trascendencia. Pero su autoexigencia y su honestidad la impedían sentirse satisfecha con los resultados. 

 Un hecho histórico se hace intrahistórico: el 31 de mayo de 1906, teniendo la autora casi ocho años, un atentado anarquista en la boda del rey Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg acabó con la vida, no de los pútridos monarcas sino con Elisa, la mujer de Bernabé, en Rodilana, en cuya casa veranearon. "Al otro día llegó a Rodilana el telegrama diciendo que Elisa, entre la multitud, había caído congestionada y estaba en el hospital... ¡Aquella Elisa tan guapa, tan llena de vida!".

 "Una compañía de zarzuela llegó en el otoño" y la protagonista fue llevada al teatro. En esos días la zarzuela era la música del pueblo, la música de moda, y no se veía como música clásica, a la manera de las óperas de Wagner. Los argumentos no tenían la menor importancia, pero sus canciones quedaron grabadas en la memoria de la escritora. Chacel siempre se recrea en las estrofas absurdas de esas zarzuelas, que fueron su educación sentimental. A falta de pentagrama y notación musical la novelista usa la tipografía cual poesía visual para ilustrar estas escalas ascendentes. "Quo vadis?" de Ruperto Chapí, con libreto de Sinesio Delgado, estrenada en 1901, una "zarzuela de magia disparatada", era esa obra vista en un teatro pucelano, sobre "un cesante hambriento que encuentra un panecillo en un banco, y cuando va a comérselo oye una voz extrahumana que le dice: "¡No lo muerdas!"". Una fantasía oriental sigue este talismán que le hace retroceder en tiempo y espacio al pobre protagonista. El entretenimiento de las masas era siempre motivo de reflexión para el alma meditativa de la niña.

"Desde el amanecer" es una autobiografía singular: el recuerdo es un material disperso, ordenado lingüísticamente, y dispuesto para establecer un diálogo con el tiempo: "Es infinitamente difícil, por no decir imposible, mirar desde aquí aquel comienzo de la vida sin que el espesor del tiempo se interponga como un cristalde determinados tonos, alterando con su irisación la imagen justa. Además de ser difícil, la divagación penosa para conseguirlo ocupa un lugar y queda empantanada entre una idea y otra, obligando a un rodeo larguísimo para dar vuelta atrás".

 Las madres y los padres son la mayor carga con la que habremos de lidiar el resto de nuestras vidas. Ser maduro es romper con esa dependencia de los padres, y esto raramente se consigue sin el auxilio de crear otra familia, a la que transmitir las taras adquiridas. Nuestros hijos son nuestra venganza contra nuestros padres. La idealización de los propios padres, inevitable por otro lado, es tan perniciosa como la adoración de los hijos. Nuestros padres eran tan bastardos como nuestros hijos, porque son humanos. Sé que cuesta ver a la madre que nos daba el pecho y al bebé que salió de nuestras entrañas como egoístas, desalmados y míseros mortales, pero lo son. Leamos a Rosa Chacel, que nunca fue circunspecta al hablar de sus allegados: "Mi padre odiaba el trabajo. Más que odiarlo, lo rechazaba en forma satánica. Se había dicho en el principio de su vida, ¡No trabajaré!. Enjauladas en esta decisión, sus facultades creadoras languidecían y buscaban escape. De cuando en cuando encontraba pequeños, triviales o arbitrarios -ante todo, superfluos- quehaceres a los que se entregaba con dedicación ciega. ¿Se puede llamar a esto pasión? Sí, sin duda: varias características de la pasión informaban aquellas chifladuras... Si alguien le distraía o le tocaba sus utensilios, era devorado por cuatro fauces blasfemantes... La pasión en mi madre era muy otra cosa. No podría decir que mi madre tuviera una pasión ni que fuera de carácter apasionado, pero había momentos en que su habitual mansedumbre estallaba en un arranque de ceguedad pasional. Y lo grave era que aquellos arranques solía provocarlos yo. Pero no porque el amor de mi madre por mí fuera un amor apasionado... Las reacciones pasionales de mi madre explotaban contra mí porque conmigo chocaba a veces la vena más caudalosa y mejor encauzada de su voluntad. Mi madre aspiraba a realizar en mí todo lo que en ella había sido resignado. Su carácter no era complejo, era dual; es decir, que constaba de dos elementos simples y bien definidos. Su infancia antillana y su adolescencia rodeada de hermanas jóvenes, entre danzones y habaneras, la había facultado para una vida social, con el modesto y placentero brillo de los residuos coloniales; de donde podía haber surgido como diva. Tenía voz y físico para ello... Al casarse, a los diecinueve años, los dos colores quedaron limitados a lo ornamental pasivo, pero mi nacimiento abrió para ellos un nuevo cauce de posibilidad. El resultado fue mediocre en el aprendizaje de la música, pésimo o nulo en el del baile, a pesar de tener un oído excelente y una memoria auditiva extraordinaria. Fracaso irritante para mi madre porque veía que mi ineptitud era más bien falta de inclinación a todo aquello y entonces venían las reconvenciones y amonestaciones: -¿Qué vas a hacer en sociedad si no bailas, ni tocas el piano, ni sabes nada que pueda hacer agradable tu compañía? A esto yo contestaba con la mayor indiferencia: -Pues, no sé, ya veremos. Y en casos como éste mi madre contenía su furor o lo disparaba en una frase profética, con la que esperaba amedrentarme: -¡Te vas crear un tipo!... Yo no me amedrentaba... En ese otro sector no podía inculparme de indiferencia, pero sí de pereza y hasta de torpeza. Cuando llegaba a esta grave constatación era cuando disparaba su otra frase: -¡Eres una nulidad, una nulidad!... Ésta me hería más porque sonaba a mulidad, cualidad indefinible, pero ofensiva. Sólo que esta frase explotaba generalmente al revisar mis cuentas y corregir los innumerables errores. Otras veces no había cuentas ni errores: lo que había era que no había detenido mi mente sobre los libros ni medio minuto; sencillamente, que no los había abierto. En estas ocasiones -no eran frecuentes,pero recuerdo con toda claridad unas cuantas- era cuando mi madre perdía los estribos; era cuando la cólera y la decepción que le causaba mi conducta sólo habría podido desahogarse dándome de cachetes. Pero no era su reacción: era otra mucho más impresionante. Se levantaba de la mesa, me reconvenía o me insultaba, pero el furor le cortaba la palabra y se echaba a llorar. Andaba de un lado para otro de la habitación, sollozando, y cuando ya no podía contenerse daba con la cabeza contra la pared. Se daba golpes atroces, agarrándose del pelo y golpeando su cabeza contra la pared como si fuese una cabeza ajena. A este espectáculo yo no respondía con el cinismo que aplicaba al otro: lloraba yo también con todas mis fuerzas y nada más. No recuerdo haber empleado nunca esas frases consoladoras, esas promesas de enmienda o demandas de perdón. No, yo en esos casos no decía nada; lloraba desesperadamente y todo terminaba así: las dos llorábamos abrazadas mucho rato y luego dejábamos de llorar".

Continuará...

Francisco Huertas Hernández
1 de mayo de 2025

viernes, 25 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Meditaciones y vivencias de una niña de Valladolid. Cuarta Parte. Francisco Huertas Hernández. Religión, moral, naturaleza, cine, teatro y personas pintorescas

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Meditaciones y vivencias de una niña de Valladolid. Religión, moral, naturaleza, cine, teatro y personas pintorescas.
 Cuarta Parte. Francisco Huertas Hernández





Teatro Cine Salón Pradera
Plaza Zorrilla. Campo Grande. Valladolid


 Rosa Chacel (1898-1994) fue una escritora española que cultivó desde su autodidactismo una novela introspectiva, cuyas tramas quedaban reducidas a ser complemento de las meditaciones de una conciencia ensimismada. La capacidad de observación de la autora tendía, por un lado, a una visión poética de lo real, en la que el misterio se forjaba en las mismas palabras, mimadas por la novelista. Por otra parte, esa prosa limpia y precisa se hacía confusa en la expresión de ideas, como si el ideal de clarté et distinction de René Descartes estuviera vedado a la narradora filósofa. La fascinación contradictoria de su escritura, esa tensión agónica entre belleza y claridad narrativa junto a una oscuridad y confusión autoreflexiva, está muy presente en la extraordinaria autobiografía "Desde el amanecer", publicada por Revista de Occidente en España en 1972, pero acabada de escribir en Rio de Janeiro en 1968, rememorando acontecimientos de su infancia desde antes de su nacimiento el 3 de junio de 1898 hasta su llegada a Madrid en 1908. 

