El Cine Fluvial (1). River Films
"L'Atalante" (1934). Jean Vigo / "La Fille de l'eau" (1925). Jean Renoir / "The River" (1929). Frank Borzage & otros films fluviales
Estrella Millán Sanjuán
Imágenes y pies de foto: Francisco Huertas Hernández
EL CINE FLUVIAL. 1ª PARTE
"La Belle Marinière" (1932). Harry Lachman
Affiche
EL CINE FLUVIAL
1ª Parte
Siempre me ha gustado el agua. Me recuerdo muy pequeña, en un día de mucho jaleo en una fiesta familiar enorme en que me dediqué a soltarme de la escalera y bordes de una de las piscinas de esa casa de campo de unos tíos y tratar de flotar y dar algunas brazadas. Me entran escalofríos. Aprendí yo misma a flotar y nadie se enteró, secreto que llevé siempre en silencio porque ya, con tan poca edad, sabía que no había hecho bien en estar sola ahí. Mis hermanos y mi madre me relatan que una vez, más pequeña aún, me caí de noche a la piscina en invierno, por mi afán de circundarla siempre y asomarme. Debieron escuchar el ruido de la caída o los gritos y rápidamente salieron y me sacaron agarrándome del pelo. Tuvo que ser traumático, pero la mente protectora tiende a olvidar experiencias negativas y yo solo tengo el recuerdo de verme rodeada de mis cinco hermanos y mis padres con una manta en frente de la chimenea mientras me consolaban.
Cañón del Río Borosa
Río afluente del Guadalquivir en la Sierra de Segura en la (provincia de Jaén)
Imagen: Wikimedia Commons
Estrella Millán Sanjuán
Sierra de Cazorla, Segura y las Villas
1993
Estrella Millán Sanjuán
Río Majaceite (Cádiz)
Estrella Millán Sanjuán
Castillo de Sancti Petri (Cádiz) y otros parajes fluviales
Fotos cedidas por la autora
Θαλῆς (624-548 aC)
Thales de Mileto
Copia de un busto del s. IV
Fragmento de Heráclito: "Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, pues cuando entramos por segunda vez, ni nosotros ni el río somos los mismos"
Principio de Arquímedes: "Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado"
Principio de Bernoulli: "En un fluido ideal (sin viscosidad ni rozamiento) en régimen de circulación por un conducto cerrado, la energía que posee el fluido permanece constante a lo largo de su recorrido"
El matemático Arquímedes nos dejó su famoso principio, que tanto estudiábamos en el Colegio y, en mi caso, durante mi carrera universitaria de Ciencias, unido a principios como el de Bernoulli en la asignatura de Natación en 5º. Mientras el profesor se afanaba con ahínco en explicarnos las fórmulas de la dinámica de fluidos, las posiciones del cuerpo y manos como si fueran hélices de un barco, yo, que siempre he preferido las humanidades, pero estudié una carrera de ciencias pensando en el futuro laboral, me perdía en pensamientos más poéticos imaginándome a un protagonista nadando en una película para no dormirme. En esa época aún no había podido ver “The Swimmer”, pero soñar despierta y analizar biomecánicamente a Burt Lancaster nadando por su “río Lucinda” hubiera resultado más satisfactorio, seguro. Y no quiero pensar si por esas fechas hubiera tenido acceso a “Taris, roi de l’eau”, de Jean Vigo. En este caso sí que hay una conjugación de lo lírico y lo científico formidable y visionaria con esas explicaciones y esos planos subacuáticos de los distintos ejes corporales y las fases de la propulsión. Yo la pondría de obligada visión para el alumnado de la Facultad y así no tendrían que inventarla los que, como yo, tengan un alma poco hecha para lo científico. Un trabajo que le ayudaría sin duda a Vigo para su fabulosa “L’Atalante” (1934), en la famosa escena de esencia vanguardista de Jean sumergido en el río “buscando” a su esposa. Película que origina en mí un sentimiento muy particular y hondo difícil de explicar y que aumenta con cada nuevo visionado. Por ello, y por formularse como la síntesis y eclosión de las películas fluviales anteriores que se dieron cita en los años 20 del s. XX en Francia, la considero piedra angular de este artículo. Y una de las razones por las que la creo clave para este texto es por las dificultades que atravesó desde su primer montaje, el cual no agradó a la productora, generando una película que, en realidad, a lo largo de la historia no ha sido una sola, sino muchas, por su constante reedición y montaje, tratando de ajustarse y acercarse, seguramente sin lograrlo, a la idea inicial del director, que permanecía en cama enfermo e inerme sin poder culminarla. Una historia que ha experimentado cambios y que nunca ha permanecido estática y permanente sino como el agua que discurre por un río, según decía Heráclito y que podemos imaginar aún mejor en un limbo líquido depositario del imaginario del genial y desaparecido tempranamente Vigo.
