Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Dibujos, esculturas, zarzuelas y días finales en Valladolid.
Reflexiones sobre la muerte, la belleza y los padres.
Quinta Parte. Francisco Huertas Hernández
Rosa Chacel de joven junto a unos bustos escultóricos
Un eclipse, un tiroteo, unas películas en el Cine Pradera, gentes varias de Pucela, forasteros de paso, la familia y sus cuitas... así transcurría la vida de la niña atenta a un mundo en transformación: autos, luz eléctrica, cine...
Alguna meditación sobre la muerte ("La idea de la muerte de todo, es decir, de la muerte de la vida porque la vida no era sólo lo que era, sino lo que iba a seguir siendo, todas las cosas del mundo que seguirían dando flores, máquinas ciudades. Todo aquello que yo sabía que dejaría en el mundo cuando me muriese, puesto que sabía que tenía que morirme... ¡Podía morir el mundo, mi mundo, el que yo dejaría aquí para que viviese!... Cuando pensaba en esto no podái ni llorar: no podía tampoco respirar y sentía que sólo de pensar en ello podía morirme. Estas cavilaciones duraban horas, sentada en mi silla baja, junto a la estantería"), el poco fructífero estudio en casa ("A la vuelta de Rodilana recomencé mi estudio sentada a la camilla... Claro está que cuando mi madre entraba, creyendo que iba a encontrarme estudiando y me encontraba enfracada en un cuaderno o, algunas veces, enfrascada sin frasco, es decir, absorta en nada visible, en pura ensoñación, se ponía furiosa. Ya me había advetido que este año, puesto que mi salud era magnífica y puesto que, sin embargo, no iba a volver al colegio, el estudio tendría que empezar en serio, y sí, lo era. En realidad, siempre lo había sido: o serio o inútil. Si penetraba en el libro, si lo que se decía en él tenía para mí algo de vida, lo estudiaba a fondo, con pasión, como para no olvidarlo jamás, pero si me resultaba árido o falto de seducción, entonces era inútil que pasase los ojos por las páginas: las palabras eran mudas"). Esas palabras mudas de los libros son la incapacidad del encuentro entre el horizonte de expectativas de la obra y el horizonte de experiencias que el lector puede proyectar en ella para apropiarse de su contenido, es decir, convertir palabras en vida, vida como verdad y belleza. La prosa meditativa y proustiana de Rosa Chacel es un permanente paseo por la corriente de conciencia reconstruida. A la conciencia se presentan lo supraconsciente (Dios), lo consciente compartido colectivamente (sociedad), lo consciente sentido como dolor y placer (cuerpo, naturaleza) y lo consciente ensimismado o autoconciencia (yo, alma), en donde todo se reúne y enlaza, como diría Immanuel Kant.
Los padres de la pequeña la enseñaron a dibujar para prevenir las enfermedades invernales, "un medio de tenerme sentada la mayor parte del tiempo". Esos lapices, acuarelas y papel eran medios, pero el padre era el guía que "me decía cómo tienen que ser las cosas -cuando dibujaba perfiles" que intentaban ser retratos de las personas cercanas, faltos de técnica.