 En la biografía de la creadora recién aparecida, "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel", Anna Caballé ha conseguido clarificar algunos recuerdos inexactos o literaturizados de estas memorias. ¿Puede un novelista ser veraz al escribir sobre su propia vida? 

 "Por mucho que tratasen en mi casa de evitar mi acercamiento a los puntos oscuros de la religión, no podían impedir que mi mente los escogiese con esmero y se los reservase para su matización solitaria", leemos en "Desde el amanecer", y lo más interesante es el choque de esa mente solitaria, pero incansable observadora de los que la rodeaban, con una monja en su breve estancia en el colegio: "-¿Qué hiciste ayer, domingo? Como llovió tanto ¿no irías de paseo?. Yo contesté: -No, Hermana Pura, estuve en casa toda la tarde, haciendo títeres con mi papá. - ¡Títeres! ¡Qué ocurrencia!, no debes hacer eso. La Virgen María no hacía títeres. Yo no sé lo que contesté, me escabullí para que la monja no viese el desprecio de mi mirada. Mi escándalo no tenía medida. Para mí, decir "la Virgen María no hacía títeres" era igual que decir "la Virgen María hacía títeres". Decirlo, largar esas palabras necias era blasfemia. Aquella monja quedó desde ese momento excomulgada de todo lo que fuese comunicable, reprobada de todo lo que yo venerase. Ella, y, en realidad, todo el colegio; allí, la religión era azul y rosa; lo que no era según mi madre me la enseñaba..." Un pasaje admirable, recreado con toda la experiencia posterior sin duda, pero, que ya contenía la desconfianza de la pequeña Rosa ante los lugares comunes y la mentecatez de la gente. Es difícil de creer que una niña de unos siete años se considerase por encima de una monja maestra, y, sin embargo, es coherente con la personalidad que se forjó desde casi su nacimiento.

 "Son ya muchas líneas las que voy invirtiendo en describir mis meditaciones que, claro está, eran esbozadas en mi cabeza de un modo elemental, pero que en sustancia eran así, tal como van descritas". La presencia del demonio era otra de esas dudas religiosas de Rosa Chacel chiquilla. Veamos esto: "Si yo fuese uno de los escritores que alguien lee -cosa que, evidentemente, no soy- esperaría que mis lectores hubieran encontrado en mi obra esta idea de la duda como castigo: la duda convertida en corroboración de la existencia de Dios porque tal tormento sólo es concebible infligido directamente al que lo merece. Esto, que está dilucidado en un libro de plena madurez, brotó en mi mente en el año de 1905, en los comienzos del año en que iba a alcanzar el uso de razón". Ese diálogo con los yoes de antaño que son el yo de hogaño,esa continuidad de la personalidad, es una característica de Chacel, muy en consonancia con la narrativa contemporánea indagadora del recuerdo: Proust, Joyce.

 "Sin la menor duda, la ley moral más imperiosa que mi madre me había inculcado era la piedad y el respeto por los miserables. Por ejemplo, yo creía que la asistenta que venía a casa de mi abuela se llamaba realmente Perejila y un día la llamé por ese nombre. Mi madre me miró con una severidad desusada, me llevó a un rincón y me sermoneó largo rato sobre el cuidado extremo que hay que poner en no ofender jamás a un pobre o a un inferior". Curiosamente la familia de Rosa Chacel era más pobre que rica, aún así pertenecían a una clase educada. El hecho de que la escritora no fuese a la escuela y llegase a ser una de las novelistas más importantes del siglo XX en la literatura española atestigua esa formación recibida en casa por los padres, unida al talento natural, sin el que nada es posible.

 La conciencia de esa valía, o la intuición de esa fuerza creadora, estaba presente en esos primeros tiempos: "La realidad era yo en mi pequeñez, sin más arma que mi inteligencia, sin más capital... que mi voluntad y mi perspicacia, mi capacidad de juicio para buscar mi propio camino. Mi propio camino, con respecto a mis padres, no representaba independización, sino rectificación. Yo quería ser igual que mi madre, pero tal como yo creía que mi madre debía ser y podía ser. No frágil y femenina y llorosa, sino majestuosa, fuerte, intrépida. Y ella no había sido así nunca más que en las comedias de mi padre... Esto no era cazar leones en el Alto de San Isidro: era concebir algo que no es, sobre lo que es; es decir, llevar lo que es hasta ser más". Una reafirmación del carácter que expresa las lecturas de Friedrich Nietzsche, en su formulación de la "voluntad de poder": "Yo soy lo que debe superarse a sí mismo", dijo la vida a Zarathustra. "La vida no es un querer-subsistir sino un querer-crecer", escribió Nietzsche en un fragmento póstumo. 

 En esta corriente secreta de los sueños de la escritora, donde "el bien rezumaba o rebosaba de las fantasías eróticas porque todas ellas eran adoración. Siempre surgían de un rasgo que delataba lo óptimo, lo excelso" constituía el mundo ensimismado de la pequeña castellana en su cuarto en horas fecundas de la noche. "Ésta fue durante unos meses la vida secreta de mis sueños, de mis ensueños... y precisamente por entonces la realidad nos dio una sorpresa: llegaron forasteros... Venían de la Argentina y estaban en muy buena posición: él era un hombre de negocios. Tomaron en seguida un piso en nuestra calle, con un mirador en rotonda, desde donde se veía toda la Glorieta del Museo...
 De sus baúles salían cosas sorprendentes: la que más lo fue para mí, el mate". Juan Pinós y sus tres chicos, con su mujer, Tomasita, una sobrina de su abuela, no pararon mucho tiempo en una ciudad pequeña como Valladolid. El padre de la novelista les veía como un "ornitorrinco": "¡Qué tipo curioso! ¡Es un chiflado! Estos catalanes tienen la manía de trabajar". Rosa jugaba con sus lejanos primos, incluso surgieron amores infantiles. 

 Llegó el verano y la marcha a Rodilana, baño de materialidad, de naturaleza, que se imponía a los ensueños urbanos de una pieza oscura, "porque allí no hubo sueños ni meditaciones nocturnas. Rodilana no era más que mediodía, el Pipaire la playa de un mar de sol. Enfrente, las eras donde se trillaba y se aventaba el trigo. Allí era posible chapuzar en la paja y en los montones de grano; se podía hundir las manos en el trigo y comerlo a puñados, cosa que me encantaba. Me echaba un puñado a la boca y poco a poco iba triturándolo, grano por grano... El sabor, mezclado al olor de las mulas, a su transpiración, a sus deyecciones que andaban por allí... al polvillo de la paja triturada, que tenía también algo de tierra como si los tres reinos de la naturaleza se fundiesen o se ordeñasen formando una crema deliciosa...
 Lo que tenía de milagroso -de mágico- aquella realidad era que toda fantasía quedaba abolida". Esos tres meses de junio a agosto "culminaron en una merienda a orillas del Adaja", y el aceite, la hogaza de pan, "el bravío del chorizo, el aroma del pimentón picante, mezclado al del humo que pasó tiempo envolviéndolo. ¡Y el vino de La Seca, en la bota!, ligero y ardiente, ramificándose como un furor de alegría; cristalino entre el regusto oscuro de la pez, claro como el agua, pero el agua quita la sed y el vino la suscita...
 Puedo ahora ver, el cuadro no, la composición levemente inestable como cuando se ve una forma a través del vapor reverberante. Mi madre y mis tías encorsetadas, sentadas en el suelo sobre las mantas dobladas... Mi padre sin corbata, con el botón del cuello desabrochado y el sombrero de paja echado hacia las cejas por resguardarse de los lunares de sol que cascabeleaban entre las hojas de los álamos..." ¡Qué clara descripción de la merienda estival! ¡Qué pinceladas de color y qué pujanza de olores!