En Francia, con motivo del alejamiento del cine norteamericano que llegaba al país, surgió esta corriente de cine fluvial, que podría hasta considerarse un género, en la que se apostaba por lo contrario a esos espacios de desiertos y llanuras que abundaban en el western, género muy prolífico en esos años. Eso marcaría el pistoletazo de salida a numerosas historias cuyo eje se articula en torno a los ríos y París, como ciudad de las oportunidades y la felicidad. Películas vehiculares de relatos vivos, simbólicos, con decorados cambiantes, de renacimiento, de conocimiento, de viajes iniciáticos y el fluir de la vida buscando un futuro mejor o huyendo del pasado. Algunas historias que desarrollaré después, que brotaban del agua con esas singulares relaciones las cuales salpicaban de vida a las embarcaciones y que experimentarían la polaridad del agua, medio purificador, remanso de paz o foco de peligrosidad.
Introducir el agua y los ríos en el cine transciende al paisaje en sí; ese mundo simbólico –reino intermedio entre el de los conceptos y el de los cuerpos físicos– hace necesario descifrarlo y acudiré como en otros artículos anteriores míos al libro “Diccionario de símbolos”, de Juan Eduardo Cirlot. En él hallamos que el AGUA está relacionada con la sabiduría, cuanto más profunda, más insondable. La inmersión en ella significa el retorno a lo preformal, con su doble sentido de muerte y disolución, pero también de renacimiento y nueva circulación. También simboliza la fecundidad, pero además constituye un ciclo rotatorio que nunca termina, como el ciclo de la vida. Se genera, discurre, se evapora, se vuelve a generar. El agua puede ser mansa y “obediente” parada en un dique, pero puede romper y generar cataclismos en esa especial y amenazante dualidad que posee. Su fluir por ríos y arroyos la hacen irreversible, de pasado que jamás volverá.
En cuanto al RÍO en sí, encontramos que es un símbolo ambivalente por corresponder a la fuerza creadora de la naturaleza y del tiempo. Puede significar la fertilidad, pero también el abandono y el olvido. La BARCA tiene un sentido general de “vehículo”, generalmente una cuna recobrada o el útero materno. Con relación al BAÑO, la inmersión significa no sólo purificación, sino principalmente regeneración a causa del contacto con las fuerzas de transición (cambio, destrucción y nueva creación) de las aguas primordiales. Y las necesarias ÁNCORAS o anclas simbolizan la salvación o la esperanza. Las OLAS, la pureza.
En las siguientes películas analizadas estos elementos enriquecerán la lectura de las mismas, por cuanto su simbología la supieron traducir a imágenes que nos hablan e interpelan directamente, enriqueciendo los relatos por el significado de todo lo que rodea a lo fluvial. Mi singladura zarpa ahora mismo y les invito a navegar por películas en las que los ríos son determinantes, marcando un devenir que acompaña de forma callada a los personajes, pero que define sus existencias. Síganme por sus numerosas paradas, en distintos fondeaderos y pantalanes.
Introducir el agua y los ríos en el cine transciende al paisaje en sí; ese mundo simbólico –reino intermedio entre el de los conceptos y el de los cuerpos físicos– hace necesario descifrarlo y acudiré como en otros artículos anteriores míos al libro “Diccionario de símbolos”, de Juan Eduardo Cirlot. En él hallamos que el AGUA está relacionada con la sabiduría, cuanto más profunda, más insondable. La inmersión en ella significa el retorno a lo preformal, con su doble sentido de muerte y disolución, pero también de renacimiento y nueva circulación. También simboliza la fecundidad, pero además constituye un ciclo rotatorio que nunca termina, como el ciclo de la vida. Se genera, discurre, se evapora, se vuelve a generar. El agua puede ser mansa y “obediente” parada en un dique, pero puede romper y generar cataclismos en esa especial y amenazante dualidad que posee. Su fluir por ríos y arroyos la hacen irreversible, de pasado que jamás volverá.
En cuanto al RÍO en sí, encontramos que es un símbolo ambivalente por corresponder a la fuerza creadora de la naturaleza y del tiempo. Puede significar la fertilidad, pero también el abandono y el olvido. La BARCA tiene un sentido general de “vehículo”, generalmente una cuna recobrada o el útero materno. Con relación al BAÑO, la inmersión significa no sólo purificación, sino principalmente regeneración a causa del contacto con las fuerzas de transición (cambio, destrucción y nueva creación) de las aguas primordiales. Y las necesarias ÁNCORAS o anclas simbolizan la salvación o la esperanza. Las OLAS, la pureza.
En las siguientes películas analizadas estos elementos enriquecerán la lectura de las mismas, por cuanto su simbología la supieron traducir a imágenes que nos hablan e interpelan directamente, enriqueciendo los relatos por el significado de todo lo que rodea a lo fluvial. Mi singladura zarpa ahora mismo y les invito a navegar por películas en las que los ríos son determinantes, marcando un devenir que acompaña de forma callada a los personajes, pero que define sus existencias. Síganme por sus numerosas paradas, en distintos fondeaderos y pantalanes.