El Museo cercano, el de la Glorieta, era en 1905 el Museo Provincial de Antigüedades, creado en 1879, e integrado en el Museo de Bellas Artes, sito en el Colegio de Santa Cruz, cuya plaza era denominada Glorieta. En 1940 pasó a ser Museo Arqueológico y en 1968 se trasladó al Palacio de Fabio Nelli. La niña empezó a sentir fascinación por los cuadros de iglesias y Museo. No es que los mirase, porque "no era precisamente mirarlos lo que hacía, sino vivirlos: echarme a vivir por ellos". Las reproducciones de cuadros célebres en revistas ilustradas y librillos de papel de fumar, del tamaño de una tarjeta postal, de papel satinado, fueron la puerta de entrada en el reino de las Bellas Artes. "En nuestra misma casa vivía un pintor; era un señor mucho mayor que mi padre, profesor de la Escuela de Artes y Oficios, que estaba en el edificio mismo del Museo. Por suerte, aquel señor era una de las pocas personas a quienes mis padres daban los buenos días". El camino de Chacel está entreabriéndose, aunque su destino no fue la escultura o el dibujo sino la literatura. Sin citar a Heidegger de pronto encontramos un párrafo del filósofo alemán en "Desde el amanecer": "Necesitamos hacer patente ante todo lo que la obra de arte tiene de cosa. Para ello es preciso que sepamos con suficiente claridad lo que es cosa", para expresar la "perplejidad perceptiva en que me sumían los útiles de dibujo". La detallada descripción del papel Marquilla (papel de tina, grueso, lustroso y muy blanco, usado para dibujar) "mórbido, aterciopelado, fácilmente vulnerable", "el carboncillo en su cajita de cartón, emitiendo un sonido, un ruidito de roce o entrechoque cristalino de cosa frágil, ingrave, polvorienta; el trapito blanco para borrar sus trazos levísimos que no admitirían el contacto de la goma", "la goma gorda, blanda para el lápiz compuesto; los difuminos y el lápiz negro de humo". "Todas estas cosas ¿eran cosas? Sí, por supuesto, cada una de ellas era una cosa, pero todas ellas juntas ya eran algo más. Algo se cernía sobre ellas o algo que emanaba de ellas: lo uno y lo otro.Yo escuchaba su concierto porque eso es lo que eran, voces armonizadas. Cada una iba a decirme lo que le incumbía y el resultado de su conjunto no sería una cosa más, ni siquiera sería un dibujo -cosa u obra-: sería un verbo, dibujar. El misterio estaba allí, el hechizo, más bien. Yo esperaba que del mandato de aquellas cosas brotase en mí una virtud que me hiciese capaz de dibujar". Este detenerse en los objetos, este reabsorberse en ellos para alcanzar la totalidad del proceso en el que el ser-ahí de la niña se funde con el acto del dibujar es totalmente heideggeriano. La lucha con los útiles de trabajo, con la limitación técnica, con la plasmación de lo visto en lo ejecutado, es descrita prolijamente. El pathos agónico es constante: los otros ahora ya no son el objeto de lucha, sino la técnica y las herramientas para desplegarla. "No logro revivir aquel autopugilato... por ser lucha sin armas, cuerpo a cuerpo... el acto -dibujar...- se irradió hacia... Tal vez fuese un ciclo que tendiera a cerrarse... La lámina estaba delante de mí, yo recibía su imagen, la comprendía -¡hasta que extremo de análisis y delectación!- y trataba de repetirla...".
Y el rechazo a los elogios si no correspondían a lo hecho. "Primero tenía que ser el hecho y luego el elogio. Si se invertía este orden, el elogio me repugnaba, me ofendía como un verdadero atentado a mi honor. Mi honor consistía en mi relación con la verdad". Chacel, de cuando en cuando, consigue una precisión filosófica sorprendente.
Monsieur Blanadé y su hermana llegaron a Valladolid, mucho antes que Renault, y se convirtieron en visitantes de la casa, para conversar en francés. No sólo vinieron ellos, trajeron sus libros con espléndidos grabados, que despertaron la imaginación plástica y el entusiasmo de la pequeña dibujante. Esas láminas revelaban la trascendencia propia de la contemplación estética: "era una emoción tal vez más elevada que la de la belleza... Elevada, esto es, llena de sagrado. Lo sagrado de la belleza no quedaba ante esto en un grado inferior... Lo sagrado de la belleza era reposo, seguridad, eternidad. Lo sagrado de estas láminas... era un cierto temor". Søren Kierkegaard escribió "Temor y Temblor" (Frygt og Bæven) en 1843, y fue uno de los filósofos favoritos de Rosa Chacel. Kierkegaard ejerció su influjo en Unamuno, que aprendió danés para leerle. Ese temor es la reverencia de la criatura finita ante el poder infinito de lo sagrado, lejano e incomprensible. Chacel sigue reflexionando sobre la belleza: "La contemplación de estos cuadros... se oponía a la de la estética. No se oponía, se contrapesaba y la balanza quedaba en el fiel. Lo que ante la belleza era reposante, ante la simple vida era palpitante. Lo que en una era seguro, en otra era azaroso. Lo que en una era eterno, en otra era mortal. Lo sagrado -estoy hablando aquí y ahora: jamás pensé uno de estos términos cuando vivía, hasta quedar sin aliento, estas emociones-, lo sagrado se cernía sobre estas escenas como en un rapto de piedad. En fin, el caso es que M. y Mme. Blanadé trajeron a mi casa todo aquel mundo. También hélas! trataron de enseñarme el francés". Es curiosa esta imbricación de una lengua extranjera, lo sagrado del arte y la irrupción de lo nuevo y lejano en la provinciana vida de Valladolid. El arte es un viaje en el tiempo y en el espacio: la propia obra de arte es un espacio independiente del espacio en el que se coloca (cuadro en museo). Esas láminas evicaban esos espacios que están más allá del espacio, la infinitud. Y esos tiempos más allá del tiempo, la eternidad. Esto es lo sagrado, y el arte pertenece a esa dimensión, si trascendemos su contexto mortal. ¡Qué pena aquellas personas que sólo acceden a la inmanencia del arte: su técnica, su vínculo con biografías y épocas históricas! ¡Son incapaces de sentir el temor y el temblor de la trascendencia a la que todo arte verdadero apunta!