 Las canciones de moda cantadas por la madre, como "La Caravana", comprada en el recién inaugurado Café Royalty en la calle de Santiago, y el restablecimiento de la salud de la protagonista, tras su estancia en el campo, el día de Santa Rosa, el treinta de agosto, ya en Valladolid, celebrando a un tiempo el santo de la pequeña de la casa, y preparando lentes para observar un eclipse, los tiroteos en las huelgas obreras, un mundo en transformación, ante la conciencia atenta de la futura escritora. Aunque era la biblioteca de casa, con sus libros prohibidos para la niña, con sus ilustraciones y grabados, los que constituían su mundo más íntimo y verdadero: "Los grabados llenaban mi mundo con su significación porque eran signos del mundo que iba a venir y porque su seducción era un designio inesquivable".

 La evocación del Cine Pradera (salón de madera situado en la Plaza de Zorrilla, a la entrada de Campo Grande inaugurado como sala de cine el 15 de septiembre de 1904. La deficiente construcción primigena dio paso a un nuevo edificio abierto en septiembre de 1910, y que Rosa Chacel ya no conoció, porque vivía en Madrid) viene a partir de un elemento irrelevante: la figura femenina de los grabados. "el órgano de tallas policromadas a la entrada del Cine Pradera. El cine, antes de inaugurarse ya era esperado por nosotros con ansiedad. Ya me habían explicado en qué consistía, cómo había surgido en Francia y se había extendido por otros países, y todo lo que se podía esperar de él cuando adquiriese mayor perfección. De antemano sabía que lo que iba a ver era poca cosa, tal vez sólo un hombre corriendo detrás de otro, o tal vez un caballo, pero eso era ya maravilloso porque no era, como en el zotropo, un dibujo más o menos torpe, sino una fotografía de la realidad; los que corriesen eran hombres o caballos verdaderos. Y al fin se inauguró el Cine Pradera y fuimos los tres. Las luces se veían desde la calle de Santiago y se oía la música. Llegamos frente al órgano; los focos, los arcos voltaicos zumbando como insectos derramaban luz. Pero su derramar no era catarata, sino quietud resplandeciente que envolvía las figuras del órgano exaltando, sublimando los rosas, los azules, los oros de las tallas...
  Había que esperar a que se encendiesen las luces para tomar buen sitio, y al fin entramos. Dentro de todo era simple y pobre, bancos de madera, techo de lona como una tienda de campaña, y en seguida la oscuridad envolvente, cobijadora, encauzadora de la atención con fuerza magnética; ordenando con un índice de luz -de espíritu-... Y allí surgía el caballo al galope y el hombre perseguido y el perseguidor. Y todo ello era tan deslumbrante como los colores celestiales, pero en blanco y negro furiosos. Las figuras tenían un aire de familia con las de los grabados, pero en éstas no se veía la retícula formada por el buril: eran de luz y sombra, la sombra de los cuerpos perseguidos por el foco, que va buscándolos".

 La infancia de antes era la imaginada en las películas. Rosa Chacel nació en el momento exacto del invento del cinematógrafo. La potencia imaginativa del niño se amplificaba o alimentaba con los cuentos de hadas, y, luego, con el cine. Sólo un mundo inventado era más fecundo que la contemplación de la naturaleza, simplemente encontrada. Rosa Chacel describe con asombro infantil y precisión artificiosa de mujer mayor ya marisabidilla esa llegada del cine en humildes casetas de feria.

 Recordar es vivir dos veces, pero no hay tales recuerdos, todos son invenciones de la mente fabuladora. Por deficiencia de la memoria, por abundancia de imaginación, el ser humano modela, sin saber, una vida pasada que no tuvo. Los escritores fingen tener un recuerdo pleno de los acontecimientos, pero su don no es la memoria, sino la creación de mentiras bellas. "Desde el amanecer" es una crónica interior de una infancia de hija única que fue descubriendo el extraño mundo de los adultos en sus espacios y costumbres. Ese paisaje, ese amor y esa mujer, como dijo Miguel Delibes, con los que se construía una novela, son creíbles porque el lector los toma por reales, los hace suyos. El pasado nos sobrepasa porque carecemos de esas palabras que los escritores han forjado...

CONTINUARÁ...

Francisco Huertas Hernández
25 de abril de 2025

lunes, 21 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Casa, calle, salud y fantasías de una niña de Valladolid. Francisco Huertas Hernández. 3ª Parte

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Casa, calle, salud y fantasías de una niña de Valladolid.
Tercera Parte. Francisco Huertas Hernández




Edificio de la Calle Núñez de Arce, 33. Valladolid
Según la descripción de Rosa Chacel en su autobiografía "Desde el amanecer", aquí debía estar su casa. Pero no hay ninguna placa ni indicativo

Ferro-Quina Bisleri
España
Licor reconstituyente de la sangre
Cartel de principios del siglo XX


 Rosa Chacel murió en Madrid, aunque está enterrada en el panteón de personajes ilustres del Cementerio del Carmen de su ciudad natal, de la que marchó en 1908. La mayor parte de sus años de infancia en Valladolid transcurrieron en la casa de la calle Núñez de Arce, que la autora localiza en su autobiografía "Desde el amanecer": "Necesito, ante todo, describir mi casa de la calle Núñez de Arce. Viniendo de la glorieta del Museo, quedaba en la acera de la derecha y era el segundo portal. Un portal grande, con una puerta al fondo que daba al patio: puerta cochera, tal vez, porque en el patio amplio y no enlosado, sino enarenado y herboso, había una pequeña cuadra como para dos caballos. Los dos entresuelos quedaban un poco levantados sobre el nivel de la calle: uno tenía un balcón y el otro dos. El nuestro, el de la izquierda, era el más pequeño. Se daba acceso a él por cuatro o cinco escalones, empotrados en la pared del portal; la antesala era muy pequeña, un cuadrilátero del ancho de la puerta, anejo al pasillo que iba de un lado a otro de la casa. Delante tenía solamente una gran sala con alcoba; al fondo el comedor que daba al patio y que tenía otro cuarto contiguo, interior. Ante la puerta del comedor el pasillo se doblaba hacia la izquierda; en el lado que daba hacia el fondo estaba la cocina y en el otro una alcoba de servicio muy espaciosa. La cocina era grande y tenía una puerta de cristales al patio. Junto a la puerta había un pequeño rellano enlosado, casi una terracita, levantada como medio metro del suelo arenoso por un par de escalones y, allí, en el rincón, había un cuartito que era el WC. Así, exactamente, porque mis padres a su llegada instalaron ese adelanto y la luz eléctrica... la gran transformación de nuestra casa fue en 1905, y en ese tiempo yo ya tenía una historia tan larga, había vivido tanto que me abruma la idea de relatar punto por punto las etapas de mi camino".

 La calle Núñez de Arce, hoy llena de bares, fue llamada "calle de la Careaba, por los hoyos y excavaciones que existirían en ella, pues fué muy irregular la superficie del terreno en esa zona, por la proximidad a la hoy plaza de la Universidad, antes de Santa María, punto culminante de la ciudad. Venía a ser la línea inferior del vallecillo que formaban dicha plaza y la calle de Fray Luis de León" (Juan Agapito Revilla: "Las calles de Valladolid"). A finales del siglo XVIII se denominaba calle de la Cárcaba, y terminando el siglo XIX, cuando nació nuestra autora, tomó el nombre del escritor y político vallisoletano Gaspar Núñez de Arce (1832-1903) nacido en esta misma vía. 

