Puerto de sueños & Églogas
El amor que fue y ya no es
Francisco Huertas Hernández
"L'Atalante" (1934). Jean Vigo
Juliette (Dita Parlo) & Jean (Jean Dasté)
Esta es la película más bella jamás filmada. El poeta visual francés Jean Vigo tuvo una vida breve, pero sus creaciones alcanzaron todas la altura de lo inmortal -"À propos de Nice" (1930), "Taris, roi de l'eau" (1931), "Zéro de conduite" (1933), "L'Atalante" (1934)-.
"L'Atalante" es un canto al amor que fluye como agua. Río y navegación. Tiempo del deseo. Eternidad de la ternura. El estrecho espacio de la péniche (barcaza de transporte fluvial) que discurre hacia París donde las tareas de la vida separan y unen a la pareja mecida por las aguas. Gatos, un viejo, cacharros. La guinguette (taberna) que seduce con sus engaños a Juliette. Los celos. La ira. La separación. El dolor insoportable de perder a la mitad amada. Y el obsesivo deseo de recuperar en el sueño del fondo del canal la imagen amada. Juliette regresa en la película. En la vida nunca existe el regreso.
El amor puede venir como una costumbre o como un destino. Si es lo primero uno camina, si lo segundo uno navega o vuela, y termina naufragando ahogándose o se estrella contra una cumbre nevada. Pero antes hay que dormir juntos abrazados. Como Marianne, el primer amor-destino, imperioso, hipnótico, infantil, lunático y fatal
A la memoria de mi amada Marianne
Puerto de sueños
Noviembre 2001
Égloga I
Quedé yo confundido por su misterio, por sus secretos; enredado en su voz y sus ojos. Su destino se hizo el mío, porque ella y yo fuimos uno. Había tardes de puzzle y telenovela, de viento, de crepúsculo de noviembre en la hora de la digestión, de conversaciones misteriosas, de secretos imposibles, de esperanza y licor de manzana. En esas tardes de sofá y punto ella tejía mi corazón uniendo mi hilo rojo al suyo con su ternura y mi tristeza. Los secretos eran de amor, pero su mundo era la mentira, una mentira de niña que hace novillos, pero quiere, y, por querer, se entrega a una vida llena de inventos y acontecimientos míticos. No, el mito no es un engaño. El engaño es el odio y la maldad. En el corazón del amor no hay mentira: hay imaginación y poesía. Vida y poesía. Una poesía de combate como un desodorante contra el hedor del destino. Una poesía de vida deseada, temida, soñada. Éramos un abrazo de manos que han temblado, y un beso de labios que han temblado, y un hogar de existencias que han temido por su futuro. Toda existencia es un misterio, pero el amor no cede a los secretos, a los mitos. El amor se crece ante ellos, los hace suyos sin entenderlos, los sublima. No, no me digáis que, en el fondo de los secretos, de los misterios, de la poesía, del mito, de la vida, que, en el fondo más terrible, más inaccesible, se escondía el más espantoso de los secretos: la mentira de un falso amor. No. No es verdad. En su corazón habría crucigramas, habría enigmas en su mente, pero su alma era una luz cristalina de amor, de amor, de amor.
Martes 31 de julio de 2001
Égloga II
Tú. Te hiciste destino. Entonces no hubo más mujeres que tú en el universo. Recuerdo cada detalle. El comienzo. El final. Los días de vino y endibias. Éramos habitantes de una tierra prometida. Caminabas descalza, sonriente. Atabas los misterios en un hatillo y lo dejabas caer en la corriente. Navegaban mansos mientras había flores y sueños. Luego llegaban los riscos, los rápidos, las cascadas. Salías de la ducha y los misterios estaban revueltos. Pero tú eras buena y me amabas. Paseábamos por la playa. Los misterios eran fuegos dorados, destellantes. Pasábamos entre ellos y sobrevivíamos. Había galletas, leche, fruta, amor. Te deshiciste de secretos que eran mitos y te envolviste en mitos que eran imposibles. Te bañabas. Yo escuchaba el agua correr. Los misterios te rodeaban, lentos, rápidos, silenciosos, estridentes. Te bañabas. El mar estaba dentro de tus ojos, y los misterios. Entonces no había más mujeres que tú en el universo. Te hiciste destino. Tú
Miércoles 1 de agosto de 2001
Égloga III