"Colophon" (2015). ალექსანდრე კობერიძე
"Colophon" (2015). Alexandre Koberidze
La chica se sienta casi en la proa del barco con la cabeza entre las piernas sin encontrar consuelo con él, que intenta socorrerla de su angustia, mientras prepara con mimo su cama. El desarrollo del corto transcurre navegando por las aguas oscuras y pacíficas, por las que la embarcación fluye acariciando, levitando más bien, en una secuencia larga envolvente de paz. Tan paciente como ese muchacho que cuida de ella, la observa en silencio, rema acompasadamente con esmero, alimentándola, esperando cada día sin prisa el cambio, la luz que la saque de su estado catatónico mientras discurren entre cañas y carrizos que se reflejan perfectamente en el agua quieta, especular y relajante. El escaso movimiento y pequeñas ondas del agua provoca que los reflejos intermitentes de la luz crepuscular asemejen luciérnagas que nos hipnotizan, nos mecen, mientras él observa y vuelve a esperar con calma el milagro. Un cine el de Koberidze para sentir, muy distinto, de observación. Rodar un desayuno con delicadeza, o lavar ropa en el río y que te absorba esa cotidianidad tan sencilla responde a su idiosincrasia; su cine pide que te instales en él y percibas su pulso calmado, bello, mágico. Un viaje interior flotante, con vasos comunicantes entre esa pareja, aunque no se perciba, donde se aguarda lenta y sosegadamente la metamorfosis de ese hechizo. Imaginación del chico, momentos de observación interior, no nos preguntemos por qué, simplemente disfrutemos de esas aguas calmadas, con energía latente y dejémonos llevar por lo que nos ofrece el director. Fábula preciosa, detenida en el tiempo, metáfora sobre el amor, la reflexión, lo meditado, la alteridad… Sobre el que sabe confiar, aguardar, aguantar y sentir que lo mejor está por venir cuando el río desemboque en el mar.
Sigo navegando y me detengo en el cine mudo de Jean Renoir, no sin antes contextualizar el cine francés de los años 20, el cual tuvo querencia por rodar en espacios naturales acuáticos, en concreto en esa red de canales que cruzan Francia. Una tendencia que generaría una corriente de “Cine fluvial” aludido anteriormente, que se articula en el otro polo respecto a un cine más anquilosado y de rígida espacialidad como el Film d’Art, transformando por completo el escenario. Existen muchas películas en esta etapa de travesías fluviales, en la que los ríos fueron claves en un contexto de auge de la vanguardia en el cine, pero también se inició paralelamente un despertar de oposición entre ésta y otra corriente poética con tintes documentales donde esas péniches, en francés, o barcazas gozaron de un gran protagonismo por las historias personales y vitales que se generaban en sus trayectos de transporte de mercancías y llegadas a cada muelle. Nombraré alguna y destacaré solo las más fundamentales y que concluirían en la obra maestra de Jean Vigo de 1934, que reunía todos esos elementos con un inicio de modernidad. Un cine con esa simbología de canales rectos, de aguas mansas enmarcadas por vegetación riparia, viajes que buscan el conocimiento en esos camarotes que, de alguna forma, les hacían sentir atrapados y añorar la libertad en tierra en cada una de sus paradas y la interacción con otras culturas.
"La Fille de l'eau" (1925). Jean Renoir
Con “La Fille de l’eau” (1925), de Jean Renoir (1894-1979), detectamos una relación estrecha entre el río y los protagonistas. El comienzo de la embarcación –una péniche tirada por un caballo que monta Gudule (Catherine Hessling) por un canal de aguas tranquilas en el que, con una sutil belleza, se reflejan los largos y equidistantes troncos de los chopos del margen–, es en apariencia feliz con esa preciosa chica y su padre. Pero la presentación del tío con un rótulo que le tacha de bruto, presagia lo peor. Cada personaje es descrito andando por la cubierta de la gran barcaza navegando mansamente; si el tío tiene malos modales y le pega una patada al perro en su caseta asomado, ella se nos muestra esplendorosa, muy bella, mientras camina, grita y cocina un ragú con entusiasmo, cuando su despreocupado padre intenta sacar agua con un cubo. Georges, un chico de familia acomodada, la observa desde la orilla montado en un flamante caballo tordo que se refleja en el agua cristalina con un conseguido efecto estético que le asemeja a príncipe de cuento. El poético simbolismo de lo rectilíneo del canal y los árboles que lo delimitan como un pasillo, nos sugiere una vida marcada y predestinada que fluye a la vez que lo hace el río, pero que también puede verse influida por zonas más rápidas y virulentas que propicien drama y pasiones, o padecer la cara más amarga del medio acuático, lejos de ser un medio apacible. Por ello, ese efímero momento de alegría se ve enturbiado por la caída al agua del padre de Gudule y la dilatada búsqueda de los hombres que exploran el canal con sus numerosos faroles reflejados en el agua nocturna de una forma melancólica hasta que le sacan ahogado. Su triste muerte precipita el intento de violación y paliza posterior del tío hacia su sobrina que huye por el margen del río junto al perro proyectada en el agua abatida, que se torna más oscura absorbiendo su angustia, consiguiendo un doble efecto emocional, mientras es vigilada en un plano subjetivo por un cazador furtivo. Los personajes en este subgénero del cine francés lanzaban sus miedos al agua, que se convertía en epicentro del relato y era testigo del inconsciente de estos.