 Intentando reconstruir el emplazamiento de la vivienda hay dos opciones según el testimonio de la autora: a) es el inmueble número 33 de la calle; b) es el edificio moderno de la cafetería chocolatería Toledo, en la esquina de Núñez de Arce con la Plaza de Santa Cruz (antigua glorieta del Museo). Una razón para inclinarnos por la opción b es la ausencia de placa en el otro edificio, y, sin embargo, el segundo portal en la acera de la derecha viniendo desde la Plaza de Santa Cruz es el número 33, cuyo entresuelo es prácticamente un nivel calle: "los dos entresuelos quedaban un poco levantados sobre el nivel de la calle: uno tenía un balcón y el otro dos". No hay balcones, y no parece que los hubiera, aunque viendo la foto hay concordancia en este detalle de la entrada al entresuelo: "se daba acceso a él por cuatro o cinco escalones, empotrados en la pared del portal".
 El motivo por el cual el Ayuntamiento de Valladolid no ha señalado este lugar es un misterio, pero los datos nos llevan a pensar que ésta fue la casa de la escritora, en su cortísimo periplo pucelano. Tenemos el testimonio de la visita de Rosa Chacel a la casa, aún existente, en 1971. 

 La novelista exiliada fue invitada a visitar su localidad natal en 1971. El Norte de CastillaRosa Chacel, en su Valladolid natal», titulaba este periódico el 16 de junio de 1971) dio cuenta de ello: "Miguel Delibes el artífice de dicho homenaje íntimo, el que consiguió reunir a escritores, periodistas, catedráticos, amigos y admiradores en torno a la novelista exiliada y al decano de la prensa. Llegó a Valladolid el 15 de junio de 1971 y lo primero que hizo fue visitar su casa natal, en la calle Núñez de Arce, acompañada de Delibes y su esposa, Ángeles de Castro.
 «Tuvimos la suerte de que el piso estaba desocupado», anota el propio Delibes; «con visible emoción la escritora fue recorriendo las dependencias: Aquí dormían mis padres; en esta alcoba dormía yo; todavía está el clavo del que colgaba el espejo ovalado; este cuartito de baño lo mandó poner mi padre. Paso a paso iba recuperando su pasado»"

 Las calles sin luz -como cantaba
la banda de rock barcelonesa Lone Star en "Mi calle" en 1968 (Pedro Gené, Enrique Lópz García): "Vivo en un lugar / donde no llega la luz. / Niños se ven / que van descalzos sin salud. / Por la estrecha calle / algún carro viene y va, / y cuando llueve / nadie puede caminar"- son insalubres, a lo que se añadía el entonces clima extremado de la capital del Pisuerga, por lo que la niña de los Chacel Arimón enfermaba frecuentemente y producía cambios bruscos de comportamiento: "también obedecían las alternativas de mi carácter a la irregularidad de mi salud. En aquel invierno se repitieron cada vez con más frecuencia mis alteraciones catarrales, gástricas, febriles. Una tarde empecé a sentirme mal en casa de mi abuela, cenamos temprano y nos fuimos enseguida a nuestra casa. Había bastante nieve en la calle y mi padre me cogió en brazos, yo llevaba la cabeza en su hombro y al entrar en la calle Núñez de Arce, en la esquina de nuestra misma acera, donde la casa de la farmacia hacía un pequeño chaflán, allí mismo, a poca altura vi de pronto una cabeza de león. No fue alucinación, estaba allí. Sobre un fondo negro, con la melena dorada y la boca abierta: era el cartel del Ferroquina, que habían puesto aquella tarde. La fiebre no cedió en una noche, como otras veces, y mis padres empezaron a pensar que, aunque a don Pablo Lacort le quisiéramos mucho, convenía llevarme a un médico menos familiar. Me llevaron a casa de don Luis Moreno, un médico de mucha fama entonces".

 La mentalidad mágica de la pequeña Rosa, al entregarse con total confianza al prestigioso médico, inició su curación mucho antes de cualquier atisbo de mejoría: "la curación se efectuó nada mas pasar la puerta: una curación mágica, precedida de una crisis violenta. Fue como un exorcismo de esos en los que el poseído se revuelve en una agonía que parece ir a arrancarle el alma, obedeciendo a un conjuro que le ordena, "Muérete o sálvate"". Los consejos del doctor fueron seguidos escrupulosamente por la familia y se instaló a la chica en mitad de una enorme sala ventilada, donde a solas dio rienda suelta a su imaginación, entre fiebres y sueños. La bombilla azul sobre su cabeza tenía algo misterioso. La fototerapia con luz azul puede ayudar a reducir la inflamación, matar bacterias y mejorar la curación de heridas, es usada para lesiones cerebrales leves. Hubo que hacer venir la lámpara desde fuera de la ciudad: "llegó a los pocos días y la instalaron sobre mi cama, a un metro de mi cabeza. Dormir bajo aquella luz que dibujaba círculos suavísimos, que casi no brillaba, sino más bien envolvía en una penumbra violácea, era como estar custodiada, velada desde arriba por una mirada benigna. Tal vez la luz irradiada por la bombilla hiciese su efecto en mi resentida salud, pero el efecto de su compañía, la seguridad que dio a mis noches fue como una bonanza permanente".

 Rodilana era un pueblo de la comarca de Tierra de Medina, anexado a Medina del Campo en 1976, donde pasó un largo verano por prescripción médica la niña de salud delicada y carácter férreo. Una familia de labradores, conocidos de la abuela, alquilaría una casa para los Chacel. En Rodilana no había nada. Un pueblo árido, de viñedos y campos de trigo, aunque con un pinar cerca. ¡Oh, pinares de Valladolid, siempre frescos y cercanos! El Pipaire era el lugar de Rodilana donde pasaría esos meses de restablecimiento junto a varios miembros de su familia, todas mujeres. 

 En noches de insomnio la pequeña dio rienda suelta a sus fantasías. Muchos de esos pasajes son confusos y claramente impropios de una mente infantil. Corresponden a lo que la autora denomina "fantasías eroticoestéticas", aunque ignoraba "la relación del amor con el sexo" hasta los diez años. Bueno, fue precoz comparada conmigo, que la intuí con dificultad a partir de un dibujo de un compañero de escuela y ciertas canciones procaces cuando yo tendría unos once o doce años, en la puerta del colegio en alguna mañana indeterminada del otoño, con el general Franco aún vivo. Me pasaba lo mismo que a Rosa Chacel: mi aislamiento de otros niños me mantenía en la inopia. Yo no tenía esa "cultura amorosa... extensísima, pero sacada de la literatura, del teatro, de las canciones". Por la biografía de Anna Caballé sabemos que la escritora vivió la callada herida del erotismo reprimido y la larga infidelidad de su marido, del que nunca quiso separarse, siendo, paradójicamente, una autora pionera en el tratamiento erótico de sus personajes. 

 Un grabado de "Las mil y una noches" adquirió naturaleza fantasiosa, morbosa: "no recuerdo en qué cuento hay un hada que toca con su varita a los peces que se están friendo en una sartén y los peces levantan la cabeza y hablan con ella. Algo tan atroz, tan cruel y tan sobrenatural como aquellos peces que hablaban mientras estaban friéndolos, me sugería la idea de los vencidos, de los cautivos en sus suplicios, porque el hada decía que aquellos peces eran sus súbditos, protestaba porque se los habían arrebatado y se los estaban friendo. El hada, aunque era poderosa, no lo impedía".

 "Estas fantasías no valdrían la pena de ser relatadas si hubieran quedado en eso: su originalidad es poco detonante. El único valor que tienen es que todavía no han terminado... Toda mi vida personal y la vida de mi trabajo están infundidas de sus leyes, como si mi ley fuese, "La esencia misma de la eternidad es continuidad"... Aquello no ha terminado, ni terminará mientras yo subsista".