Dibujar era para Rosa Chacel esa puerta hacia la trascendencia. Pero su autoexigencia y su honestidad la impedían sentirse satisfecha con los resultados.
Un hecho histórico se hace intrahistórico: el 31 de mayo de 1906, teniendo la autora casi ocho años, un atentado anarquista en la boda del rey Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg acabó con la vida, no de los pútridos monarcas sino con Elisa, la mujer de Bernabé, en Rodilana, en cuya casa veranearon. "Al otro día llegó a Rodilana el telegrama diciendo que Elisa, entre la multitud, había caído congestionada y estaba en el hospital... ¡Aquella Elisa tan guapa, tan llena de vida!".
"Una compañía de zarzuela llegó en el otoño" y la protagonista fue llevada al teatro. En esos días la zarzuela era la música del pueblo, la música de moda, y no se veía como música clásica, a la manera de las óperas de Wagner. Los argumentos no tenían la menor importancia, pero sus canciones quedaron grabadas en la memoria de la escritora. Chacel siempre se recrea en las estrofas absurdas de esas zarzuelas, que fueron su educación sentimental. A falta de pentagrama y notación musical la novelista usa la tipografía cual poesía visual para ilustrar estas escalas ascendentes. "Quo vadis?" de Ruperto Chapí, con libreto de Sinesio Delgado, estrenada en 1901, una "zarzuela de magia disparatada", era esa obra vista en un teatro pucelano, sobre "un cesante hambriento que encuentra un panecillo en un banco, y cuando va a comérselo oye una voz extrahumana que le dice: "¡No lo muerdas!"". Una fantasía oriental sigue este talismán que le hace retroceder en tiempo y espacio al pobre protagonista. El entretenimiento de las masas era siempre motivo de reflexión para el alma meditativa de la niña.
"Desde el amanecer" es una autobiografía singular: el recuerdo es un material disperso, ordenado lingüísticamente, y dispuesto para establecer un diálogo con el tiempo: "Es infinitamente difícil, por no decir imposible, mirar desde aquí aquel comienzo de la vida sin que el espesor del tiempo se interponga como un cristalde determinados tonos, alterando con su irisación la imagen justa. Además de ser difícil, la divagación penosa para conseguirlo ocupa un lugar y queda empantanada entre una idea y otra, obligando a un rodeo larguísimo para dar vuelta atrás".