La errática vida que le espera a la joven chica la lleva a deambular por esa vegetación fluvial mientras entabla relación con el cazador, viviendo en la caravana junto a su madre, una adivina. Seguimos viendo su vida ligada a la supervivencia con los recursos del río con el chico, mientras cruzan el canal en un pequeño salto que provoca una cascada y pescar furtivamente en una propiedad privada cuando son sorprendidos por el dueño. La película está narrada con una perfecta conjugación de drama, vanguardia y vida en la naturaleza. Pero donde Renoir brilla más es en la parte onírica, cuando Gudule se queda sola por el incendio premeditado de la caravana y vaga lloviendo por el bosque frondoso. Su parada exhausta, apoyada en el tronco de un árbol próximo a la ribera del río con pesadillas febriles, provoca un episodio de infinita belleza vanguardista jalonada por diversas sobreimpresiones de ella montando a caballo con su amado entre mucha confusión, con un montaje muy dinámico, sugerente y delirante, nunca mejor dicho, y unos decorados extraños diseñados por el mismo Renoir. Toda una demostración de que, como decía Jean Epstein: “el cine es el instrumento más apropiado para expresar el mundo de los sueños”. Y estos sueños o pesadillas parecen reverberar en ese paisaje húmedo y oscuro que les inyecta de incertidumbre.
El medio acuático sigue siendo testigo, además de esas pesadillas, del intento de declaración de Georges entre la vegetación al lado del río, con la consiguiente desolación de ella mientras la vemos sentada con el agua detrás y, sobre todo, con la pelea entre su enamorado y su agresivo tío –a destacar la visión triple del cuerpo de este frente al agua por el golpetazo a Georges– en el borde del agua, donde cae este último derrotado alejándose arrastrado lentamente por la corriente hacia un espacio abstracto, desapareciendo de la historia, como si esta fuera cómplice de un final feliz clásico.
"La Belle Nivernaise" (1923). Jean Epstein
"La Belle Nivernaise" (1923). Jean Epstein
Prosigo este viaje acuático y atraco en “La Belle Nivernaise” (1923). Jean Epstein (1897-1953) tuvo una especial relación con el agua, ya fuera fluvial o marítima. Sus famosas sobreimpresiones del agua sobre las caras de las personas tenían un sello especial por cuanto expresaban y sugerían estados mentales de los protagonistas donde la emoción, los recuerdos, la tristeza o el drama tenían una relación estrecha con ellos y se filtraban hasta fundirse como un todo. En esta, rodada el mismo año que “Coeur fidèle” se inicia ese tipo de planos poderosos que serían comunes en otras muchas posteriores.
Volvemos a ver navegar en una barcaza (péniche) cargada de troncos entre altos álamos por el Sena a un señor triste y su mujer con muy mal genio. Al reprocharle que no beba él le dice que “eso le hace pasar la vida”, mientras una sobreimpresión del pequeño oleaje del agua sobre la que discurre se fusiona con su rostro melancólico como vaticinio de un giro a su vida. Al llegar a la ciudad, se encuentra a un niño perdido (Victor) y lo adopta, llevándolo con su mujer e hija (Clara), representando un aliciente en su anodina vida y así poder pasar el testigo de patrón cuando este crezca. Cuando pasan 10 años sobre el agua, vemos solo los pies juguetones y piernas de la niña sobre la cubierta, a la que intuimos ya adolescente, en una sinécdoque excelente en que esas posturas de los pies son señales de la chica de amor al niño ya crecido. A continuación, el curso con sus árboles flanqueando la ribera del canal marca el devenir de la incipiente pasión, con miradas cómplices y tímidas con el río como fondo y cuando ella apoya su cabeza en el hombro de él mientras navegan y fluye su vida felizmente. También las aguas son testigo de su primera cita formal y seria con una deliciosa escena de cómo se visten y arreglan en estancias distintas de la embarcación con mucha ilusión. Una mesa donde toman un refresco al lado del río constituye un momento idílico con gran frescor e inocencia. Sin embargo, el tono cambia cuando se da una situación parecida a la película de Jean Renoir con un intento de abuso del ayudante del patrón del barco que la desea por su enorme cambio físico. Epstein anticipa la violenta escena con el agua discurriendo fuertemente al abrir las compuertas, en una imagen con fuerza visual. El chico intenta ayudarla, mientras la barcaza pierde el rumbo y tienen que salir los dos a empujar fuertemente el timón con mucho esfuerzo para no caer por la pequeña cascada, mientras el agresor se precipita al agua que lo traga cómplice formando un pequeño remolino hasta que desaparece en el fondo. Presagio de cambio del destino al aparecer el verdadero padre del chico que quiere que abandone su puesto de ayudante del patrón y dedique su futuro en la ciudad apartado del agua que le vio ser protegido, adoptado y crecer.