Nos movíamos por las estaciones. Andenes que nos separaban y nos volvían a juntar. Bajabas en una noche de otoño de uno. Subía en un mediodía de otoño en otro. Incluso íbamos a tomar café a las estaciones. Dormíamos en ellas. Yo te conocía como se conoce a un viajero misterioso en una estación suiza una tarde de invierno. Te sabía de raíles y traviesas, de ciudades y cafés, como quien nunca puede llegar a la ciudad definitiva, a la estación término. Yo estuve siempre esperándote en todas las estaciones. Viendo partir todos los trenes. Tu equipaje siempre ligero, como si no hubiera tiempo para abrirlo del todo. Nos queríamos en los vestíbulos de las estaciones cargados de maletas y de amor. Yo llevaba una maleta grande para poder apresar en ella todo el amor que había perdido en mi vida, pero tú sólo tenías un bolso de viaje y tu abrigo y nuestras manos enlazadas entre los viajeros indiferentes a nuestro destino ferroviario. Nos queríamos en las estaciones. Yo quería llevarte siempre a las estaciones. A veces, al principio, ni siquiera partíamos, sólo mirábamos y escuchábamos. El latido de los trenes que me recordaba al de nuestros corazones. Yo sentía que tu vida y la mía eran trayectos sin vuelta. Unas veces eras tú quien me esperabas en el andén con tu mirada llena de brillo, de alegría. Otras era yo quien te recibía. Nos arrullábamos con las sirenas de los trenes. Nuestro destino era ferroviario, desesperadamente ferroviario
Domingo 26 de agosto de 2001
Égloga IV
Muchas vueltas ha dado la tierra alrededor del sol y muchas migraciones de aves que desconozco han tenido lugar desde que nuestros destinos siguieron rutas diferentes. No sé si tú caminaste hacia la luz o hacia la noche, mas yo te aseguro que fui preso de una niebla que fue apagando mi corazón como los dedos expertos del ama de llaves hacen desaparecer la llama de una vela cuando, de camino a su habitación, va cerrando las estancias. Y esa oscuridad que se instaló aquí sólo se atenúa cuando el recuerdo de tu amor y nuestro hogar arde como un ascua rediviva al encontrar cualquier objeto, que, ahí, perdido, un día fue tuyo, y, acaso mío, pero, finalmente, nuestro. Qué paz cuando bordabas y el mundo era un envoltorio del tesoro que guardábamos: nuestro amor. El universo era un papel de plata que brillaba al sol y dentro estábamos nosotros, más ricos que el oro y más claros que el manantial. Yo te veía dormir por las tardes en el sofá tumbada, y no podía ver tu sueño sino tu pelo y tu aliento que era más suave que la brisa y más poderoso y significativo que las cosas que oponen su resistencia a nuestra mano. Destacábamos entre la multitud por nuestra fe en algo que estaba dentro del mundo y que el mundo desconocía. Íbamos y veníamos del mundo a casa y de casa al mundo, con el carrito de la compra, con diccionarios y herramientas, con sopa y cuadros. Todos nuestros pasos resonaban claros en nuestras almas por fin liberadas de presagios y fantasmas. Demasiado tiempo habíamos -cada uno a su manera, sin todavía conocernos- devorado en la lucha indigna de la vida que esquiva a los que aman y acuna a los que porfían insensibles y feroces. Mas, ¿qué ferocidad esconde la caricia? ¿y qué emboscada la ternura? Subíamos a casa con la comida que rebosaban los cestos y los licores que irradiaban en nuestras venas cristalina alegría. Y, quizá, una leve algarabía estallaba en el pasillo como una celebración solar de un mundo acabado de nacer, recién salido del horno, para el único disfrute de los que se aman. Así estaba el universo acurrucado en torno a nuestro regazo meciendo nuestro amor, así estábamos sintiéndolo nosotros, aunque hoscos rostros no participaran de nuestra consagración de la vida. Íbamos y veníamos del universo a casa, y de casa al universo, y, en el camino, dejábamos migas de pan para poder regresar al hogar que quería ser indestructible y fecundo. Fecundo como el sueño de un niño que sacia su sed de golosinas mientras duerme, como tú dormías en el sofá por las tardes después de bordar o de mecer suavemente la cuna del universo en el que habitábamos entonces
Lunes 30 de septiembre de 2002
Égloga V
Cada objeto del universo fue hecho para que tú lo tocaras, para que tu mano se posara en la cosa y tuviera vida, para que lo que era sólo materia tuviese alma y misterio. Así recuerdo ahora todo lo que tú tocaste, cuando, juntos, descendíamos por el ancho río de la dicha, vecinos del limpio cielo del otoño y de la tibia brisa de la tarde. Junto a mí, inertes, las cosas que el mundo dejó dispersas y sin alma cuando te fuiste. Pequeños seres sin vida que lloran por la noche mientras duermo soñando contigo y esas cosas que te amaban y corrían a tu lado para que tú las acariciaras y las insuflaras una vida que perdieron con tu ausencia. Como un ballet de Chaikovski o Stravinski, esos artilugios domésticos, llenos de polvo y olvido, únicamente podían existir en la luz de tu vida, al paso de tu alegría. Juntos nos movíamos por ese reino de muñecas con alma y carritos diligentes, posa servilletas amables y manteles obsequiosos, con música que inundaba