viernes, 25 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Meditaciones y vivencias de una niña de Valladolid. Cuarta Parte. Francisco Huertas Hernández. Religión, moral, naturaleza, cine, teatro y personas pintorescas

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Meditaciones y vivencias de una niña de Valladolid. Religión, moral, naturaleza, cine, teatro y personas pintorescas.
 Cuarta Parte. Francisco Huertas Hernández





Teatro Cine Salón Pradera
Plaza Zorrilla. Campo Grande. Valladolid


 Rosa Chacel (1898-1994) fue una escritora española que cultivó desde su autodidactismo una novela introspectiva, cuyas tramas quedaban reducidas a ser complemento de las meditaciones de una conciencia ensimismada. La capacidad de observación de la autora tendía, por un lado, a una visión poética de lo real, en la que el misterio se forjaba en las mismas palabras, mimadas por la novelista. Por otra parte, esa prosa limpia y precisa se hacía confusa en la expresión de ideas, como si el ideal de clarté et distinction de René Descartes estuviera vedado a la narradora filósofa. La fascinación contradictoria de su escritura, esa tensión agónica entre belleza y claridad narrativa junto a una oscuridad y confusión autoreflexiva, está muy presente en la extraordinaria autobiografía "Desde el amanecer", publicada por Revista de Occidente en España en 1972, pero acabada de escribir en Rio de Janeiro en 1968, rememorando acontecimientos de su infancia desde antes de su nacimiento el 3 de junio de 1898 hasta su llegada a Madrid en 1908. 

 En la biografía de la creadora recién aparecida, "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel", Anna Caballé ha conseguido clarificar algunos recuerdos inexactos o literaturizados de estas memorias. ¿Puede un novelista ser veraz al escribir sobre su propia vida? 

 "Por mucho que tratasen en mi casa de evitar mi acercamiento a los puntos oscuros de la religión, no podían impedir que mi mente los escogiese con esmero y se los reservase para su matización solitaria", leemos en "Desde el amanecer", y lo más interesante es el choque de esa mente solitaria, pero incansable observadora de los que la rodeaban, con una monja en su breve estancia en el colegio: "-¿Qué hiciste ayer, domingo? Como llovió tanto ¿no irías de paseo?. Yo contesté: -No, Hermana Pura, estuve en casa toda la tarde, haciendo títeres con mi papá. - ¡Títeres! ¡Qué ocurrencia!, no debes hacer eso. La Virgen María no hacía títeres. Yo no sé lo que contesté, me escabullí para que la monja no viese el desprecio de mi mirada. Mi escándalo no tenía medida. Para mí, decir "la Virgen María no hacía títeres" era igual que decir "la Virgen María hacía títeres". Decirlo, largar esas palabras necias era blasfemia. Aquella monja quedó desde ese momento excomulgada de todo lo que fuese comunicable, reprobada de todo lo que yo venerase. Ella, y, en realidad, todo el colegio; allí, la religión era azul y rosa; lo que no era según mi madre me la enseñaba..." Un pasaje admirable, recreado con toda la experiencia posterior sin duda, pero, que ya contenía la desconfianza de la pequeña Rosa ante los lugares comunes y la mentecatez de la gente. Es difícil de creer que una niña de unos siete años se considerase por encima de una monja maestra, y, sin embargo, es coherente con la personalidad que se forjó desde casi su nacimiento.

 "Son ya muchas líneas las que voy invirtiendo en describir mis meditaciones que, claro está, eran esbozadas en mi cabeza de un modo elemental, pero que en sustancia eran así, tal como van descritas". La presencia del demonio era otra de esas dudas religiosas de Rosa Chacel chiquilla. Veamos esto: "Si yo fuese uno de los escritores que alguien lee -cosa que, evidentemente, no soy- esperaría que mis lectores hubieran encontrado en mi obra esta idea de la duda como castigo: la duda convertida en corroboración de la existencia de Dios porque tal tormento sólo es concebible infligido directamente al que lo merece. Esto, que está dilucidado en un libro de plena madurez, brotó en mi mente en el año de 1905, en los comienzos del año en que iba a alcanzar el uso de razón". Ese diálogo con los yoes de antaño que son el yo de hogaño,esa continuidad de la personalidad, es una característica de Chacel, muy en consonancia con la narrativa contemporánea indagadora del recuerdo: Proust, Joyce.

 "Sin la menor duda, la ley moral más imperiosa que mi madre me había inculcado era la piedad y el respeto por los miserables. Por ejemplo, yo creía que la asistenta que venía a casa de mi abuela se llamaba realmente Perejila y un día la llamé por ese nombre. Mi madre me miró con una severidad desusada, me llevó a un rincón y me sermoneó largo rato sobre el cuidado extremo que hay que poner en no ofender jamás a un pobre o a un inferior". Curiosamente la familia de Rosa Chacel era más pobre que rica, aún así pertenecían a una clase educada. El hecho de que la escritora no fuese a la escuela y llegase a ser una de las novelistas más importantes del siglo XX en la literatura española atestigua esa formación recibida en casa por los padres, unida al talento natural, sin el que nada es posible.

 La conciencia de esa valía, o la intuición de esa fuerza creadora, estaba presente en esos primeros tiempos: "La realidad era yo en mi pequeñez, sin más arma que mi inteligencia, sin más capital... que mi voluntad y mi perspicacia, mi capacidad de juicio para buscar mi propio camino. Mi propio camino, con respecto a mis padres, no representaba independización, sino rectificación. Yo quería ser igual que mi madre, pero tal como yo creía que mi madre debía ser y podía ser. No frágil y femenina y llorosa, sino majestuosa, fuerte, intrépida. Y ella no había sido así nunca más que en las comedias de mi padre... Esto no era cazar leones en el Alto de San Isidro: era concebir algo que no es, sobre lo que es; es decir, llevar lo que es hasta ser más". Una reafirmación del carácter que expresa las lecturas de Friedrich Nietzsche, en su formulación de la "voluntad de poder": "Yo soy lo que debe superarse a sí mismo", dijo la vida a Zarathustra. "La vida no es un querer-subsistir sino un querer-crecer", escribió Nietzsche en un fragmento póstumo. 

 En esta corriente secreta de los sueños de la escritora, donde "el bien rezumaba o rebosaba de las fantasías eróticas porque todas ellas eran adoración. Siempre surgían de un rasgo que delataba lo óptimo, lo excelso" constituía el mundo ensimismado de la pequeña castellana en su cuarto en horas fecundas de la noche. "Ésta fue durante unos meses la vida secreta de mis sueños, de mis ensueños... y precisamente por entonces la realidad nos dio una sorpresa: llegaron forasteros... Venían de la Argentina y estaban en muy buena posición: él era un hombre de negocios. Tomaron en seguida un piso en nuestra calle, con un mirador en rotonda, desde donde se veía toda la Glorieta del Museo...
 De sus baúles salían cosas sorprendentes: la que más lo fue para mí, el mate". Juan Pinós y sus tres chicos, con su mujer, Tomasita, una sobrina de su abuela, no pararon mucho tiempo en una ciudad pequeña como Valladolid. El padre de la novelista les veía como un "ornitorrinco": "¡Qué tipo curioso! ¡Es un chiflado! Estos catalanes tienen la manía de trabajar". Rosa jugaba con sus lejanos primos, incluso surgieron amores infantiles. 

 Llegó el verano y la marcha a Rodilana, baño de materialidad, de naturaleza, que se imponía a los ensueños urbanos de una pieza oscura, "porque allí no hubo sueños ni meditaciones nocturnas. Rodilana no era más que mediodía, el Pipaire la playa de un mar de sol. Enfrente, las eras donde se trillaba y se aventaba el trigo. Allí era posible chapuzar en la paja y en los montones de grano; se podía hundir las manos en el trigo y comerlo a puñados, cosa que me encantaba. Me echaba un puñado a la boca y poco a poco iba triturándolo, grano por grano... El sabor, mezclado al olor de las mulas, a su transpiración, a sus deyecciones que andaban por allí... al polvillo de la paja triturada, que tenía también algo de tierra como si los tres reinos de la naturaleza se fundiesen o se ordeñasen formando una crema deliciosa...
 Lo que tenía de milagroso -de mágico- aquella realidad era que toda fantasía quedaba abolida". Esos tres meses de junio a agosto "culminaron en una merienda a orillas del Adaja", y el aceite, la hogaza de pan, "el bravío del chorizo, el aroma del pimentón picante, mezclado al del humo que pasó tiempo envolviéndolo. ¡Y el vino de La Seca, en la bota!, ligero y ardiente, ramificándose como un furor de alegría; cristalino entre el regusto oscuro de la pez, claro como el agua, pero el agua quita la sed y el vino la suscita...
 Puedo ahora ver, el cuadro no, la composición levemente inestable como cuando se ve una forma a través del vapor reverberante. Mi madre y mis tías encorsetadas, sentadas en el suelo sobre las mantas dobladas... Mi padre sin corbata, con el botón del cuello desabrochado y el sombrero de paja echado hacia las cejas por resguardarse de los lunares de sol que cascabeleaban entre las hojas de los álamos..." ¡Qué clara descripción de la merienda estival! ¡Qué pinceladas de color y qué pujanza de olores!