 Llegamos a un recuerdo magistralmente obsesivo, que todos los supersticiosos del lenguaje albergamos, un recuerdo que parte de las fantasías, y las destruye, con el error lingüístico, esos errores o barbarismos o vulgarismos que yo vigilaba cuando estaba en La Unión, siguiendo el dictum de mi abuela, de Mami ("hijo, nosotros no somos de aquí"), una leonesa, orgullosa, maestra nacional, en guardia frente al hablar precipitado e ignorante del pueblo. "Estas fantasías, personificadas por la diosa -hada, Virgen, reina- se destacaban de la zona erótica, sin desprenderse de ella: arrastraban su calor en torno, pero tendían a intelectualizarse, a ser elaboradas. La fantasía del hada constaba, como todas, de tres elementos, una imagen, un movimiento, un tono... Puedo, sí, señalar la palabra conflictiva, la palabra que brotó en la voz conmovida del hada ante la lamentable comprobación de que los peces eran sus súbditos.
 La palabra, hoy, en esta fecha del año sesentaitantos, un invencible rubor me impide todavía pronunciarla...
 En fin, puesto que es preciso, la palabra es esta que el hada decía: "Tropiezo un boquerón y al punto salta". Esto es lo que exclamaba el hada cuando al saltar el pez lo reconocía. El error, el horror para mí consistía en que el hada empleaba ese provincialismo, que me habían corregido tantas veces, tropezar por tocar. En Valladolid se decía esto o, más bien, Valladolid decía esto; lo decía dentro de mí, en mí estaba la probabilidad de decirlo en cualquier momento.
 ¿Es trivial o superfluo este comentario? Tal vez lo parezca, pero no quiero excluirlo porque para mí sólo tienen algún valor estas memorias por poder constatar en ellas la continuidad y consecuencia de mi vida, y este hecho lejanísimo -hecho, sí: acontecido sólo en mi pensamiento, pero hecho incontestable-se ha reproducido, brotando de su latencia a través de años y años. Tantos que sobrepasan en mucho al alcance de los recuerdos. Estas páginas no pasarán del año 1908, décimo de mi vida, pero el hecho, el hecho imponiéndose, no igual o semejante, sino el hecho mismo, él, inconfundible, despertándose como el grifo guardián de una intimidad sagrada fue mucho más allá...
 La historia del hada tendía a intelectualizarse porque me esforzaba en corregir el torpe provincialismo, pero era inútil".

 Esta agónica lucha con las palabras inadecuadas, no las de lo procaz o sicalíptico, sino las del error gramatical, tiene lugar en la soledad de la cavilación, entre el calor de los páramos castellanos, la presencia cercana de los adultos descuidados y los relatos de la literatura mal asimilados por los hablantes atados a sus vicios lingüísticos. 

 Una casa, una calle, un estado del cuerpo (salud) y un estado del alma (fantasía) son todos palabras. ¿Cómo puede recordar la escritora sesenta años después las estancias y disposición de la vivienda? ¿Cómo puede haber quedado traumatizada por vulgarimos y barbarismos que destruían la inocencia infantil del misterio, que sin las palabras precisas deja de ser misterio y se transforma en patochada? Los hablantes de la vieja Castilla tenemos nuestros laísmos y leísmos. Rosa Chacel reivindica en su estilo con ahinco el leísmo, no así el laísmo. Cervantes abunda en leísmos. Laísmo y leísmo son solecismos, errores en la construcción de la oración que se refieren al uso incorrecto de pronombres átonos. Chacel diferencia bien: los modos propios del habla castellana y sus fatales tergiversaciones semánticas. Las palabras matan, por lo mismo que curan. "Te quiero" infunde vida. "Me gustas como amigo", te destruye en lo más íntimo. Descubrir que nuestros padres mentían o hablaban mal socava nuestra seguridad. Nuestra vida depende de las palabras justas. Los bocazas y bocones se pierden no por lo que hacen (normalmente, nada) sino por lo que pronuncian indebidamente. Confieso que uno de los vicios más terribles que en mi vida he tenido ha sido el hablar sin pensar, ser un bocazas. Desde que me abrí y dejé de ser una persona que no contaba nada, caí en el otro extremo: regalar mis secretos a cualquiera, desnudarme sin pudor ante la primera verdulera, mercachifle o amigo fingido. Y peca el hombre por omisión y pensamiento dice el catecismo en una atroz castración psíquica. El verdadero pecado es contra la gramática, esto supo Rosa Chacel. Hablar, y, no se diga, escribir, es la confesión de lo que somos y queremos ser, nuestra capacidad de estar en el mundo, es decir, en el lenguaje. Así, el pecado mortal es el pecado contra la gramática.

Francisco Huertas Hernández
21 de abril de 2025

domingo, 20 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Memorias y reflexiones de una niña de Valladolid. Francisco Huertas Hernández. 2ª Parte

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Memorias y reflexiones de una niña de Valladolid.
Segunda Parte. Francisco Huertas Hernández

Rosa Chacel Arimón (1898-1994) a los 13 años. En Madrid.
Fotografía del libro "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel" de Anna Caballé. Taurus. Barcelona. 2025


 Escribir proporciona un sosiego que permite contemplar la vida con lentes de aumento: las palabras hacen demorarse a las imágenes y dejan la oscura materia del recuerdo en las manos del escultor del verbo, el escritor. Escribir aumenta lo vivido porque lo convierte en relato. Rosa Chacel se sumerge en lejanísimas vivencias, que ya no son recuerdos, sino relatos de ideas y de movimientos. El comportarse humano es un movimiento aparentemente dirigido por metas, fines, valores, creencias, intereses. Los adultos se presentan ante los niños como aquellos entes que dirigen su vida, a diferencia de los pequeños que se dejan llevar por su naturaleza y el mando de sus progenitores. Es una gran mentira. El automatismo, la rutina, la pereza, la acomodación social de los adultos les priva de un mando autónomo de sus existencias. Por eso, nuestros padres son dioses cuando les vemos desde abajo, desde nuestra minúscula estatura, en la que sus cabezas parecen tocar el cielo. Y el tiempo nos hace grandes, nuestras cabezas se elevan por encima de sus encorvados cuerpos, ya declinantes, y, entonces, viéndoles ya desde una incómoda altura, empezamos a comprender que eran sólo dioses de barro, o mortales como nosotros, pero disimulaban para protegernos y no descubrirnos que el mundo es cruel, y el tiempo, inexorable, haciendo fracasar todos los proyectos e ilusiones. 

 "Iba a pasar algo: el tiempo tenía cara de traer algo escondido. Estaba terminando el invierno y a mí siempre me había extrañado que cuando se decía, "Año nuevo, vida nueva" no se notaba en nada la novedad del año ni de la vida". Una observación similar a la realizada por Amado Nervo (1870-1919) en un artículo de diario de 1896: "¡Singular quimera! ¿Por qué fue rematadamente malo el año que se fue? Pues por las mismas razones que lo será este y algunos más: porque entramos a él forjándonos ilusiones imposibles; porque le pedimos mucho y no nos dio sino lo que humanamente podía darnos". No es ilusión, es convención social de un optimismo hipócrita, que rehúye afrontar la verdadera naturaleza del tiempo y de los hombres. El proyecto para el nuevo año de Paco y Rosa Cruz era poner a su nena en un colegio. Por primera vez: "Mi madre tenía empeño en mandarme a las francesas, monjitas del Sagrado Corazón porque ella había ya empezado a iniciarme en el francés". Finalmente, se decidió por el colegio de las Carmelitas. El Colegio Jesús y María, conocido antiguamente como "Colegio del Museo" o "Las Carmelitas del Museo", fundado en 1867 por las Hermanas Carmelitas de la Caridad, se ubica aún en la Plaza de Santa Cruz -en el antiguo Palacio de los Vitoria- que, en el libro de Rosa Chacel, se llama Glorieta del Museo. Es curioso que en las memorias infantiles de la escritora la ciudad no gira en torno a la Plaza Mayor sino alrededor de la Glorieta del Museo. De todos modos, su paso por este colegio fue tan breve como su alergia a las niñas cursis y su desconfianza de los adultos. 