nuestro hogar de júbilo y sentido. Un reino de hadas y de ron, de tabaco y puzzle, de ángeles y redenciones. Tú eras mi ángel y guardabas mi camino, que tan tortuoso y miserable había sido antes de que bajaras a la tierra a redimirme. Pero no puedo decir si ascendiste del infierno y tus alas límpidas aletearon toda la ceniza a la entrada de nuestra casa, quizá, al bajar del tren, porque del cielo o del infierno todo viene al mundo, a enloquecernos de ternura y de ira. Y así eras tú: exaltación de lo divino y lo terrible. Una fuerza incontenible que anegaba de dulzura el vasto dominio de nuestra casa. Cada objeto del universo fue hecho para que tú lo tocaras, para que tu mano se posara en la cosa y naciese a la vida, para que lo que era sólo materia tuviese alma y misterio. Así recorro las calles buscando en ellas las huellas de tus pasos, el líquido cristalizado de los escaparates que miraste, las tiendas, bares, mercados, semáforos, aceras, jardines, plazas, supermercados, cornisas, ventanas, puertas, calzadas, losas, juntas, que cruzaste, a mi lado siempre. Unidos como dos manos de un mismo cuerpo o dos estrellas o dos gotas de rocío. Busco el alma y el misterio de lo que recibió tu mirada y tu mano, y mis ojos y mis manos ya no pueden sino inventarte rodeada de inútiles trozos de ciudad carentes de sentido y dignidad
Jueves 3 de octubre de 2002
Égloga VI
Lo que en ti vivía era mi esperanza y mi destino. En ti confluía el agua de las lluvias escuchadas en las escuelas de la infancia y el sol de los sueños felices del atardecer. Tomaba forma la vida, en tus impulsos siempre enérgicos y espontáneos, en tus silencios tristes, tregua de tanto trajín e industria. No había otro proyecto que vivir, vivir juntos, marchar rectos hacia la ternura despojada de nombres y etiquetas. Quitar las ínfulas del aire que nos envolvía desdeñoso cuando nos miraba avanzar unidos de la mano. Estar en ti era la única manera de estar en mí. Sí. Porque toda mi vida te busqué, para que el hueco frío que me habitaba llegara a llenarse de cielo, llegara a ser parte de mí porque tú lo habitaras. Qué importaba que estuvieses reñida con el subjuntivo. La lengua española era abstrusa en su conjugación verbal, pero en ti era un idioma infantil y puro. Qué verdad que cada lengua es un mundo y una vida. Qué verdad que cada idioma da al amor y a la ternura un matiz, un giro, un perfume, un sonido, nunca antes imaginado. Esto era nuestro amor: un amor que ronroneaba en lenguas germánicas y románicas. Yo memorizaba tus expresiones, imprecisas para los gramáticos castellanos, pero plenas de vida y de luz, con tus mezclas de idiomas del norte y del sur. Nuestro amor era mayor que el lenguaje, y, sin embargo, sus recodos lo ensalzaban. Era lo que se esconde bajo la sintaxis y el subjuntivo. En ti vivía la corriente vertiginosa de la vida, y ésta saltaba por encima de las piedras del lenguaje, las pulía y daba forma. Todo era un fluir submarino y transparente. Yo te podía ver siempre acuática, con tus espumas y tus olas. Lo que en ti vivía era mi esperanza y mi destino. En ti confluía el agua de las lluvias escuchadas en las escuelas de la infancia y el sol de los sueños felices del atardecer. Tomaba forma la vida, en tus impulsos siempre enérgicos y espontáneos
Octubre de 2002
Égloga VII
No sé de cosmogonías, de cuándo y cómo los hombres se hicieron, ni sé del sol ni de la luna, ni de los héroes ni las bestias. Qué me importan el fuego y las estrellas, ni las inundaciones ni las almas. Acaso, ¿no fue tu mirada la que me creó con sólo posar esas pupilas azules y tristemente alegres en mi ser? Si el Cielo era luz sólo lo era porque tú lo mirabas, si la luna era silencio tú lo mandabas. ¿Cómo un ser puede…
Bosquejo incompleto. 2002 (?)
3 comentarios:
No es usual dejar un trozo del alma a la vista de los desconocidos. Estos escritos salieron de mi después de Marianne. Y ahora es el momento en que quiero que se lean. Marianne es el recuerdo. Ha pasado mucho tiempo, pero el amor nunca cesa de fluir
Por fin Marianne ocupa el lugar que merece
Pura delicia leer tan completa, bella e impresionante descripción de una parte de la vida de dos personas. ¿Tal vez la palabra "Égloga", que encabeza los episodios, da un matiz aclaratorio? ¿Tal vez está introducida, en tan bellísima descripción, la idealización, reforzada por la distancia que otorga el paso del tiempo? De una manera u otra, ha sido una narración preciosa que me ha atrapado mientras leía. Dos personas vivieron algo intenso.
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