 Las canciones de moda cantadas por la madre, como "La Caravana", comprada en el recién inaugurado Café Royalty en la calle de Santiago, y el restablecimiento de la salud de la protagonista, tras su estancia en el campo, el día de Santa Rosa, el treinta de agosto, ya en Valladolid, celebrando a un tiempo el santo de la pequeña de la casa, y preparando lentes para observar un eclipse, los tiroteos en las huelgas obreras, un mundo en transformación, ante la conciencia atenta de la futura escritora. Aunque era la biblioteca de casa, con sus libros prohibidos para la niña, con sus ilustraciones y grabados, los que constituían su mundo más íntimo y verdadero: "Los grabados llenaban mi mundo con su significación porque eran signos del mundo que iba a venir y porque su seducción era un designio inesquivable".

 La evocación del Cine Pradera (salón de madera situado en la Plaza de Zorrilla, a la entrada de Campo Grande inaugurado como sala de cine el 15 de septiembre de 1904. La deficiente construcción primigena dio paso a un nuevo edificio abierto en septiembre de 1910, y que Rosa Chacel ya no conoció, porque vivía en Madrid) viene a partir de un elemento irrelevante: la figura femenina de los grabados. "el órgano de tallas policromadas a la entrada del Cine Pradera. El cine, antes de inaugurarse ya era esperado por nosotros con ansiedad. Ya me habían explicado en qué consistía, cómo había surgido en Francia y se había extendido por otros países, y todo lo que se podía esperar de él cuando adquiriese mayor perfección. De antemano sabía que lo que iba a ver era poca cosa, tal vez sólo un hombre corriendo detrás de otro, o tal vez un caballo, pero eso era ya maravilloso porque no era, como en el zotropo, un dibujo más o menos torpe, sino una fotografía de la realidad; los que corriesen eran hombres o caballos verdaderos. Y al fin se inauguró el Cine Pradera y fuimos los tres. Las luces se veían desde la calle de Santiago y se oía la música. Llegamos frente al órgano; los focos, los arcos voltaicos zumbando como insectos derramaban luz. Pero su derramar no era catarata, sino quietud resplandeciente que envolvía las figuras del órgano exaltando, sublimando los rosas, los azules, los oros de las tallas...
  Había que esperar a que se encendiesen las luces para tomar buen sitio, y al fin entramos. Dentro de todo era simple y pobre, bancos de madera, techo de lona como una tienda de campaña, y en seguida la oscuridad envolvente, cobijadora, encauzadora de la atención con fuerza magnética; ordenando con un índice de luz -de espíritu-... Y allí surgía el caballo al galope y el hombre perseguido y el perseguidor. Y todo ello era tan deslumbrante como los colores celestiales, pero en blanco y negro furiosos. Las figuras tenían un aire de familia con las de los grabados, pero en éstas no se veía la retícula formada por el buril: eran de luz y sombra, la sombra de los cuerpos perseguidos por el foco, que va buscándolos".

 La infancia de antes era la imaginada en las películas. Rosa Chacel nació en el momento exacto del invento del cinematógrafo. La potencia imaginativa del niño se amplificaba o alimentaba con los cuentos de hadas, y, luego, con el cine. Sólo un mundo inventado era más fecundo que la contemplación de la naturaleza, simplemente encontrada. Rosa Chacel describe con asombro infantil y precisión artificiosa de mujer mayor ya marisabidilla esa llegada del cine en humildes casetas de feria.

 Recordar es vivir dos veces, pero no hay tales recuerdos, todos son invenciones de la mente fabuladora. Por deficiencia de la memoria, por abundancia de imaginación, el ser humano modela, sin saber, una vida pasada que no tuvo. Los escritores fingen tener un recuerdo pleno de los acontecimientos, pero su don no es la memoria, sino la creación de mentiras bellas. "Desde el amanecer" es una crónica interior de una infancia de hija única que fue descubriendo el extraño mundo de los adultos en sus espacios y costumbres. Ese paisaje, ese amor y esa mujer, como dijo Miguel Delibes, con los que se construía una novela, son creíbles porque el lector los toma por reales, los hace suyos. El pasado nos sobrepasa porque carecemos de esas palabras que los escritores han forjado...

CONTINUARÁ...

Francisco Huertas Hernández
25 de abril de 2025

lunes, 21 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Casa, calle, salud y fantasías de una niña de Valladolid. Francisco Huertas Hernández. 3ª Parte

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Casa, calle, salud y fantasías de una niña de Valladolid.
Tercera Parte. Francisco Huertas Hernández




Edificio de la Calle Núñez de Arce, 33. Valladolid
Según la descripción de Rosa Chacel en su autobiografía "Desde el amanecer", aquí debía estar su casa. Pero no hay ninguna placa ni indicativo

Ferro-Quina Bisleri
España
Licor reconstituyente de la sangre
Cartel de principios del siglo XX


 Rosa Chacel murió en Madrid, aunque está enterrada en el panteón de personajes ilustres del Cementerio del Carmen de su ciudad natal, de la que marchó en 1908. La mayor parte de sus años de infancia en Valladolid transcurrieron en la casa de la calle Núñez de Arce, que la autora localiza en su autobiografía "Desde el amanecer": "Necesito, ante todo, describir mi casa de la calle Núñez de Arce. Viniendo de la glorieta del Museo, quedaba en la acera de la derecha y era el segundo portal. Un portal grande, con una puerta al fondo que daba al patio: puerta cochera, tal vez, porque en el patio amplio y no enlosado, sino enarenado y herboso, había una pequeña cuadra como para dos caballos. Los dos entresuelos quedaban un poco levantados sobre el nivel de la calle: uno tenía un balcón y el otro dos. El nuestro, el de la izquierda, era el más pequeño. Se daba acceso a él por cuatro o cinco escalones, empotrados en la pared del portal; la antesala era muy pequeña, un cuadrilátero del ancho de la puerta, anejo al pasillo que iba de un lado a otro de la casa. Delante tenía solamente una gran sala con alcoba; al fondo el comedor que daba al patio y que tenía otro cuarto contiguo, interior. Ante la puerta del comedor el pasillo se doblaba hacia la izquierda; en el lado que daba hacia el fondo estaba la cocina y en el otro una alcoba de servicio muy espaciosa. La cocina era grande y tenía una puerta de cristales al patio. Junto a la puerta había un pequeño rellano enlosado, casi una terracita, levantada como medio metro del suelo arenoso por un par de escalones y, allí, en el rincón, había un cuartito que era el WC. Así, exactamente, porque mis padres a su llegada instalaron ese adelanto y la luz eléctrica... la gran transformación de nuestra casa fue en 1905, y en ese tiempo yo ya tenía una historia tan larga, había vivido tanto que me abruma la idea de relatar punto por punto las etapas de mi camino".

 La calle Núñez de Arce, hoy llena de bares, fue llamada "calle de la Careaba, por los hoyos y excavaciones que existirían en ella, pues fué muy irregular la superficie del terreno en esa zona, por la proximidad a la hoy plaza de la Universidad, antes de Santa María, punto culminante de la ciudad. Venía a ser la línea inferior del vallecillo que formaban dicha plaza y la calle de Fray Luis de León" (Juan Agapito Revilla: "Las calles de Valladolid"). A finales del siglo XVIII se denominaba calle de la Cárcaba, y terminando el siglo XIX, cuando nació nuestra autora, tomó el nombre del escritor y político vallisoletano Gaspar Núñez de Arce (1832-1903) nacido en esta misma vía. 