 Las observaciones psicológicas de la pequeña Rosa no son condescendientes con esos adultos hipócritas que se presentan a sí mismos como aurigas de su carro vital. Su rechazo a los elogios inmerecidos: "la noción del soborno y del deshonor se me hacían patentes en todo elogio inadecuado". La opinión ajena no puede desdeñarse, pero dice Chacel adulta intentado sentir como niña que no quería ser: "yo no era indiferente a la opinión ajena, pero la valoraba según mi opinión de ella. Es decir, que ciertas opiniones tenían para mí mucho valor y otras no tenían ninguno". El grado de sinceridad determinaba el valor de esas opiniones. Otra conducta que no admitía: "hay algo que nunca pude perdonar, ser engañada. Hay algo que nunca pude comprender, que se engañe a alguien con buena intención". Esa determinación de la voluntad, que se afirma en la primera página del libro, esa determinación de llegar a ser lo que se puede ser, como en Píndaro: "uno tiene su visión interior, y lo que uno toca dentro de sí mismo no es en realidad, lo que es, sino lo que podría ser". La decepción infantil es un golpe muy duro. "La decepción era para mí un golpe mortal de necesidad. La decepción era la traición de la realidad y, por tanto, su pérdida, su muerte. La decepción era la muerte vivida, la ausencia sin retorno posible". Y una decepción, sin duda, fue el colegio.

 "Llegó septiembre y entré en el colegio. Entré de buena gana; era un cambio de mi orden de vida, era dar un paso", como el cambio de casa de su abuela (paterna) a la calle del Obispo y el vestido de verano, "ya no enteramente negro" de la tía Eloísa. En la clase la implacable protagonista no hizo amistad con ninguna ñiña. Sólo recordaba a tres: "una era abominable", que "parecía bizca y no lo era"; otra "era preciosa... y se llamaba Leticia" (bello nombre hasta que fue emponzoñado por una arribista al trono de los Borbones, que da pie a Chacel a un juego con el "color de las vocales... por eso el nombre de Leticia me hacía imaginar las dos gotas de sangre que deja caer en la nieve una reina. Tampoco a ésta dirigí jamás la palabra"); y "había otra, Consuelito, que era bonitilla -un Murillo más- y con ésta hice un poco de amistad en el recreo... nos aburríamos tanto que se nos ocurrió ponernos a mirar al sol, a ver cuánto tiempo resistíamos sin pestañear. Yo no sé si parpadeé o no, pero no pude menos de echarle una ojeada y la encontré haciendo un esfuerzo tan ridículo para resistir que me dije: no, con ésta no hay nada que hacer". 
 Añade Chacel que en "Memorias de Leticia Valle", cuarenta años después, esbozó el recuerdo de este colegio. 

 La noche de Reyes, narrada con amor por la autora pucelana, "también se celebraba en casa de mi abuela porque ella decía que no quería perderse el espectáculo de mi alegría... Después de cenar, mi padre y mi tío Mariano salían a ver si los veían venir. Al poco tiempo llamaban a los cristales y decían: ¡Ya están ahí! Se empezaba a oír trompetas y voces; mi madre me retenía, diciendo que a los Reyes no les gusta que los niños salgan a verles. Mi tía Eloísa abría el balcón y se precipitaban por él todas las cosas deseadas...
 Los juguetes eran los que yo había señalado en casa de Guillén o de Molinero y la presentación entre papeles dorados, lazos, nieve artificial, los realzaba fascinadoramente...
 Aquel año entraron por el balcón un piano y un zotropo, entre un montón de otras pequeñeces. Mi alegría colmó las esperanzas de mi abuela... Nunca pedí nada abiertamente: tenía conciencia de la pobreza de mis padres; sabía que el dinero estaba íntimamente relacionado con el sufrimiento. Pero también sabía que mis padres hacían milagros...
 Tal vez resultase deslumbrante mi alegría porque generalmente yo no era alegre; no era inquieta ni traviesa: era seria y juiciosa. De pronto mi alegría estallaba al tocar tierra, es decir, al alcanzar un deseo que llevaba tiempo sofocado, porque mi seriedad y mi juicio habituales eran el efecto de mi continuo considerar a los otros. A mi alrededor nadie era feliz, ni siquiera mis padres, que tenían rachas de buen humor, pero también tenían rachas de cólera, de angustia, de preocupación, Y yo tampoco lo era sin saber por qué: tal vez porque no lo eran ellos".

CONTINUARÁ...

Francisco Huertas Hernández
20 de abril de 2025

sábado, 19 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Autobiografía e Infancia. ¿Recordar, imaginar, inventar? Francisco Huertas Hernández - 1ª parte

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Autobiografía e Infancia. ¿Recordar, imaginar, inventar?
Primera Parte
Francisco Huertas Hernández

Francisco Chacel, Rosa Cruz Arimón y la niña Rosa Chacel.
Probablemente el día del bautizo de la futura escritora.
Valladolid. Agosto 1898.
Foto del libro "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel" de Anna Caballé. Taurus. Barcelona. 2025


 "Desde el amanecer", publicado en 1972, es el único libro autobiográfico propiamente dicho de la escritora vallisoletana Rosa Chacel Arimón (1898-1994). La autora no quiso más que contar sus primeros diez años de vida, la mayor parte en su ciudad natal. La continuación ya no es memorialística sino ficcional: "Barrio de Maravillas" (1976), partiendo del escenario madrileño en el que termina "Desde el amanecer"

 He de decir que para mí la lectura de libros es doble fuente de placer y conocimiento, siendo la belleza lo que los une. Llamo "clásico" a aquella obra que permanece a través del tiempo, porque no solamente entretiene, sino que entusiasma haciendo más sabio al lector. Y Rosa Chacel es "clásica" porque, a pesar de ciertos graves defectos de su escritura, ésta tiene la belleza, profundidad, verdad y misterio que requiere todo "clásico".

 "Desde el amanecer" no tiene un título muy original. Fue acabada en Rio de Janeiro en 1968, en su apartamento de la Avenida Copacabana 1269, en el Edificio Satélite. Chacel detestaba la infancia, por eso quiso re-crear de modo hiperintelectualizado sus diez primeros años de vida. Una niña -hija única, entre la muerte prematura de su hermano en Valladolid en 1901, y el nacimiento de su hermana Blanca (a la que dedica este libro: "a mi hermana, que llegó después del primer acto") en Madrid en 1914- observadora, arisca, orgullosa y ensimismada, que, por educación familiar, aprendió a amar la literatura. La sombra protectora de su tío abuelo, el famosísimo autor de "Don Juan Tenorio", José Zorrilla y Moral (1817-1893) estuvo presente en toda su infancia.

 "El río del recuerdo / va del mar a la fuente", es la cita errada de Unamuno usada por Rosa Chacel, procede de "Niebla" (1914) y dice exactamente esto: "El río subterráneo va del mar a la fuente". Esta paramnesia literaria, involuntaria, es muy reveladora de la imposibilidad de evocar recuerdos lejanos sin modificarlos. La escritura de una autobiografía es siempre una fabulación, una novela del yo

 La primera página de la obra es extraña y enrevesada: "Empiezo por confesar mi orgullo más pueril, el de haber nacido en el 98. Aunque ese adjetivo, pueril, es, por mi parte, demasiada precaución. Prefiero decir, simplemente, mi orgullo, que puede parecer pueril. A mí no me lo parece, en mi auténtico fondo, porque yo rechazo estos tópicos vigentes en nuestros días, tales como "Me trajeron al mundo sin consultarme". "Yo no tengo la culpa de haber nacido", etc. Todo esto me es ajeno. Yo tengo la culpa -si esto es culpa, y hace tiempo dijimos que es delito- de haber nacido porque siento el principio de mi vida como voluntad. Ganas me dan de decir: si yo no hubiera querido, nadie habría podido hacerme nacer". En la entrevista que la novelista dio a Joaquín Soler Serrano en "A Fondo", programa de Televisión Española, el 25 de abril de 1976, explicó, comparándose con Miguel Delibes: "yo nunca soy sencilla, soy enrevesada. Delibes dijo: mis elementos, mis materiales de trabajo, son: un hombre, un amor, un paisaje, y, entonces dije, caramba, yo también, eso es, pero yo no lo había formulado así. Ahora si hago un examen de lo que fue mi literatura, resulta que eso es". Con estos conceptos pueden comprenderse estas memorias sobre la infancia, esencialmente anti-infantiles: una niña (que aborrece serlo), un amor (la literatura) y un paisaje (Valladolid, Rodilana, Madrid). Al ser Rosa Chacel una persona rebelde, el amor encierra amargura, el paisaje, desolación, y el ser humano, una tensión entre deseo y acomodación social, difícil de soportar, a no ser que se sea una voluntad indomable, como la suya.