Las madres y los padres son la mayor carga con la que habremos de lidiar el resto de nuestras vidas. Ser maduro es romper con esa dependencia de los padres, y esto raramente se consigue sin el auxilio de crear otra familia, a la que transmitir las taras adquiridas. Nuestros hijos son nuestra venganza contra nuestros padres. La idealización de los propios padres, inevitable por otro lado, es tan perniciosa como la adoración de los hijos. Nuestros padres eran tan bastardos como nuestros hijos, porque son humanos. Sé que cuesta ver a la madre que nos daba el pecho y al bebé que salió de nuestras entrañas como egoístas, desalmados y míseros mortales, pero lo son. Leamos a Rosa Chacel, que nunca fue circunspecta al hablar de sus allegados: "Mi padre odiaba el trabajo. Más que odiarlo, lo rechazaba en forma satánica. Se había dicho en el principio de su vida, ¡No trabajaré!. Enjauladas en esta decisión, sus facultades creadoras languidecían y buscaban escape. De cuando en cuando encontraba pequeños, triviales o arbitrarios -ante todo, superfluos- quehaceres a los que se entregaba con dedicación ciega. ¿Se puede llamar a esto pasión? Sí, sin duda: varias características de la pasión informaban aquellas chifladuras... Si alguien le distraía o le tocaba sus utensilios, era devorado por cuatro fauces blasfemantes... La pasión en mi madre era muy otra cosa. No podría decir que mi madre tuviera una pasión ni que fuera de carácter apasionado, pero había momentos en que su habitual mansedumbre estallaba en un arranque de ceguedad pasional. Y lo grave era que aquellos arranques solía provocarlos yo. Pero no porque el amor de mi madre por mí fuera un amor apasionado... Las reacciones pasionales de mi madre explotaban contra mí porque conmigo chocaba a veces la vena más caudalosa y mejor encauzada de su voluntad. Mi madre aspiraba a realizar en mí todo lo que en ella había sido resignado. Su carácter no era complejo, era dual; es decir, que constaba de dos elementos simples y bien definidos. Su infancia antillana y su adolescencia rodeada de hermanas jóvenes, entre danzones y habaneras, la había facultado para una vida social, con el modesto y placentero brillo de los residuos coloniales; de donde podía haber surgido como diva. Tenía voz y físico para ello... Al casarse, a los diecinueve años, los dos colores quedaron limitados a lo ornamental pasivo, pero mi nacimiento abrió para ellos un nuevo cauce de posibilidad. El resultado fue mediocre en el aprendizaje de la música, pésimo o nulo en el del baile, a pesar de tener un oído excelente y una memoria auditiva extraordinaria. Fracaso irritante para mi madre porque veía que mi ineptitud era más bien falta de inclinación a todo aquello y entonces venían las reconvenciones y amonestaciones: -¿Qué vas a hacer en sociedad si no bailas, ni tocas el piano, ni sabes nada que pueda hacer agradable tu compañía? A esto yo contestaba con la mayor indiferencia: -Pues, no sé, ya veremos. Y en casos como éste mi madre contenía su furor o lo disparaba en una frase profética, con la que esperaba amedrentarme: -¡Te vas crear un tipo!... Yo no me amedrentaba... En ese otro sector no podía inculparme de indiferencia, pero sí de pereza y hasta de torpeza. Cuando llegaba a esta grave constatación era cuando disparaba su otra frase: -¡Eres una nulidad, una nulidad!... Ésta me hería más porque sonaba a mulidad, cualidad indefinible, pero ofensiva. Sólo que esta frase explotaba generalmente al revisar mis cuentas y corregir los innumerables errores. Otras veces no había cuentas ni errores: lo que había era que no había detenido mi mente sobre los libros ni medio minuto; sencillamente, que no los había abierto. En estas ocasiones -no eran frecuentes,pero recuerdo con toda claridad unas cuantas- era cuando mi madre perdía los estribos; era cuando la cólera y la decepción que le causaba mi conducta sólo habría podido desahogarse dándome de cachetes. Pero no era su reacción: era otra mucho más impresionante. Se levantaba de la mesa, me reconvenía o me insultaba, pero el furor le cortaba la palabra y se echaba a llorar. Andaba de un lado para otro de la habitación, sollozando, y cuando ya no podía contenerse daba con la cabeza contra la pared. Se daba golpes atroces, agarrándose del pelo y golpeando su cabeza contra la pared como si fuese una cabeza ajena. A este espectáculo yo no respondía con el cinismo que aplicaba al otro: lloraba yo también con todas mis fuerzas y nada más. No recuerdo haber empleado nunca esas frases consoladoras, esas promesas de enmienda o demandas de perdón. No, yo en esos casos no decía nada; lloraba desesperadamente y todo terminaba así: las dos llorábamos abrazadas mucho rato y luego dejábamos de llorar".
Continuará...
Francisco Huertas Hernández
1 de mayo de 2025