 Intentando reconstruir el emplazamiento de la vivienda hay dos opciones según el testimonio de la autora: a) es el inmueble número 33 de la calle; b) es el edificio moderno de la cafetería chocolatería Toledo, en la esquina de Núñez de Arce con la Plaza de Santa Cruz (antigua glorieta del Museo). Una razón para inclinarnos por la opción b es la ausencia de placa en el otro edificio, y, sin embargo, el segundo portal en la acera de la derecha viniendo desde la Plaza de Santa Cruz es el número 33, cuyo entresuelo es prácticamente un nivel calle: "los dos entresuelos quedaban un poco levantados sobre el nivel de la calle: uno tenía un balcón y el otro dos". No hay balcones, y no parece que los hubiera, aunque viendo la foto hay concordancia en este detalle de la entrada al entresuelo: "se daba acceso a él por cuatro o cinco escalones, empotrados en la pared del portal".
 El motivo por el cual el Ayuntamiento de Valladolid no ha señalado este lugar es un misterio, pero los datos nos llevan a pensar que ésta fue la casa de la escritora, en su cortísimo periplo pucelano. Tenemos el testimonio de la visita de Rosa Chacel a la casa, aún existente, en 1971. 

 La novelista exiliada fue invitada a visitar su localidad natal en 1971. El Norte de CastillaRosa Chacel, en su Valladolid natal», titulaba este periódico el 16 de junio de 1971) dio cuenta de ello: "Miguel Delibes el artífice de dicho homenaje íntimo, el que consiguió reunir a escritores, periodistas, catedráticos, amigos y admiradores en torno a la novelista exiliada y al decano de la prensa. Llegó a Valladolid el 15 de junio de 1971 y lo primero que hizo fue visitar su casa natal, en la calle Núñez de Arce, acompañada de Delibes y su esposa, Ángeles de Castro.
 «Tuvimos la suerte de que el piso estaba desocupado», anota el propio Delibes; «con visible emoción la escritora fue recorriendo las dependencias: Aquí dormían mis padres; en esta alcoba dormía yo; todavía está el clavo del que colgaba el espejo ovalado; este cuartito de baño lo mandó poner mi padre. Paso a paso iba recuperando su pasado»"

 Las calles sin luz -como cantaba
la banda de rock barcelonesa Lone Star en "Mi calle" en 1968 (Pedro Gené, Enrique Lópz García): "Vivo en un lugar / donde no llega la luz. / Niños se ven / que van descalzos sin salud. / Por la estrecha calle / algún carro viene y va, / y cuando llueve / nadie puede caminar"- son insalubres, a lo que se añadía el entonces clima extremado de la capital del Pisuerga, por lo que la niña de los Chacel Arimón enfermaba frecuentemente y producía cambios bruscos de comportamiento: "también obedecían las alternativas de mi carácter a la irregularidad de mi salud. En aquel invierno se repitieron cada vez con más frecuencia mis alteraciones catarrales, gástricas, febriles. Una tarde empecé a sentirme mal en casa de mi abuela, cenamos temprano y nos fuimos enseguida a nuestra casa. Había bastante nieve en la calle y mi padre me cogió en brazos, yo llevaba la cabeza en su hombro y al entrar en la calle Núñez de Arce, en la esquina de nuestra misma acera, donde la casa de la farmacia hacía un pequeño chaflán, allí mismo, a poca altura vi de pronto una cabeza de león. No fue alucinación, estaba allí. Sobre un fondo negro, con la melena dorada y la boca abierta: era el cartel del Ferroquina, que habían puesto aquella tarde. La fiebre no cedió en una noche, como otras veces, y mis padres empezaron a pensar que, aunque a don Pablo Lacort le quisiéramos mucho, convenía llevarme a un médico menos familiar. Me llevaron a casa de don Luis Moreno, un médico de mucha fama entonces".

 La mentalidad mágica de la pequeña Rosa, al entregarse con total confianza al prestigioso médico, inició su curación mucho antes de cualquier atisbo de mejoría: "la curación se efectuó nada mas pasar la puerta: una curación mágica, precedida de una crisis violenta. Fue como un exorcismo de esos en los que el poseído se revuelve en una agonía que parece ir a arrancarle el alma, obedeciendo a un conjuro que le ordena, "Muérete o sálvate"". Los consejos del doctor fueron seguidos escrupulosamente por la familia y se instaló a la chica en mitad de una enorme sala ventilada, donde a solas dio rienda suelta a su imaginación, entre fiebres y sueños. La bombilla azul sobre su cabeza tenía algo misterioso. La fototerapia con luz azul puede ayudar a reducir la inflamación, matar bacterias y mejorar la curación de heridas, es usada para lesiones cerebrales leves. Hubo que hacer venir la lámpara desde fuera de la ciudad: "llegó a los pocos días y la instalaron sobre mi cama, a un metro de mi cabeza. Dormir bajo aquella luz que dibujaba círculos suavísimos, que casi no brillaba, sino más bien envolvía en una penumbra violácea, era como estar custodiada, velada desde arriba por una mirada benigna. Tal vez la luz irradiada por la bombilla hiciese su efecto en mi resentida salud, pero el efecto de su compañía, la seguridad que dio a mis noches fue como una bonanza permanente".

 Rodilana era un pueblo de la comarca de Tierra de Medina, anexado a Medina del Campo en 1976, donde pasó un largo verano por prescripción médica la niña de salud delicada y carácter férreo. Una familia de labradores, conocidos de la abuela, alquilaría una casa para los Chacel. En Rodilana no había nada. Un pueblo árido, de viñedos y campos de trigo, aunque con un pinar cerca. ¡Oh, pinares de Valladolid, siempre frescos y cercanos! El Pipaire era el lugar de Rodilana donde pasaría esos meses de restablecimiento junto a varios miembros de su familia, todas mujeres. 

 En noches de insomnio la pequeña dio rienda suelta a sus fantasías. Muchos de esos pasajes son confusos y claramente impropios de una mente infantil. Corresponden a lo que la autora denomina "fantasías eroticoestéticas", aunque ignoraba "la relación del amor con el sexo" hasta los diez años. Bueno, fue precoz comparada conmigo, que la intuí con dificultad a partir de un dibujo de un compañero de escuela y ciertas canciones procaces cuando yo tendría unos once o doce años, en la puerta del colegio en alguna mañana indeterminada del otoño, con el general Franco aún vivo. Me pasaba lo mismo que a Rosa Chacel: mi aislamiento de otros niños me mantenía en la inopia. Yo no tenía esa "cultura amorosa... extensísima, pero sacada de la literatura, del teatro, de las canciones". Por la biografía de Anna Caballé sabemos que la escritora vivió la callada herida del erotismo reprimido y la larga infidelidad de su marido, del que nunca quiso separarse, siendo, paradójicamente, una autora pionera en el tratamiento erótico de sus personajes. 

 Un grabado de "Las mil y una noches" adquirió naturaleza fantasiosa, morbosa: "no recuerdo en qué cuento hay un hada que toca con su varita a los peces que se están friendo en una sartén y los peces levantan la cabeza y hablan con ella. Algo tan atroz, tan cruel y tan sobrenatural como aquellos peces que hablaban mientras estaban friéndolos, me sugería la idea de los vencidos, de los cautivos en sus suplicios, porque el hada decía que aquellos peces eran sus súbditos, protestaba porque se los habían arrebatado y se los estaban friendo. El hada, aunque era poderosa, no lo impedía".

 "Estas fantasías no valdrían la pena de ser relatadas si hubieran quedado en eso: su originalidad es poco detonante. El único valor que tienen es que todavía no han terminado... Toda mi vida personal y la vida de mi trabajo están infundidas de sus leyes, como si mi ley fuese, "La esencia misma de la eternidad es continuidad"... Aquello no ha terminado, ni terminará mientras yo subsista".