En su etapa de estudios en una Institución, mientras lee un libro de geografía, los canales que tiene que aprenderse le llevan al recuerdo de Clara, mientras unas bellas y vanguardistas sobreimpresiones del río sobre ellos y un humo le hacen soñar con el pasado. La fuerza magnética de esa agua le hará volver a ella, aunque de forma muy amarga.
"La Belle Marinière" (1932). Harry Lachman
Affiche
Otras películas como “La Belle Marinière” (1932) también reflejarían los trayectos por el Sena hacia la esperanza de un París que cambie el rumbo de sus vidas. Una película con partes inacabadas y perdidas que se restaura con bellos fotogramas del la barcaza, el Sena y sus tripulantes, en un amargo triángulo amoroso. Películas que abrazarían a un joven Jean Vigo e las salas de cine y que le provocarían crear la suya propia.
"L'Atalante" ("Le Chaland qui passe") (1934). Jean Vigo
Affiches
"L'Atalante" ("Le Chaland qui passe") (1934). Jean Vigo
Dita Parlo & Jean Dasté
Por ello, se me hace imposible no acudir con urgencia y necesidad a Jean Vigo (1905-1934) y "L’Atalante" (1934) en este estudio. Quizá esta película sea, como apunté con anterioridad, el punto de convergencia de todas las anteriores, con las que sublima y materializa su obra maestra. Vigo reúne escenas documentales, lirismo, vanguardia y drama social, anticipando una incipiente modernidad y abriendo las puertas de la antesala al Realismo poético. Basada en una historia de Jean Guinée, estamos invitados a una de las películas más rebosantes de vida, entusiastas, sensibles y melancólicas del cine francés y mundial. Vigo, que la rodó y editó ya muy enfermo poco antes de morir con solo 29 años, expresó su visión de la sociedad francesa de la época, pues aportó imágenes de las dificultades laborales con esa cola del paro –tal como ya reflejaría en "À propos de Nice", con ese contraste de clases sociales–, la delincuencia, la desigualdad social de las grandes ciudades que exhibían sus comercios y la añoranza de una mejor vida; completando una historia de amor de una pareja recién casada, con sus riñas, deseo y con marcado acento de ansias de libertad y una optimista anarquía, seguramente homenaje a su padre, temática que ya abordaría en “Zéro de conduite”. Emocionante que un director tan joven, en su casi último aliento de vida, agarrándose a ella, insuflara tanta energía y realizara toda una declaración pasional sobre proyectos vitales en ciernes en los que confluirían divergentes formas de afrontarlos, la libertad frente a lo tradicional, el desorden ante el orden y la obediencia.
Todos esos temas y simbología van como equipaje de esa chalana (chaland) –una embarcación de escasa profundidad que cursa los canales franceses–, después de una austera boda en la que no hay convite por la condición humilde común en esa época en la mayoría de la sociedad, pasando rápidamente a una “luna de miel” que transcurrirá en esa barcaza llamada L’Atalante, junto al tío Jules y un jovencito ayudante. Un viaje sin vacaciones que nos habla de la precaria situación de la pareja que aprovecha el trabajo de él como patrón de barco para comienzo de una feliz etapa en común, como promulga la tradición, pero con más personas acompañantes. Una despedida fría y triste de las familias en tierra provoca el sentimiento más de funeral que de boda, pero un formidable y homenajeado plano de la novia vestida con traje largo cambia el tono cuando, ya en la proa, mira exultante hacia el futuro que le espera. El abrazo por detrás de él y su desmayo nos habla de su nerviosismo por el cambio de estado y su caminata posterior por la cubierta en sentido contrario al de la chalana, que ya ha zarpado, me resulta una imagen que habla por sí sola, como si sintiera incertidumbre por el devenir y echara de menos su etapa anterior, que ya no volverá. Como ese símbolo de lo irreversible del curso de los ríos que desarrollé en mi introducción. Un río que obliga con su flujo constante e inexorable al inicio de una precipitada y estrecha relación en común que se verá salpicada por el amor, pasión, música, enfados y reconciliaciones. Un viaje que el personaje del tío Jules desestabilizará, provocando un oleaje interior surcando esas aguas por su experiencia vital, necesidad de música, la cultura, exotismo y desgobierno que exhibe en forma de tatuajes y de objetos de muchas partes del mundo, algunos extravagantes, recopilados en sus viajes y que despiertan en ella un interés por lo contrario a la vida aburrida y anodina que le está ofreciendo Jean, el cual estalla en un ataque de celos y agresividad. Por otro lado, Jules se harta de los continuos abrazos y muestras de cariño de los recién casados, evidenciando su soledad que mitiga con sus recuerdos y fotos de mujeres en su desordenado camarote repleto de gatos, en ese tipo de familia comunal que ha escogido libremente y que escapa a las convenciones sociales. Puntos de vista y experiencias vitales tan opuestos que no tardarán en entrar en conflicto en esa barcaza de estrecha convivencia y en las que formas de “gobierno” y posturas tan irreconciliables provocarán un conato de rebeldía pronto.