 Las primeras páginas funden recuerdos confusos de sus antepasados como si le pertenecieran a ella, en un sujeto filogenético, un "kollektives Unbewusstes" (inconsciente colectivo) jungiano. El artificio de una narración de hechos objetivos de los primeros tiempos de la vida de una persona puede ser un recurso emocional, algo así como "no se vayan, lectores, que esto que les voy a contar es la vida de verdad, la mía, no la de unos personajes inventados, ajenos a sus vidas". Chacel escribe: "me he propuesto al anotar estos recuerdos no juzgarlos... Para esto tengo que hacerlos presentes, simplemente, como fueron. Puede parecer, sin embargo, que lo relatado en un principio está ya sometido a una elaboración, pero no es así... Por esto empecé quince o veinte años antes de mi nacimiento, para hablar de cosas en las que no cuenta mi opinión, sino mi ser: lo que estaba en mí antes de tener opinión alguna. Es decir, que si ahora me pongo a buscar mi recuerdo más lejano, consigo vivir un día, en el segundo año de mi vida, en que me herí en una mano". El memorialista busca racionalizar, aclarar, el magma informe de acontecimientos semiconscientes, relatos sobre su vida escuchados a sus padres y familiares, y ensoñaciones en las que lo sucedido fue y no fue, pero debió haber sido, y por tanto, es recordado. Somos seres de palabras, sin las que la memoria no es más que una sensación impotente y dispersa. Nuestra potencia es la comunicación. A diferencia de los animales, cuya potencia es el instinto. Nuestro orden es el lenguaje. Cuidadores de una potencia ordenada que conforma nuestra vida comunicada a los otros, por disponer de esas palabras que nos cedieron nuestros padres.

 "En cambio, de otras muchas cosas que me contaron como hechos de mi vida no conservo clara la vivencia, aunque una de ellas es sumamente importante: mi padre me hizo hablar a los cinco meses. No me enseñó, me hizo hablar mediante una presión continua, insistente, implacable", y cuenta la historia de la foto en la pared en la que aparecía la familia, y el dedo del padre señalando y repitiendo las palabras mágicas: "papá, mamá, nena", durante más de dos meses, cuatro o cinco veces al día. Aunque la autora, siempre a contracorriente, dice que "lo que hizo, sin saber... fue enseñarme a mirar. Me hizo mirar... estableció un itsmo o un cable conductor con mi brazo extendido hasta la imagen". Hablar es mirar y prorrumpir en sonidos lo que la vista celebra. La celebración de un yo que abarca el mundo, primero visualmente, luego sónicamente. "Quería remontarme hasta aquel momento... en que... yo era yo, tal cual soy: tal como seré siempre, mientras sea". Esta exaltación de la conciencia, o la autoconciencia, es previa a un cogito cartesiano: es una vivencia pre-racional, donde uno se sabe ya ser. ¿Cómo puede escribirse sino es desde el yo unificado por la memoria construida por las palabras? Recordar es contar. En Chacel, las palabras, que, en ocasiones, siendo precisas en la descripción de los pliegues de la realidad, no lo son en la explicación de las sensaciones o pensamientos, surgen también de su potente deseo: su apetito formidable siendo bebé. Y sus sueños, que reconstruye con una claridad impropia del embarullado mundo onírico. Siempre me he preguntado cómo pueden relatar con tanta precisión de detalles los sueños esas personas que, sin embargo, no son capaces de escribir relatos o guiones de cine. Los inventan, sin saberlo. Conforme avanza esta autobiografía chaceliana, en la que jamás dice que está escribiéndola en Brasil, ¡casi sesenta años después!, el lector descubre que los hechos son secundarios, magistralmente narrados, eso sí. Chacel es una escitora extraordinaria, pero tiene una tendencia incontrolable a la divagación intelectual, a la racionalización de sentimientos apenas perceptibles. 

 Hay bastante sinceridad en la ardua rememoración de la breve existencia y muerte de su hermano cuando ella tenía tres años. También es imborrable un episodio de celos del padre demostrando a sus murmuradoras, feas y envidiosas hermanas (Casilda, Carmen, Eloísa) que su mujer no se maquillaba, restregándole un pañal del bebé por el rostro. La madre de Rosa era muy joven, y se casó embarazada, cosa que nunca se perdonó en la familia de Paco. Tampoco se olvidaba al recién nacido: las visitas al cementerio, donde se rezaba al hermanito y a Zorrilla, "enterrado en el panteón de hombres ilustres". La escritora analiza con un distanciamiento notable el carácter de su familia, aunque la ciudad, y, muy especialmente, su calle Núñez de Arce, se convierte en un personaje principal. El entresuelo de la calle Núñez de Arce donde vivió la narradora hasta los diez años, tenía únicamente un balcón, y algo novedoso: un WC y luz eléctrica. 
 Para los que conocemos Valladolid nos resultará extraño el leer acerca de la "glorieta del Museo" -al final de Núñez de Arce- donde hoy está el Rectorado de la Universidad, en la Plaza de Santa Cruz, o una iglesia ya desaparecida, San Esteban, pero así es la historia: se lleva edificios -la casa natal de la escritora en la calle Teresa Gil desapareció-, ciudades y hasta imperios, aunque la escritura permanece cuando de esos lugares ya no queda rastro físico.

 La niña recibió educación en casa, a cargo de la madre, Rosa Cruz, que era maestra. Debido a su frágil salud no fue a la escuela: "cuando mi madre me creyó suficientemente preparada o, acaso, cuando vio que yo me abandonaba al deleite de escuchar y no me esforzaba en leer, pudiendo hacerlo, decidió obligarme a estudiar sola una hora todas las mañanas. Me encerraba en el comedor y sentada en mi silla alta, a la camilla, estudiaba a veces. Bueno, estudiaba siempre, pero no siempre en los libros. Estudiaba, por ejemplo, cómo moría una mosca pegada al cristal de la ventana".

 Las cuitas religiosas contadas por Chacel nos son algo lejanas ya. No transmite mucha fe, aunque esa vida religiosa "libre y secreta no me fue impuesta jamás". La tía Eloísa adquiere una presencia relevante en las primeras páginas, con su enorme fantasía. Valladolid era la ciudad de la familia paterna, la materna estaba en Madrid. Y por el páramo de San Isidro paseaban, deteniéndose en la Fuente de la Salud, donde tuvo lugar un episodio de envidia, protagonizado por una niñita llamada Carmencita, familiar de Rosa. El descubrimiento de esta pasión por parte de la escritora como una "enfermedad atroz" al ver a Carmencita "revolcándose en el suelo pataleando" llorando, tras ver a la prima Rosa besando a su padre. Unos celos incontenibles, propios de la infancia, cuando llega a desearse la muerte del hermanito recién nacido, como explica Sigmund Freud en "La interpretación de los sueños". Y los celos no menguan en la edad adulta, y así el padre de la novelista, es descrito como un Otelo provinciano: "los celos de mi padre no eran un secreto para nadie; se decía que él era muy celoso como se decía que era muy delgado. Nadie, ni él mismo, creyó nunca que sus celos tuviesen fundamento... Los celos de él no tenían carácter de enajenación ni de debilidad: eran -esto no es lo que yo entonces pensaba, sino lo que ahora afrmo- como una especie de necesidad de actividad psíquica. Eran como una lucha, como un desafío a la mortecina cotidianidad. El sentimiento de enajenación me lo inspiraba más mi madre, que quedaba apabullada ante su violencia, que no sabía hacerle frente y se desahogaba rompiendo un objeto inerte, como si patalease en su impotencia para responder".