 Llegamos a un recuerdo magistralmente obsesivo, que todos los supersticiosos del lenguaje albergamos, un recuerdo que parte de las fantasías, y las destruye, con el error lingüístico, esos errores o barbarismos o vulgarismos que yo vigilaba cuando estaba en La Unión, siguiendo el dictum de mi abuela, de Mami ("hijo, nosotros no somos de aquí"), una leonesa, orgullosa, maestra nacional, en guardia frente al hablar precipitado e ignorante del pueblo. "Estas fantasías, personificadas por la diosa -hada, Virgen, reina- se destacaban de la zona erótica, sin desprenderse de ella: arrastraban su calor en torno, pero tendían a intelectualizarse, a ser elaboradas. La fantasía del hada constaba, como todas, de tres elementos, una imagen, un movimiento, un tono... Puedo, sí, señalar la palabra conflictiva, la palabra que brotó en la voz conmovida del hada ante la lamentable comprobación de que los peces eran sus súbditos.
 La palabra, hoy, en esta fecha del año sesentaitantos, un invencible rubor me impide todavía pronunciarla...
 En fin, puesto que es preciso, la palabra es esta que el hada decía: "Tropiezo un boquerón y al punto salta". Esto es lo que exclamaba el hada cuando al saltar el pez lo reconocía. El error, el horror para mí consistía en que el hada empleaba ese provincialismo, que me habían corregido tantas veces, tropezar por tocar. En Valladolid se decía esto o, más bien, Valladolid decía esto; lo decía dentro de mí, en mí estaba la probabilidad de decirlo en cualquier momento.
 ¿Es trivial o superfluo este comentario? Tal vez lo parezca, pero no quiero excluirlo porque para mí sólo tienen algún valor estas memorias por poder constatar en ellas la continuidad y consecuencia de mi vida, y este hecho lejanísimo -hecho, sí: acontecido sólo en mi pensamiento, pero hecho incontestable-se ha reproducido, brotando de su latencia a través de años y años. Tantos que sobrepasan en mucho al alcance de los recuerdos. Estas páginas no pasarán del año 1908, décimo de mi vida, pero el hecho, el hecho imponiéndose, no igual o semejante, sino el hecho mismo, él, inconfundible, despertándose como el grifo guardián de una intimidad sagrada fue mucho más allá...
 La historia del hada tendía a intelectualizarse porque me esforzaba en corregir el torpe provincialismo, pero era inútil".

 Esta agónica lucha con las palabras inadecuadas, no las de lo procaz o sicalíptico, sino las del error gramatical, tiene lugar en la soledad de la cavilación, entre el calor de los páramos castellanos, la presencia cercana de los adultos descuidados y los relatos de la literatura mal asimilados por los hablantes atados a sus vicios lingüísticos. 

 Una casa, una calle, un estado del cuerpo (salud) y un estado del alma (fantasía) son todos palabras. ¿Cómo puede recordar la escritora sesenta años después las estancias y disposición de la vivienda? ¿Cómo puede haber quedado traumatizada por vulgarimos y barbarismos que destruían la inocencia infantil del misterio, que sin las palabras precisas deja de ser misterio y se transforma en patochada? Los hablantes de la vieja Castilla tenemos nuestros laísmos y leísmos. Rosa Chacel reivindica en su estilo con ahinco el leísmo, no así el laísmo. Cervantes abunda en leísmos. Laísmo y leísmo son solecismos, errores en la construcción de la oración que se refieren al uso incorrecto de pronombres átonos. Chacel diferencia bien: los modos propios del habla castellana y sus fatales tergiversaciones semánticas. Las palabras matan, por lo mismo que curan. "Te quiero" infunde vida. "Me gustas como amigo", te destruye en lo más íntimo. Descubrir que nuestros padres mentían o hablaban mal socava nuestra seguridad. Nuestra vida depende de las palabras justas. Los bocazas y bocones se pierden no por lo que hacen (normalmente, nada) sino por lo que pronuncian indebidamente. Confieso que uno de los vicios más terribles que en mi vida he tenido ha sido el hablar sin pensar, ser un bocazas. Desde que me abrí y dejé de ser una persona que no contaba nada, caí en el otro extremo: regalar mis secretos a cualquiera, desnudarme sin pudor ante la primera verdulera, mercachifle o amigo fingido. Y peca el hombre por omisión y pensamiento dice el catecismo en una atroz castración psíquica. El verdadero pecado es contra la gramática, esto supo Rosa Chacel. Hablar, y, no se diga, escribir, es la confesión de lo que somos y queremos ser, nuestra capacidad de estar en el mundo, es decir, en el lenguaje. Así, el pecado mortal es el pecado contra la gramática.

Francisco Huertas Hernández
21 de abril de 2025

domingo, 20 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Memorias y reflexiones de una niña de Valladolid. Francisco Huertas Hernández. 2ª Parte

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Memorias y reflexiones de una niña de Valladolid.
Segunda Parte. Francisco Huertas Hernández

Rosa Chacel Arimón (1898-1994) a los 13 años. En Madrid.
Fotografía del libro "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel" de Anna Caballé. Taurus. Barcelona. 2025


 Escribir proporciona un sosiego que permite contemplar la vida con lentes de aumento: las palabras hacen demorarse a las imágenes y dejan la oscura materia del recuerdo en las manos del escultor del verbo, el escritor. Escribir aumenta lo vivido porque lo convierte en relato. Rosa Chacel se sumerge en lejanísimas vivencias, que ya no son recuerdos, sino relatos de ideas y de movimientos. El comportarse humano es un movimiento aparentemente dirigido por metas, fines, valores, creencias, intereses. Los adultos se presentan ante los niños como aquellos entes que dirigen su vida, a diferencia de los pequeños que se dejan llevar por su naturaleza y el mando de sus progenitores. Es una gran mentira. El automatismo, la rutina, la pereza, la acomodación social de los adultos les priva de un mando autónomo de sus existencias. Por eso, nuestros padres son dioses cuando les vemos desde abajo, desde nuestra minúscula estatura, en la que sus cabezas parecen tocar el cielo. Y el tiempo nos hace grandes, nuestras cabezas se elevan por encima de sus encorvados cuerpos, ya declinantes, y, entonces, viéndoles ya desde una incómoda altura, empezamos a comprender que eran sólo dioses de barro, o mortales como nosotros, pero disimulaban para protegernos y no descubrirnos que el mundo es cruel, y el tiempo, inexorable, haciendo fracasar todos los proyectos e ilusiones. 

 "Iba a pasar algo: el tiempo tenía cara de traer algo escondido. Estaba terminando el invierno y a mí siempre me había extrañado que cuando se decía, "Año nuevo, vida nueva" no se notaba en nada la novedad del año ni de la vida". Una observación similar a la realizada por Amado Nervo (1870-1919) en un artículo de diario de 1896: "¡Singular quimera! ¿Por qué fue rematadamente malo el año que se fue? Pues por las mismas razones que lo será este y algunos más: porque entramos a él forjándonos ilusiones imposibles; porque le pedimos mucho y no nos dio sino lo que humanamente podía darnos". No es ilusión, es convención social de un optimismo hipócrita, que rehúye afrontar la verdadera naturaleza del tiempo y de los hombres. El proyecto para el nuevo año de Paco y Rosa Cruz era poner a su nena en un colegio. Por primera vez: "Mi madre tenía empeño en mandarme a las francesas, monjitas del Sagrado Corazón porque ella había ya empezado a iniciarme en el francés". Finalmente, se decidió por el colegio de las Carmelitas. El Colegio Jesús y María, conocido antiguamente como "Colegio del Museo" o "Las Carmelitas del Museo", fundado en 1867 por las Hermanas Carmelitas de la Caridad, se ubica aún en la Plaza de Santa Cruz -en el antiguo Palacio de los Vitoria- que, en el libro de Rosa Chacel, se llama Glorieta del Museo. Es curioso que en las memorias infantiles de la escritora la ciudad no gira en torno a la Plaza Mayor sino alrededor de la Glorieta del Museo. De todos modos, su paso por este colegio fue tan breve como su alergia a las niñas cursis y su desconfianza de los adultos. 

 Las observaciones psicológicas de la pequeña Rosa no son condescendientes con esos adultos hipócritas que se presentan a sí mismos como aurigas de su carro vital. Su rechazo a los elogios inmerecidos: "la noción del soborno y del deshonor se me hacían patentes en todo elogio inadecuado". La opinión ajena no puede desdeñarse, pero dice Chacel adulta intentado sentir como niña que no quería ser: "yo no era indiferente a la opinión ajena, pero la valoraba según mi opinión de ella. Es decir, que ciertas opiniones tenían para mí mucho valor y otras no tenían ninguno". El grado de sinceridad determinaba el valor de esas opiniones. Otra conducta que no admitía: "hay algo que nunca pude perdonar, ser engañada. Hay algo que nunca pude comprender, que se engañe a alguien con buena intención". Esa determinación de la voluntad, que se afirma en la primera página del libro, esa determinación de llegar a ser lo que se puede ser, como en Píndaro: "uno tiene su visión interior, y lo que uno toca dentro de sí mismo no es en realidad, lo que es, sino lo que podría ser". La decepción infantil es un golpe muy duro. "La decepción era para mí un golpe mortal de necesidad. La decepción era la traición de la realidad y, por tanto, su pérdida, su muerte. La decepción era la muerte vivida, la ausencia sin retorno posible". Y una decepción, sin duda, fue el colegio.