De nuevo, el río se convierte en canalizador de los sentimientos de la pareja, con su futuro incierto en esa noche con espesa niebla en la que a punto están de chocar con otra embarcación, pero donde será fundamental es en esa idea de Juliette en que el amor de tu vida se te aparece si abres los ojos dentro del agua, a lo que él responde tirándose al canal y diciéndole que no ve nada. Ella responde que “lo verá cuando se lo tome en serio”. Leyenda que se hará realidad en una de las escenas más famosas y deslumbrantes de esta película en las que el fluido es protagonista total cuando Jean, tras el abandono de su mujer –que demanda conocer las grandes ciudades, visitar tiendas de moda tal como escuchó en la radio de la embarcación, hacer turismo y que no recibe ninguna atención– angustiado, se tira al río para encontrarla y ahora sí, la magia se hace realidad y esas sobreimpresiones subacuáticas nos regalan unos de los momentos más poéticos y vanguardistas del cine francés con ella sonriendo vestida de novia, plena, con el velo y vestido ondulando por las corrientes y él buceando buscándola. Ya Vigo tendría experiencia en rodar bajo el agua con su "Taris, roi de l'eau", sobre un nadador profesional al que rueda desde distintos ejes y ángulos. Al llegar a Le Havre, abriéndose el Sena hacia el océano, Jean corre por la playa creyendo que su mujer se ha marchado en un barco en una imagen que nos remite a “Les quatre cents coups” de Truffaut, con esa misma sensación de desarraigo e incertidumbre. Tras un tiempo de separación y con Juliette de vuelta gracias a Jules, el reencuentro derrocha felicidad que nuevamente se proyecta en el río y esa péniche que discurre rápido en una bella imagen aérea vitalista que se abre camino en el agua, simbolizando el devenir de la vida. Toda una melodía visual en la que la música de Maurice Jaubert (1900-1940) y “La canción de los marineros” (Chant des mariniers) está siempre presente aportando optimismo y frescura, sonando con el acordeón de Jules y en el gramófono que se afana en arreglar para alentar su espíritu, porque también, a su forma, es un romántico. Por ello, resulta muy penoso que la productora hiciera su propio montaje, al no gustarle el resultado del de Vigo, que ya estaba postrado en cama a causa de una tuberculosis y eliminara la bella música del compositor, sustituyéndola por “Le chaland qui passe”, que daría título también a la película.
Arribando a otro pantalán más lejano, me encuentro con “The River” (1929). Frank Borzage (1894-1962) unía en esta bella y excepcional película uno de sus grandes pilares, la fuerza del amor y la del agua. Uno de los directores que mejor y más se zambulló en la pasión en el cine mudo norteamericano, también cayó en la tentación de reflejar la influencia de un río en la vida personal de dos seres predestinados a conocerse por el curso fluvial. Allen John es un joven que construye su propio barco y baja desde un pueblo en las montañas hasta llegar a una presa en obras, lo cual le obliga a detenerse un tiempo. Una embarcación que simboliza la búsqueda de la independencia y la madurez de este chico que empieza a construir un sueño. Ese lugar entre montañas donde trabajan y viven numerosos hombres en cabañas que se asoman a la presa está inmerso en pleno conflicto por un asesinato y detención del jefe, que es el amante de Rosalee. La parada obligada en el río le hará aprovechar para nadar y disfrutar a Allen John de su caudal y de flotar en él plácidamente, mientras ella lo sorprende preocupada, pues parece ahogado. El fresco encuentro está narrado con esa delicada y suave picaresca que caracteriza a Borzage; él quiere salir desnudo por una roca sin advertir la presencia de ella y se asusta por el pudor, introduciéndose otra vez en el agua mientras conversan. Un plano de un peligroso remolino de agua es motivo para anunciarnos la amenaza latente de esa bolsa de agua almacenada donde está atracado el ingenuo chico y que provocará el progresivo acercamiento de la pareja por fases con un suave erotismo narrado de forma deliciosa por Borzage. Un tren que siempre promete tomar Allen pasa por un alto puente encima del río, pero la energía del lugar y la enigmática mujer le hacen desistir varias veces de subir en él. La sensualidad inicial del mojado encuentro va perdiendo fuerza por la falta de experiencia del chico, que no es capaz de dar respuesta a las insinuaciones de ella, pasando de estación de forma simbólica y volviéndose lo cálido y pasional de lo acuoso, a gélida nieve de invierno que lo congela todo.