 "Yo juzgaba a mis padres implacablemente, constantemente: mis padres eran lo único que yo con constancia... No quiero decir con esto que sólo a ellos les prestase atención y no a los libros, sino que a ellos les estudiaba con una técnica superior". Ya sabemos los tópicos literarios ridículos del entomólogo y el escalpelo, que, no usa, afortunadamente, la novelista pucelana. Fijar la atención retrospectivamente, o, mejor dicho, tomar imágenes antiguas y darles un sentido completo con los conocimientos del presente. Los padres llegan a la vida del niño como dioses, pero, inevitablemente, acaban por revelarse como dioses de barro. El culto a los padres es un sentimiento atávico que choca con la observación minuciosa de sus defectos como personas demediadas. La mitad de los padres es un ideal de protección y amor, y la otra mitad es una realidad de abandono y egoísmo. Rosa Chacel es neutral con sus progenitores: en ellos hubo cuidado y enseñanza, pero también frustraciones. Al principio de este relato reconstruido de su niñez, la autora ensalza a la madre, la madre en Pucela, muy distinta de la posterior humillada madre en Madrid: "yo sabía que mi madre era perfecta; tenía todas las habilidades, sabía de todo: era tal como yo quería ser, tal como debía ser". Y por contraste, aunque no sea una imagen muy justa: "mi padre era inaguantable, violento, disparatado; tal como yo era: reconciéndole también ciertos valores, que también me reconocía a mí misma. De modo que seguir las huellas de mi padre era para mí lo fácil; seguir las de mi madre era lo difícil". Hay contradicciones en el relato, no sólo de los progenitores, sino de la misma protagonista. Pero, eso es la vida. La misma mujer sensible y alegre que canta zarzuelas y enseña a la niña sagaz es la masoquista y servil esposa de un hombre celotípico, y que, se rebajara definitivamente cuando en casa de su madre renuncie a su dignidad. 

 La música fue una de las pasiones chacelianas. Y todo viene de esa niñez en la que la música nos alimenta sin darnos cuenta: "yo no sé por qué me fue tan imposible la música como disciplina, cuando las canciones fueron para mí la historia universal. No, el universo: la voz del universo. Todos los climas, todas las pasiones y todos los tormentos se me habían revelado en las canciones de mi madre. Canciones de cuna española, danzones y habaneras americanos; la ópera italiana, en total; las zarzuelas en boga... todo lo cantable. Lo que se cantaba en el teatro, lo que se cantaba en el campo, las romanzas que cantaban las señoritas en los salones, las coplas que se oían por el patio a las criadas: todo lo cantaba mi madre". Es éste un hermosísimo pasaje que muestra a la perfección la grandeza literaria de Rosa Chacel, y la verdad de sus recuerdos melómanos.

 La relación entre las "frecuentes indisposiciones" de la chica y "las aventuras artísticas" de sus padres constituyen un momento maravilloso del libro. Cuando la muchacha de endeble salud por el clima de Valladolid permanecía en reposo su padre escribía zarzuelas, musicalizadas por su tía Julieta y cantadas por su madre y sus amigas, ante la chica encamada. Un fogonazo, un presentimiento -"¡Ah, esto es aquello...!"- de lo que vendría después: ese "amor abismal, corporal, hacia el espíritu", en el que la lectura posterior de Baudelaire ya se vislumbraba en esas imágenes toscas de las funciones domésticas. Los dramas de Zorrilla -"El puñal del godo"- que pasaban íntegros por la alcoba de la cría, con sus ripios y su melodramatismo de cartón piedra, extasiaban a la pequeña Rosa. 

 Los horribles sueños de la protagonista son descritos con profusión de detalles, sin duda inventados, pero ciertas afirmaciones sentenciosas se imponen: "Y como sólo se encuentra lo que se busca, cuando se me interponía lo no buscado, lo apartaba con repugnancia: no lo encontraba. Porque lo que yo buscaba era lo sublime... Yo buscaba lo sublime, vivía en expectación de la apoteosis y la obtenía con frecuencia". ¿Cómo podía cumplirse un destino, ser creador, sin estar arrebatado por lo sublime? Una palabra que introdujo Edmund Burke (1729-1797) en su "A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful" de 1757, para diferenciarlo de lo bello, que es armonía y placentero, lo sublime es terrorífico y nos subyuga. El miedo a lo infinito o a la muerte dan lugar a ese sentimiento de lo sublime. Immanuel Kant usó el término, aunque lo depuró de su contenido empírico. Dicho en román paladino: la niña Rosa era perversa pues hallaba un sentimiento de plenitud en lo terrible e inarmónico, que se presentía tras la cotidianidad tranquila o triste. 

 El Teatro Calderón, la romería de la Virgen de la Victoria, Las Moreras, el Puente Mayor sobre "el agua densa del Pisuerga", el Canal de Castilla, la Cuesta de la Maruquesa, las campanas de San Esteban, el Cerro de San Cristobal... cuántos emplazamientos vallisoletanos por los que transitaba la protagonista con sus padres, tías... 

 La celebración de Navidad está pintada con vivos colores -o mejor: olores-: "Las Navidades eran para mí como un fenómeno atmosférico: una precipitación cósmica de olores. Olores que destacaban sobre la nieve, por contraste, embelleciéndola... Los olores mismos de las especias que se escapaban de las salchicherías, densos, grasos, olor a ajo, pimentón y cominos, se depuraban, se sublimaban entre la nieve, se prendían a ella como flores... Esta exaltación de los sentidos, no sólo olores: cánticos, villancicos, nacimientos... Esta larga sinfonía, con sus múltiples tiempos, duraba varios días y culminaba en las dos noches: en las dos cenas. En la primera, después del cardo y el besugo, había un silencio de espera hasta que sonaban las campanas de San Esteban... La cena siguiente, la del pavo, era sencillamente orgiástica. ¿Cómo y por dónde recibí yo el mensaje o descubrí el secreto de la orgía? No sé, no lo sospecho porque entre todos los allí reunidos no había ni alegría ni unión. Tal vez sólo mis padres tenían una idea de lo que es la alegría. Creo que no tenían más que la idea, pero ésa sí la conocían... El caso es que yo exultaba: yo me embriagaba, en uno por mil de Cariñena, en un cien por cien de leyenda. Yo me zambullía en todo lo que había allí, en lo que estaba presente: las cosas exquisitas, los turrones, los vinos, pero no sólo en eso. Yo me embriagaba de la Navidad, de la Natividad de Cristo que, para mí, era la glorificación -la apoteosis- del hijo y la madre; la aparición del hijo, también como una flor caída en la nieve... No voy a decir que yo pensase estas cosas, pero sí aseguro que todo esto era lo que me llenaba hasta rebosar. Yo me embriagaba ante el nacimiento, en una celebración loca del nacer". ¿Qué decir de este fragmento de altísima literatura poética, hedonista, mística, religiosa, familiar, evocadora, todo a un tiempo? Los miserables que ponen en duda la valía artística de Rosa Chacel por sus dificultades para narrar linealmente historias y contener sus impulsos intelectualoides de corte orteguiano, de Nouveau Roman, joyceanos, ¿no han leído estos pasajes?

 Elena Santonja (1932-2016) leyó este fragmento gastronómico en su emisión de TVE "Con las manos en la masa" en 1984, cuando la escritora acudió a preparar un plato de estofado de liebre, a sus ochenta y tantos años. ¿Qué decir de aquellos programas de televisión en donde, cocinando, se hablaba de literatura y de pintura? Aquella época en que una presentadora de espacio culinario, también pintora y actriz, era bisniesta del pintor Eduardo Rosales, esposa del director de cine Jaime de Armiñán, y hermana de Mari Carmen Santonja, del dúo musical Vainica Doble.

CONTINUARÁ...

Francisco Huertas Hernández
19 de abril de 2025