 "Llegó septiembre y entré en el colegio. Entré de buena gana; era un cambio de mi orden de vida, era dar un paso", como el cambio de casa de su abuela (paterna) a la calle del Obispo y el vestido de verano, "ya no enteramente negro" de la tía Eloísa. En la clase la implacable protagonista no hizo amistad con ninguna ñiña. Sólo recordaba a tres: "una era abominable", que "parecía bizca y no lo era"; otra "era preciosa... y se llamaba Leticia" (bello nombre hasta que fue emponzoñado por una arribista al trono de los Borbones, que da pie a Chacel a un juego con el "color de las vocales... por eso el nombre de Leticia me hacía imaginar las dos gotas de sangre que deja caer en la nieve una reina. Tampoco a ésta dirigí jamás la palabra"); y "había otra, Consuelito, que era bonitilla -un Murillo más- y con ésta hice un poco de amistad en el recreo... nos aburríamos tanto que se nos ocurrió ponernos a mirar al sol, a ver cuánto tiempo resistíamos sin pestañear. Yo no sé si parpadeé o no, pero no pude menos de echarle una ojeada y la encontré haciendo un esfuerzo tan ridículo para resistir que me dije: no, con ésta no hay nada que hacer". 
 Añade Chacel que en "Memorias de Leticia Valle", cuarenta años después, esbozó el recuerdo de este colegio. 

 La noche de Reyes, narrada con amor por la autora pucelana, "también se celebraba en casa de mi abuela porque ella decía que no quería perderse el espectáculo de mi alegría... Después de cenar, mi padre y mi tío Mariano salían a ver si los veían venir. Al poco tiempo llamaban a los cristales y decían: ¡Ya están ahí! Se empezaba a oír trompetas y voces; mi madre me retenía, diciendo que a los Reyes no les gusta que los niños salgan a verles. Mi tía Eloísa abría el balcón y se precipitaban por él todas las cosas deseadas...
 Los juguetes eran los que yo había señalado en casa de Guillén o de Molinero y la presentación entre papeles dorados, lazos, nieve artificial, los realzaba fascinadoramente...
 Aquel año entraron por el balcón un piano y un zotropo, entre un montón de otras pequeñeces. Mi alegría colmó las esperanzas de mi abuela... Nunca pedí nada abiertamente: tenía conciencia de la pobreza de mis padres; sabía que el dinero estaba íntimamente relacionado con el sufrimiento. Pero también sabía que mis padres hacían milagros...
 Tal vez resultase deslumbrante mi alegría porque generalmente yo no era alegre; no era inquieta ni traviesa: era seria y juiciosa. De pronto mi alegría estallaba al tocar tierra, es decir, al alcanzar un deseo que llevaba tiempo sofocado, porque mi seriedad y mi juicio habituales eran el efecto de mi continuo considerar a los otros. A mi alrededor nadie era feliz, ni siquiera mis padres, que tenían rachas de buen humor, pero también tenían rachas de cólera, de angustia, de preocupación, Y yo tampoco lo era sin saber por qué: tal vez porque no lo eran ellos".

CONTINUARÁ...

Francisco Huertas Hernández
20 de abril de 2025

sábado, 19 de abril de 2025

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Autobiografía e Infancia. ¿Recordar, imaginar, inventar? Francisco Huertas Hernández - 1ª parte

Rosa Chacel (1898-1994): "Desde el amanecer" (1972). Autobiografía e Infancia. ¿Recordar, imaginar, inventar?
Primera Parte
Francisco Huertas Hernández

Francisco Chacel, Rosa Cruz Arimón y la niña Rosa Chacel.
Probablemente el día del bautizo de la futura escritora.
Valladolid. Agosto 1898.
Foto del libro "Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel" de Anna Caballé. Taurus. Barcelona. 2025


 "Desde el amanecer", publicado en 1972, es el único libro autobiográfico propiamente dicho de la escritora vallisoletana Rosa Chacel Arimón (1898-1994). La autora no quiso más que contar sus primeros diez años de vida, la mayor parte en su ciudad natal. La continuación ya no es memorialística sino ficcional: "Barrio de Maravillas" (1976), partiendo del escenario madrileño en el que termina "Desde el amanecer"

 He de decir que para mí la lectura de libros es doble fuente de placer y conocimiento, siendo la belleza lo que los une. Llamo "clásico" a aquella obra que permanece a través del tiempo, porque no solamente entretiene, sino que entusiasma haciendo más sabio al lector. Y Rosa Chacel es "clásica" porque, a pesar de ciertos graves defectos de su escritura, ésta tiene la belleza, profundidad, verdad y misterio que requiere todo "clásico".

 "Desde el amanecer" no tiene un título muy original. Fue acabada en Rio de Janeiro en 1968, en su apartamento de la Avenida Copacabana 1269, en el Edificio Satélite. Chacel detestaba la infancia, por eso quiso re-crear de modo hiperintelectualizado sus diez primeros años de vida. Una niña -hija única, entre la muerte prematura de su hermano en Valladolid en 1901, y el nacimiento de su hermana Blanca (a la que dedica este libro: "a mi hermana, que llegó después del primer acto") en Madrid en 1914- observadora, arisca, orgullosa y ensimismada, que, por educación familiar, aprendió a amar la literatura. La sombra protectora de su tío abuelo, el famosísimo autor de "Don Juan Tenorio", José Zorrilla y Moral (1817-1893) estuvo presente en toda su infancia.

 "El río del recuerdo / va del mar a la fuente", es la cita errada de Unamuno usada por Rosa Chacel, procede de "Niebla" (1914) y dice exactamente esto: "El río subterráneo va del mar a la fuente". Esta paramnesia literaria, involuntaria, es muy reveladora de la imposibilidad de evocar recuerdos lejanos sin modificarlos. La escritura de una autobiografía es siempre una fabulación, una novela del yo

 La primera página de la obra es extraña y enrevesada: "Empiezo por confesar mi orgullo más pueril, el de haber nacido en el 98. Aunque ese adjetivo, pueril, es, por mi parte, demasiada precaución. Prefiero decir, simplemente, mi orgullo, que puede parecer pueril. A mí no me lo parece, en mi auténtico fondo, porque yo rechazo estos tópicos vigentes en nuestros días, tales como "Me trajeron al mundo sin consultarme". "Yo no tengo la culpa de haber nacido", etc. Todo esto me es ajeno. Yo tengo la culpa -si esto es culpa, y hace tiempo dijimos que es delito- de haber nacido porque siento el principio de mi vida como voluntad. Ganas me dan de decir: si yo no hubiera querido, nadie habría podido hacerme nacer". En la entrevista que la novelista dio a Joaquín Soler Serrano en "A Fondo", programa de Televisión Española, el 25 de abril de 1976, explicó, comparándose con Miguel Delibes: "yo nunca soy sencilla, soy enrevesada. Delibes dijo: mis elementos, mis materiales de trabajo, son: un hombre, un amor, un paisaje, y, entonces dije, caramba, yo también, eso es, pero yo no lo había formulado así. Ahora si hago un examen de lo que fue mi literatura, resulta que eso es". Con estos conceptos pueden comprenderse estas memorias sobre la infancia, esencialmente anti-infantiles: una niña (que aborrece serlo), un amor (la literatura) y un paisaje (Valladolid, Rodilana, Madrid). Al ser Rosa Chacel una persona rebelde, el amor encierra amargura, el paisaje, desolación, y el ser humano, una tensión entre deseo y acomodación social, difícil de soportar, a no ser que se sea una voluntad indomable, como la suya.

 Las primeras páginas funden recuerdos confusos de sus antepasados como si le pertenecieran a ella, en un sujeto filogenético, un "kollektives Unbewusstes" (inconsciente colectivo) jungiano. El artificio de una narración de hechos objetivos de los primeros tiempos de la vida de una persona puede ser un recurso emocional, algo así como "no se vayan, lectores, que esto que les voy a contar es la vida de verdad, la mía, no la de unos personajes inventados, ajenos a sus vidas". Chacel escribe: "me he propuesto al anotar estos recuerdos no juzgarlos... Para esto tengo que hacerlos presentes, simplemente, como fueron. Puede parecer, sin embargo, que lo relatado en un principio está ya sometido a una elaboración, pero no es así... Por esto empecé quince o veinte años antes de mi nacimiento, para hablar de cosas en las que no cuenta mi opinión, sino mi ser: lo que estaba en mí antes de tener opinión alguna. Es decir, que si ahora me pongo a buscar mi recuerdo más lejano, consigo vivir un día, en el segundo año de mi vida, en que me herí en una mano". El memorialista busca racionalizar, aclarar, el magma informe de acontecimientos semiconscientes, relatos sobre su vida escuchados a sus padres y familiares, y ensoñaciones en las que lo sucedido fue y no fue, pero debió haber sido, y por tanto, es recordado. Somos seres de palabras, sin las que la memoria no es más que una sensación impotente y dispersa. Nuestra potencia es la comunicación. A diferencia de los animales, cuya potencia es el instinto. Nuestro orden es el lenguaje. Cuidadores de una potencia ordenada que conforma nuestra vida comunicada a los otros, por disponer de esas palabras que nos cedieron nuestros padres.