Una pelea definitiva hace huir en plena ventisca de nieve a Allen John a su barco, donde la exposición y falta de leña, le harán casi congelarse. Tras una escena de ayuda y salvación colmada de exquisita carnalidad piel con piel y de mucha emoción, el río vuelve a ser protagonista cuando ella cae al remolino huyendo de su antiguo amante, que ha escapado de la cárcel. El estado inacabado de la cinta que se encontró y la restauración posterior, nos enseña esa parte con fotogramas y con un cartel de ella sumergida, por ausencia de la bobina. La valiente actuación de él que bucea angustiosamente para tirar de ella hubiera sido una escena vibrante, pero quedará en nuestra imaginación el poder de regeneración del agua y de la salvación de ella y del amor surgido entre los dos. Amantes que resucitan uno con el otro y que se reencuentran para siempre subiéndola simbólicamente él al barco para emprender un futuro juntos mientras navegan entre árboles y montañas. Un final de cuento en que Allen John le dice a Rosalee “el río, como el amor, purifica todo”.
Si hay personas que argumentan que el cine de Borzage era edulcorado y poco realista, que me siga engañando en todas y cada una de las numerosas que le he visto; que me engañe con su especial magia que todo es posible y que me haga soñar en lo que duran sus melodramas románticos, que no es poco.
Prosigo esta singladura adentrándome en el cauce del río Duero con este documental de 1931 del longevo Manoel de Oliveira (1908-2015), titulado “Douro, faina fluvial”. Este es su primer trabajo, enmarcado en esa serie de “Sinfonías de ciudades” que jalonaron esa época con homenajes urbanos, que transcendían el mero documental con un acento poético en esas imágenes encadenadas y rítmicas, sin argumento, con resonancias en las propias notas musicales que son capaces de alumbrar; y teniendo como mascarón de proa a la más famosa “Berlin – Die Symphonie der Großstadt", de Walther Ruttmann, con la que quedaría fascinado Oliveira. Una corriente que empezaría en los años 20, con un precedente aún no tan definido en esas posteriores sinfonías, como es “Manhatta” (1921), de Paul Strand y el pintor Charles Sheeder o “Rien que les heures” (1926), de Alberto Cavalcanti, sobre París. Esta sucesiva tendencia le llevó a Oliveira a apostar por Oporto, su ciudad natal y así crear la suya propia convergiendo brillantemente en ella su interés por Robert J. Flaherty, el montaje soviético y los vanguardistas como Jean Epstein, en detalles que somos capaces de saborear y distinguir. En el inicio, con esas olas que rompen en esa desembocadura del Duero contra los muros y las imágenes de los faros, se hace inevitable acudir a la serie de películas de Epstein en el mar como “Mor’Vran” o “Les feux de la mer”, entre otras, en las que la cadencia del movimiento del mar en la desembocadura cobra vida propia y los faros se erigen imponentes en el amanecer. Continuará Oliveira mostrándonos con mucho ímpetu las estelas de muchos barcos en el agua que llegan para descargar e iniciar la jornada a un ritmo frenético. Al director le interesa mostrarnos el contraste de la arquitectura que rodea el famoso río destacando sobremanera el Puente Luis I –ingente obra de ingeniería que engrandece con la diversidad y alternancia de planos desde distintos ángulos y que me han llevado al homenaje que hizo René Clair a la Torre Eiffel en “Le tour” (1928), a la que proveía de una dimensión orgánica con ese corazón de cables y hierro que palpita dentro de ella– y diversas edificaciones más modernas, comparados con la humilde población de vendedores y pescadores que se afanan con el género. Modernidad frente a tradición en una singular ligazón que convive a diario en ese Oporto vibrante, vivo, que se asoma desde sus colinas atestadas de casas elevadas de principios del siglo XX, con sus callejuelas, gentes, ropa colgada, a su Douro, río explotado, necesario, proveedor, colonizado por numerosas embarcaciones de una sociedad marítima dependiente de él.