 "En cambio, de otras muchas cosas que me contaron como hechos de mi vida no conservo clara la vivencia, aunque una de ellas es sumamente importante: mi padre me hizo hablar a los cinco meses. No me enseñó, me hizo hablar mediante una presión continua, insistente, implacable", y cuenta la historia de la foto en la pared en la que aparecía la familia, y el dedo del padre señalando y repitiendo las palabras mágicas: "papá, mamá, nena", durante más de dos meses, cuatro o cinco veces al día. Aunque la autora, siempre a contracorriente, dice que "lo que hizo, sin saber... fue enseñarme a mirar. Me hizo mirar... estableció un itsmo o un cable conductor con mi brazo extendido hasta la imagen". Hablar es mirar y prorrumpir en sonidos lo que la vista celebra. La celebración de un yo que abarca el mundo, primero visualmente, luego sónicamente. "Quería remontarme hasta aquel momento... en que... yo era yo, tal cual soy: tal como seré siempre, mientras sea". Esta exaltación de la conciencia, o la autoconciencia, es previa a un cogito cartesiano: es una vivencia pre-racional, donde uno se sabe ya ser. ¿Cómo puede escribirse sino es desde el yo unificado por la memoria construida por las palabras? Recordar es contar. En Chacel, las palabras, que, en ocasiones, siendo precisas en la descripción de los pliegues de la realidad, no lo son en la explicación de las sensaciones o pensamientos, surgen también de su potente deseo: su apetito formidable siendo bebé. Y sus sueños, que reconstruye con una claridad impropia del embarullado mundo onírico. Siempre me he preguntado cómo pueden relatar con tanta precisión de detalles los sueños esas personas que, sin embargo, no son capaces de escribir relatos o guiones de cine. Los inventan, sin saberlo. Conforme avanza esta autobiografía chaceliana, en la que jamás dice que está escribiéndola en Brasil, ¡casi sesenta años después!, el lector descubre que los hechos son secundarios, magistralmente narrados, eso sí. Chacel es una escitora extraordinaria, pero tiene una tendencia incontrolable a la divagación intelectual, a la racionalización de sentimientos apenas perceptibles. 

 Hay bastante sinceridad en la ardua rememoración de la breve existencia y muerte de su hermano cuando ella tenía tres años. También es imborrable un episodio de celos del padre demostrando a sus murmuradoras, feas y envidiosas hermanas (Casilda, Carmen, Eloísa) que su mujer no se maquillaba, restregándole un pañal del bebé por el rostro. La madre de Rosa era muy joven, y se casó embarazada, cosa que nunca se perdonó en la familia de Paco. Tampoco se olvidaba al recién nacido: las visitas al cementerio, donde se rezaba al hermanito y a Zorrilla, "enterrado en el panteón de hombres ilustres". La escritora analiza con un distanciamiento notable el carácter de su familia, aunque la ciudad, y, muy especialmente, su calle Núñez de Arce, se convierte en un personaje principal. El entresuelo de la calle Núñez de Arce donde vivió la narradora hasta los diez años, tenía únicamente un balcón, y algo novedoso: un WC y luz eléctrica. 
 Para los que conocemos Valladolid nos resultará extraño el leer acerca de la "glorieta del Museo" -al final de Núñez de Arce- donde hoy está el Rectorado de la Universidad, en la Plaza de Santa Cruz, o una iglesia ya desaparecida, San Esteban, pero así es la historia: se lleva edificios -la casa natal de la escritora en la calle Teresa Gil desapareció-, ciudades y hasta imperios, aunque la escritura permanece cuando de esos lugares ya no queda rastro físico.

 La niña recibió educación en casa, a cargo de la madre, Rosa Cruz, que era maestra. Debido a su frágil salud no fue a la escuela: "cuando mi madre me creyó suficientemente preparada o, acaso, cuando vio que yo me abandonaba al deleite de escuchar y no me esforzaba en leer, pudiendo hacerlo, decidió obligarme a estudiar sola una hora todas las mañanas. Me encerraba en el comedor y sentada en mi silla alta, a la camilla, estudiaba a veces. Bueno, estudiaba siempre, pero no siempre en los libros. Estudiaba, por ejemplo, cómo moría una mosca pegada al cristal de la ventana".

 Las cuitas religiosas contadas por Chacel nos son algo lejanas ya. No transmite mucha fe, aunque esa vida religiosa "libre y secreta no me fue impuesta jamás". La tía Eloísa adquiere una presencia relevante en las primeras páginas, con su enorme fantasía. Valladolid era la ciudad de la familia paterna, la materna estaba en Madrid. Y por el páramo de San Isidro paseaban, deteniéndose en la Fuente de la Salud, donde tuvo lugar un episodio de envidia, protagonizado por una niñita llamada Carmencita, familiar de Rosa. El descubrimiento de esta pasión por parte de la escritora como una "enfermedad atroz" al ver a Carmencita "revolcándose en el suelo pataleando" llorando, tras ver a la prima Rosa besando a su padre. Unos celos incontenibles, propios de la infancia, cuando llega a desearse la muerte del hermanito recién nacido, como explica Sigmund Freud en "La interpretación de los sueños". Y los celos no menguan en la edad adulta, y así el padre de la novelista, es descrito como un Otelo provinciano: "los celos de mi padre no eran un secreto para nadie; se decía que él era muy celoso como se decía que era muy delgado. Nadie, ni él mismo, creyó nunca que sus celos tuviesen fundamento... Los celos de él no tenían carácter de enajenación ni de debilidad: eran -esto no es lo que yo entonces pensaba, sino lo que ahora afrmo- como una especie de necesidad de actividad psíquica. Eran como una lucha, como un desafío a la mortecina cotidianidad. El sentimiento de enajenación me lo inspiraba más mi madre, que quedaba apabullada ante su violencia, que no sabía hacerle frente y se desahogaba rompiendo un objeto inerte, como si patalease en su impotencia para responder".

 "Yo juzgaba a mis padres implacablemente, constantemente: mis padres eran lo único que yo con constancia... No quiero decir con esto que sólo a ellos les prestase atención y no a los libros, sino que a ellos les estudiaba con una técnica superior". Ya sabemos los tópicos literarios ridículos del entomólogo y el escalpelo, que, no usa, afortunadamente, la novelista pucelana. Fijar la atención retrospectivamente, o, mejor dicho, tomar imágenes antiguas y darles un sentido completo con los conocimientos del presente. Los padres llegan a la vida del niño como dioses, pero, inevitablemente, acaban por revelarse como dioses de barro. El culto a los padres es un sentimiento atávico que choca con la observación minuciosa de sus defectos como personas demediadas. La mitad de los padres es un ideal de protección y amor, y la otra mitad es una realidad de abandono y egoísmo. Rosa Chacel es neutral con sus progenitores: en ellos hubo cuidado y enseñanza, pero también frustraciones. Al principio de este relato reconstruido de su niñez, la autora ensalza a la madre, la madre en Pucela, muy distinta de la posterior humillada madre en Madrid: "yo sabía que mi madre era perfecta; tenía todas las habilidades, sabía de todo: era tal como yo quería ser, tal como debía ser". Y por contraste, aunque no sea una imagen muy justa: "mi padre era inaguantable, violento, disparatado; tal como yo era: reconciéndole también ciertos valores, que también me reconocía a mí misma. De modo que seguir las huellas de mi padre era para mí lo fácil; seguir las de mi madre era lo difícil". Hay contradicciones en el relato, no sólo de los progenitores, sino de la misma protagonista. Pero, eso es la vida. La misma mujer sensible y alegre que canta zarzuelas y enseña a la niña sagaz es la masoquista y servil esposa de un hombre celotípico, y que, se rebajara definitivamente cuando en casa de su madre renuncie a su dignidad. 

 La música fue una de las pasiones chacelianas. Y todo viene de esa niñez en la que la música nos alimenta sin darnos cuenta: "yo no sé por qué me fue tan imposible la música como disciplina, cuando las canciones fueron para mí la historia universal. No, el universo: la voz del universo. Todos los climas, todas las pasiones y todos los tormentos se me habían revelado en las canciones de mi madre. Canciones de cuna española, danzones y habaneras americanos; la ópera italiana, en total; las zarzuelas en boga... todo lo cantable. Lo que se cantaba en el teatro, lo que se cantaba en el campo, las romanzas que cantaban las señoritas en los salones, las coplas que se oían por el patio a las criadas: todo lo cantaba mi madre". Es éste un hermosísimo pasaje que muestra a la perfección la grandeza literaria de Rosa Chacel, y la verdad de sus recuerdos melómanos.

 La relación entre las "frecuentes indisposiciones" de la chica y "las aventuras artísticas" de sus padres constituyen un momento maravilloso del libro. Cuando la muchacha de endeble salud por el clima de Valladolid permanecía en reposo su padre escribía zarzuelas, musicalizadas por su tía Julieta y cantadas por su madre y sus amigas, ante la chica encamada. Un fogonazo, un presentimiento -"¡Ah, esto es aquello...!"- de lo que vendría después: ese "amor abismal, corporal, hacia el espíritu", en el que la lectura posterior de Baudelaire ya se vislumbraba en esas imágenes toscas de las funciones domésticas. Los dramas de Zorrilla -"El puñal del godo"- que pasaban íntegros por la alcoba de la cría, con sus ripios y su melodramatismo de cartón piedra, extasiaban a la pequeña Rosa. 

 Los horribles sueños de la protagonista son descritos con profusión de detalles, sin duda inventados, pero ciertas afirmaciones sentenciosas se imponen: "Y como sólo se encuentra lo que se busca, cuando se me interponía lo no buscado, lo apartaba con repugnancia: no lo encontraba. Porque lo que yo buscaba era lo sublime... Yo buscaba lo sublime, vivía en expectación de la apoteosis y la obtenía con frecuencia". ¿Cómo podía cumplirse un destino, ser creador, sin estar arrebatado por lo sublime? Una palabra que introdujo Edmund Burke (1729-1797) en su "A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful" de 1757, para diferenciarlo de lo bello, que es armonía y placentero, lo sublime es terrorífico y nos subyuga. El miedo a lo infinito o a la muerte dan lugar a ese sentimiento de lo sublime. Immanuel Kant usó el término, aunque lo depuró de su contenido empírico. Dicho en román paladino: la niña Rosa era perversa pues hallaba un sentimiento de plenitud en lo terrible e inarmónico, que se presentía tras la cotidianidad tranquila o triste. 

 El Teatro Calderón, la romería de la Virgen de la Victoria, Las Moreras, el Puente Mayor sobre "el agua densa del Pisuerga", el Canal de Castilla, la Cuesta de la Maruquesa, las campanas de San Esteban, el Cerro de San Cristobal... cuántos emplazamientos vallisoletanos por los que transitaba la protagonista con sus padres, tías... 

 La celebración de Navidad está pintada con vivos colores -o mejor: olores-: "Las Navidades eran para mí como un fenómeno atmosférico: una precipitación cósmica de olores. Olores que destacaban sobre la nieve, por contraste, embelleciéndola... Los olores mismos de las especias que se escapaban de las salchicherías, densos, grasos, olor a ajo, pimentón y cominos, se depuraban, se sublimaban entre la nieve, se prendían a ella como flores... Esta exaltación de los sentidos, no sólo olores: cánticos, villancicos, nacimientos... Esta larga sinfonía, con sus múltiples tiempos, duraba varios días y culminaba en las dos noches: en las dos cenas. En la primera, después del cardo y el besugo, había un silencio de espera hasta que sonaban las campanas de San Esteban... La cena siguiente, la del pavo, era sencillamente orgiástica. ¿Cómo y por dónde recibí yo el mensaje o descubrí el secreto de la orgía? No sé, no lo sospecho porque entre todos los allí reunidos no había ni alegría ni unión. Tal vez sólo mis padres tenían una idea de lo que es la alegría. Creo que no tenían más que la idea, pero ésa sí la conocían... El caso es que yo exultaba: yo me embriagaba, en uno por mil de Cariñena, en un cien por cien de leyenda. Yo me zambullía en todo lo que había allí, en lo que estaba presente: las cosas exquisitas, los turrones, los vinos, pero no sólo en eso. Yo me embriagaba de la Navidad, de la Natividad de Cristo que, para mí, era la glorificación -la apoteosis- del hijo y la madre; la aparición del hijo, también como una flor caída en la nieve... No voy a decir que yo pensase estas cosas, pero sí aseguro que todo esto era lo que me llenaba hasta rebosar. Yo me embriagaba ante el nacimiento, en una celebración loca del nacer". ¿Qué decir de este fragmento de altísima literatura poética, hedonista, mística, religiosa, familiar, evocadora, todo a un tiempo? Los miserables que ponen en duda la valía artística de Rosa Chacel por sus dificultades para narrar linealmente historias y contener sus impulsos intelectualoides de corte orteguiano, de Nouveau Roman, joyceanos, ¿no han leído estos pasajes?

 Elena Santonja (1932-2016) leyó este fragmento gastronómico en su emisión de TVE "Con las manos en la masa" en 1984, cuando la escritora acudió a preparar un plato de estofado de liebre, a sus ochenta y tantos años. ¿Qué decir de aquellos programas de televisión en donde, cocinando, se hablaba de literatura y de pintura? Aquella época en que una presentadora de espacio culinario, también pintora y actriz, era bisniesta del pintor Eduardo Rosales, esposa del director de cine Jaime de Armiñán, y hermana de Mari Carmen Santonja, del dúo musical Vainica Doble.

CONTINUARÁ...

Francisco Huertas Hernández
19 de abril de 2025

lunes, 14 de abril de 2025

Dámaso Alonso (1898-1990): "Hombre y Dios" (1955). "Mi tierna miopía". Prólogo del libro. Limitada visión e ilimitado anhelo humano. Análisis filosófico de Francisco Huertas Hernández

Dámaso Alonso (1898-1990): "Hombre y Dios" (1955).
"Mi tierna miopía". Prólogo del libro. Limitada visión e ilimitado anhelo humano.
Análisis filosófico de Francisco Huertas Hernández

Dámaso Alonso: "Hombre y Dios" 
El Arroyo de los Ángeles
Málaga. 1955
Primera edición. 750 ejemplares

Introducción filosófica: σύμβολον, limitación (incompletud escindida) y anhelo (reunión reparadora) de la lectura y la escritura. Francisco Huertas Hernández


 El niño deja de ser animal, no al hablar, sino al leer. Y el acto de la lectura es sólo la mitad del acto de la escritura. La escritura es σύμβολον, derivado del verbo συμβάλλειν, que viene a significar "lanzar conjuntamente" y "reunir". En Grecia, el symbolo era un objeto partido en dos, del que dos personas guardaban cada uno una mitad. Así podía reconocerse el compromiso o la deuda, al unirse las dos partes en el todo, cuyos elementos remitían el uno al otro, en busca de su completud. El portador del σύμβολον (contraseña) debía entregar o recibir de la otra persona el dinero, sólo si se reconocía su contraseña complementaria. Dejando a un lado el significado actual (representación perceptible de una idea, con rasgos asociados por una convención socialmente aceptada) el σύμβολον era material de unión de mundos separados, rotos, pero anhelantes de su otra mitad. El mito de los seres humanos primitivos contado por Aristófanes en "Banquete" de Platón, partidos por castigo de Zeus, y buscadores permanentes de su mitad perdida, es una versión antropomitopoética del σύμβολον. 