Una pelea definitiva hace huir en plena ventisca de nieve a Allen John a su barco, donde la exposición y falta de leña, le harán casi congelarse. Tras una escena de ayuda y salvación colmada de exquisita carnalidad piel con piel y de mucha emoción, el río vuelve a ser protagonista cuando ella cae al remolino huyendo de su antiguo amante, que ha escapado de la cárcel. El estado inacabado de la cinta que se encontró y la restauración posterior, nos enseña esa parte con fotogramas y con un cartel de ella sumergida, por ausencia de la bobina. La valiente actuación de él que bucea angustiosamente para tirar de ella hubiera sido una escena vibrante, pero quedará en nuestra imaginación el poder de regeneración del agua y de la salvación de ella y del amor surgido entre los dos. Amantes que resucitan uno con el otro y que se reencuentran para siempre subiéndola simbólicamente él al barco para emprender un futuro juntos mientras navegan entre árboles y montañas. Un final de cuento en que Allen John le dice a Rosalee “el río, como el amor, purifica todo”.
Si hay personas que argumentan que el cine de Borzage era edulcorado y poco realista, que me siga engañando en todas y cada una de las numerosas que le he visto; que me engañe con su especial magia que todo es posible y que me haga soñar en lo que duran sus melodramas románticos, que no es poco.
"Douro, faina fluvial" (1931). Manuel de Oliveira
Imágenes rítmicamente montadas con su tonalidad alegre, acompasada, con reflejos de barcos, gaviotas y palomas que alzan el vuelo, maromas, veleros, mástiles que se elevan a un punto de fuga celestial; personas comiendo, peces vivos, en salazón, mujeres transportando en sus cabezas cargas, bueyes… melodía que me gustaría que saliera de mis letras y le hicieran justicia a las imágenes. Sinfonía, sin duda, del pulso de un día laboral sin descanso en ese muelle que va encontrando el equilibrio progresivamente y la calma al llegar la noche cuando, en una narración que cierra el ciclo, volvemos a ver las olas rompientes y los faros, que empiezan su actividad, sabiéndose protagonistas, de forma callada, sigilosa, cómplices y compañeros del Duero; vigilantes de su apertura al mar al que llega exhausto, en esa ciudad asentada en torno a él desde tiempos remotos. Ciudad que no puedo borrar de mi memoria desde mi estancia allí hace unos años.
"Inspirace" (1949). Karel Zeman
"Inspirace" (1949). Karel Zeman
Si los ríos se generan con el agua de lluvia en un ciclo interminable, este trabajo de Zeman es un canto a esas gotas regeneradoras y revitalizantes que forman charcos y cursos de agua en una tarde melancólica de lluvia intensa que impregna los cristales de un creador, desesperanzado al no encontrar inspiración en sus diseños sobre el papel. Asomándose pesaroso a la ventana repara en el arco iris reflejado en los riachuelos formados por la abundante lluvia, las suaves e hipnotizantes ondas que se forman en ellos y se concentra y penetra en una gota de una hoja. A partir de ahí nos adentramos en un microuniverso que brota de incalculable belleza, creatividad e imaginación. Un alarde de fantasía cromática y de elementos que atrapa a niños y no tan niños a través de esas deliciosas figuritas de cristal soplado con las que el director trabaja concienzudamente dotándolas de un frágil y magnético movimiento, destacando el nenúfar que alberga una patinadora en un agua quieta, tranquila, sobre la que se desliza flotando de forma etérea, así como esa auriga femenina que maneja tres hermosos caballos. Observamos trozos de hielo que fluyen curso abajo pasando entre estalactitas de cristal, masas de agua por las que Zelman nos acompaña fluyendo en su hechizo de cuento, deleite exquisito.
Juega con un imaginario fascinante, onírico, que vive en una gota, germen de vida y de inspiración en la naturaleza que halla el artista y que brota en sus manos materializándose en figuras de cristal que van moldeándose bajo la batuta de estas musas acuáticas.
"Chronicle of Flaming Years" (La Epopeya de los Años de Fuego)
En estos momentos de quietud, realizo un descanso en este recorrido, pero con un rumbo próximo hacia una segunda etapa del viaje, deteniéndome y fondeando en películas como “The Swimmer”, “Sången om den eldröda blomman" (La canción de la flor escarlata), “Повесть пламенных лет" (La epopeya de los años de fuego), “H2O", “Про уродов и людей" (De monstruos y hombres), “María Candelaria”, “Steamboat Bill, Jr." (El héroe del río) y más sorpresas.
Cádiz, a 28 de julio de 2022
Estrella Millán Sanjuán
Comentarios de nuestros lectores:
- Francisco Huertas Hernández: "La humanidad construyó sus ciudades y civilizaciones junto al mar o cerca de los ríos. El agua es fuente de energía, y medio de transporte para la guerra, el comercio y el recreo. Encontrar películas en las que los ríos sean su arteria vital es la tarea que ha emprendido aquí Estrella Millán Sanjuán en un nuevo ensayo, tan ordenado, detallado, apasionado y autobiográfico, como los que ya le hemos leído. El agua y el amor son una coincidencia confidente, como escribí en mi libro. Y "L'Atalante" es la cima de esta intuición cósmica y psicológica..."