 En el acto humanizador de la lectura y la escritura hallamos esa limitación (incompletud rota) y anhelo (reunión reparadora) del σύμβολον. El escritor lanza su mitad a los vientos, y viajeros -atentos o descuidados- ponen su otra mitad para reconocer la obra, su sentido. La intención del autor (Je suis ce que j'écris) y la interpretación del lector (Il est ce je soupçonne) son las dos mitades: el horizonte de expectativas de la obra en la recepción del público y el horizonte de experiencias del lector. Cumplir una expectativa en una experiencia paralela, complementaria, simbólica, reunificadora. Cierto, que la obra es el verdadero σύμβολον que escapa a la intención del escritor y a la interpretación del lector. O más bien, supera al autor y desborda al lector, siendo más rica cuanto más incomprendida. La totalidad simbólica de la obra no puede restituirse ni en la totalidad de las lecturas de todos los posibles lectores. La forma de la obra es lo esencialmente simbólico, y no se trata, pues, del proceso de identificación y proyección psicológicas entre intérpretes y creadores. La obra es simbólica porque liga su esencia a lo divino. El hecho inexplicable de que un autor muerto sobreviva en lo creado en un lector vivo que morirá también, quedando la obra a salvo de esas mortalidades, quizás nos hace presentir que la obra es mitad de otra obra divina, única con la que puede reconstituirse. Esa dimensión sacra del arte, de la creación, no es posible si el niño no aprende a leer y a escribir, porque el mundo y la obra de arte son textos que deben ser leídos y sentidos en su dimensión trascendente.

 Cuando el poeta Dámaso Alonso escribe "Hombre y Dios", publicado originalmente en Málaga en 1955, intuye que el vínculo simbólico de la religión (religare: ligar o atar con fuerza, o volver a unir) que une al hombre y a Dios, parte de una de las mitades rotas, la humana. En rigor, si Dios existiera, Él no retendría ninguna mitad, porque Él es la Totalidad indivisa. Mas es el humano el que extendiendo su mano hacia lo ignoto espera que otra mano le alce al cielo, la mano que como mitad divina que el alma humana anhela nos acoja en su seno. Si ha de morir el cuerpo humano (mitad de la existencia del hombre) o si en vida del cuerpo, la fe y la esperanza alientan al humano en su reconstitución divina es cuestión espinosa. Platón, via Sócrates, afirmó que sólo al morir recuperamos la sabiduría y bondad que el cuerpo nos vela. Pero el ideal de santidad en la tierra, con la semilla divina de nuestra alma, impulsa a las buenas obras al mortal humano. 

"Mi tierna miopía". Primer poema de "Hombre y Dios" de Dámaso Alonso


Disuélveme, mi tierna miopía,
con tu neblina suave, de este mundo
la dura traza, y lábrame un segundo
mundo de deshilada fantasía,

tierno más, y más dulce; y todavía
adénsame la noche en que me hundo,
en vuelo hacia el tercer mundo profundo:
exacta luz y clara poesía.

Dios a mí (como a niño que a horcajadas
alza un padre, lo aúpa solo al pecho
antes, porque el gran ímpetu no tema)

me veló la estructura de estas nadas,
para -a través de lo real, deshecho-
auparme a su verdad, a su poema.

Primer comentario en verso de Dámaso Alonso sobre su poema anterior: "Pequeños placeres"


Mi tierna miopía, mi dulce miopía
me desdibuja el mundo: ¡delicioso!
Pasan lánguidamente las flexibles muchachas,
pasan perritos diminutos, que menean el rabo,
y espléndidas lechugas.
Todo se deshilacha, todo se difumina
en fina niebla.
¿El mundo se dispone para fiestas de Dios?
Ojos míos, bebed esta vaga hermosura

Glosa de "Mi tierna miopía" y "Pequeños placeres" de Dámaso Alonso. Francisco Huertas Hernández

 "El libro mío que, por lo que toca a su composición, me ha dejado más contento", así pondera Dámaso Alonso "Hombre y Dios" en sus "Poemas escogidos" (1969). Analiza Andrew Debicki el "conflicto entre lo prosaico y lo poético en los "Poemas puros"... que nos conduce al conflicto entre lo mundano y lo trascendente en "Hijos de la ira"" (Debicki, 1974). "Hombre y Dios" escrito en universidades estadounidenses, una estadía en Méjico, y España es una meditación filosófica que funde el yo mundano, el recuerdo y el diálogo imposible con Dios en un lenguaje más directo. Ricardo Gullón en "El otro Dámaso Alonso" ve en la obra tensiones y palinodias. El que un hombre se vea acuciado por lo divino no puede hacerse desde lo prosaico: el poema es una forma de oración o súplica, que desnuda el alma y la materia, sin poder nunca despojarse totalmente del cuerpo. En y desde el cuerpo se dirige Dámaso a Dios. "Gozos de la vista" y "Hombre y Dios" fueron escritos al mismo tiempo, siendo en un principio indiferenciados, aunque, finalmente, la estructura minuciosa de éste último adquirió plena presencia.

 La limitación humana atañe al cuerpo: malformación, disfunción, envejecimiento, enfermedad y muerte. Siendo la vista la puerta del mundo para los animales racionales, que antes que nada son visuales, mala faena es tener mermada la visión. Aunque un poeta luso nos revelara: "Da minha aldeia vejo quanto da terra se pode ver do Universo... / Por isso a minha aldeia é tão grande como outra terra qualquer, / porque eu sou do tamanho do que vejo / e não do tamanho da minha altura..." (Alberto Caeiro/Fernando Pessoa: "Da minha aldeia vejo quanto da terra se pode ver do Universo…"). "Soy del tamaño de lo que veo" aduce sereno el hombre desde su aldea. Pero otro poeta ibérico toma su limitación óptica autocompasivamente como designio de un Dios que le dirige a un "segundo mundo de deshilada fantasía". ¿Inteligencia? ¿Fe? Un mundo más tierno, y más dulce, no puede ser la seca inteligencia que despoja a las cosas de su tacto y su sombra, para desvestirlas sin erotismo alguno en concepto nudo. El lírico madrileño se vuelve introspectivo y se adensa en la noche en que se hunde, no una noche sin luna, sino una noche sin contornos, como los miopes sin lentes, o los borrachos sin decoro. Y algo en el poeta tiende a lo místico, "en vuelo hacia el tercer mundo profundo: exacta luz y clara poesía". De la percepción a la inteligencia, y de ésta a la comunión con Dios, un Dios luz y un Dios poesía: Luz y Verbo. La helenización del cristianismo no comenzó con los Padres de la Iglesia, sino con los Evangelios escritos en griego. Por eso el filosófico inicio del Evangelio de Juan: 
Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος, καὶ ὁ λόγος ἦν πρὸς τὸν θεόν, καὶ θεός ἦν ὁ λόγος" (En el principio era el Verbo/Palabra, y el Verbo era con Dios, y Dios era el Verbo). El poeta sabe que la luz que desborda el ojo mermado del humano es Verbo divino. Alonso asume que el Creador "me veló la estructura de estas nadas, para a través de lo real, deshecho, auparme" -como ese niño al que alza un padre con cuidado- "a su verdad, a su poema".

 ¿Cómo la limitación visual nos acerca a lo más luminoso, que es lo más poético? Un símbolo es una contraseña que reúne y repara la escisión. Dámaso, platónicamente, se aleja del mundo sin contornos del miope cuerpo, esas sombras de la caverna, y sintiendo la misericordia que Dios depositó en su alma infantil, imaginó la escena de su ascenso a espaldas del Progenitor Celeste, como el niño que a horcajadas alza un padre terrestre. Reencontrarse con Dios es para el miope recuperar la visión, no ser ya "do tamanho da minha altura" sino de "do tamanho do que vejo", que es un ver interior, iluminado por la pura y clara poesía del Verbo, que no es concepto ni significante.

 Si la miopía es el tema del poema primero, un comentario subsiguiente tiene a los pequeños placeres como asunto. La miopía desdibuja el mundo de los contornos y las apariencias. El profesor pillín habla de las flexibles muchachas, imaginamos la gran carga erótica reprimida que eso implica. Para compensar mete también a los perritos diminutos que el miope difumina, y, no obstante, saludan con el rabo. Mejor no establecer asociaciones psicoanalíticas entre las muchachas flexibles y el meneo del rabo de los cánidos. Ese deshilacharse del mundo sensible, del que apartamos las lechugas, cuya presencia aquí puede remitir al frescor y verdor de la natura, esa fina niebla del miope, le dispone, lejos de las muchachas en flor, la alegría de los canes y el jugo de los vegetales, a las fiestas de Dios, que son su obra creada para deleite de los sentidos. El último verso condensa con precisión y belleza el asunto: "Ojos míos, bebed esta vaga hermosura". El comentario alonsiano es un retorno a la celebración limitada de los sentidos, que Dios puso en nosotros, para que contemplando lo por Él creado le alabáramos. Y, no obstante, ese mundo desdibujado es "¡delicioso!", porque Dios quiso que el cuerpo se recreara con sus visiones, por más imprecisas que éstas fueran.

Francisco Huertas Hernández
14 de abril de 2025