jueves, 7 de enero de 2021

EL BOSQUE EN EL CINE (2ª parte). Estrella Millán Sanjuán. The Forest in Film (2)


EL BOSQUE EN EL CINE (2ª parte)
The Forest in Film 
Estrella Millán Sanjuán
Imágenes y textos de imágenes: Francisco Huertas Hernández

"Jungfrukällan" (1960). Ingmar Bergman
"The Virgin Spring"
Karin (Birgitta Pettersson)


 Cuando empecé a escribir sobre este apasionante tema en junio me di cuenta que se me quedaba corto. Cuanto más ahondaba en películas que conocía en las que el bosque tuviera relevancia, poco a poco salían más y más. Y comencé esta segunda parte, siendo la elección muy difícil. Siento que he sido injusta con obras que he dejado marchar.

Sotobosque

 La palabra bosque proviene de la raíz germánica “busk” y siempre me han resultado interesantes las palabras afines como bosquejo (esbozo, traza primera) que viene del catalán bosquejar (rebajar superficialmente un leño para trabajarlo); sotobosque, del prefijo latino subtus (bajo) que se refiere a los matorrales que forman el estrato más bajo de la arboleda; emboscada (táctica militar que consiste en esconderse en el bosque para atacar por sorpresa) y que, lamentablemente, propició que muchos bosques fueran incendiados para obligar al enemigo a salir a campo abierto. Soy testigo por la lectura del libro llamado “La guerra de la independencia en la Bahía de Cádiz. Panorámica desde el Puerto Real ocupado por las tropas napoleónicas” del descenso de la gran masa forestal (en su mayoría pinares costeros, repletos de Pinus pinea y arbustos de bosque mediterráneo) en la zona de Cádiz donde vivo, quedando reducido a una pequeña extensión de bosques islas entre urbes y campiñas. La acción del ser humano en tiempos de guerra devastando la naturaleza, así como la especulación urbanística y la industria, han ido privándonos, por la adopción de una forma de vida más antropocéntrica que lo aleja de su epicentro natural.

RUIZ GALLARDO, M. CRUZ BELTRÁN, J. M. y ANARTE ÁVILA, R. M: "LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA BAHÍA DE CÁDIZ. PANORÁMICA DESDE EL PUERTO REAL OCUPADO"
Diputación de Cádiz. 2012

 Haber nacido en Úbeda (Jaén) en los 70 me unió para siempre con la naturaleza. Mis primeros recuerdos son recoger moras e higos con mis hermanos por los caminos cercanos a mi casa de campo, andar y correr por los enormes olivares que la circundaban. El Colegio también estimuló mi pasión por el bosque. Recuerdo perfectamente con 7 años esa primera excursión escolar a una arboleda a unos kilómetros de mi pueblo con cipreses imponentes plantados en círculo y las encinas y olivos de alrededor. Después vendrían las caminatas solos con la pandilla a una aldea cercana en las que hacíamos una parada a mitad en un eucaliptal en el que había una casa antigua ya derruida. Pero a mí, lo que me llamaba la atención era el alejado merendero de comienzos del siglo XX que tenía un aire decadente y en el que imaginaba a mujeres vestidas de época con su té y pastas, y niños con pantalones cortos volando cometas, como en los cuentos que leíamos de pequeños.

Estrella Millán Sanjuán de niña con sus hermanos
Úbeda (Jaén). 1975
De izquierda a derecha: delante: Manuela, Pilar, Julia
Detrás: Gregorio, Estrella, Anselmo

 Y llegó el senderismo a la Sierra de Cazorla, Segura y las Villas, en el que ya fui consciente de lo que me llenaría para siempre. Mi trabajo como docente en la provincia de Cádiz desde 1996 ha estado ligado a la naturaleza. Rutas por la Sierra de Grazalema, con su milenario y gélido Pinsapar, testigo de lejanas épocas de glaciaciones; por Los Alcornocales con el tono rojizo de los troncos del alcornoque recién privados de su protector corcho que crecerá después; bicicleta por la Algaida y los Toruños, donde acampó el ejército francés durante 4 años asolando la zona e intentado asediar Cádiz hace más de 200 años; los bosques de todo tipo que he intentado contagiar a mi alumnado dándole nociones de flora, fauna, economía rural, meteorología, historia, pero sobre todo, energía, … La energía no se explica, se palpa, pero hay que estar abiertos a ello, es una actitud. Caminar por un bosque en silencio es de las experiencias más tranquilizadoras que hay. Pisadas por hojas, el agua, trinos, crujir de ramas, viento, lluvia. El silencio total también se percibe, se puede llegar a escuchar, pero hemos perdido ese yo que nos reconcilia con la madre tierra.

 El Pinsapar

 He leído mucho sobre bosques, sobre todo guías de flora para aprender su taxonomía y disfruto aprendiendo los nombres científicos por mi amor al latín. Relaciono especies con otras, familias a las que pertenecen, quién las clasificó, en qué espacio natural subsisten, sus adaptaciones al medio. Pero me faltaba algo más. Y lo encontré. Un sabio consejo de mi madre sobre el libro del naturalista Joaquín Araújo “Los árboles te enseñarán a ver el bosque” (2020), fue un descubrimiento. Dedica el autor su libro a los árboles, a los “emboscados” y a los que defienden las arboledas en un mundo en que figuran muchas víctimas. Una absoluta declaración de amor al bosque. Éste es mi libro naturalista, sin lugar a dudas.

Joaquín Araújo: "Los árboles te enseñarán a ver el bosque"
Crítica. Barcelona

 Hay un párrafo que resume perfectamente lo que yo siento en otoño: “La despedida del bosque es toda una fiesta, la mejor del año, porque es las que va a tener más secuelas. La que, con su desmayo, anuncia todo un renacimiento. (…) Este bosque que ahora padece desnudarse por fuera para vestirse por dentro. (…) La primera humedad me planteo que fue el primer aroma de todos los tiempos y por eso nos resulta tan grato como reencontrar un amigo o un viejo amor tras larga ausencia”. Todo un alegato a la protección de los bosques, porque protegiéndolos a ellos, nos protegemos a nosotros mismos. No existe nada más cercano a la eternidad que la naturaleza, de ahí que escriba el autor: “Frente a la tortura de la lela prisa que a demasiados esclaviza, el árbol es elegantemente parsimonioso” (…) Nada sabio en este planeta es o ha sido rápido”.



"L'Atalante" (1934). Jean Vigo
"Le Chaland qui passe"

 Y, para terminar con esta introducción, Araújo nos comenta: “Gracias y que los bosques os atalanten”, lo cual me lleva a la increíble y sensible película de Jean Vigo “L’Atalante”, que une mi pasión por la naturaleza y el cine en lo que vengo a desarrollar a continuación.

"Тіні забутих предків" (1964). Сергей Параджанов
"Tini zabutykh predkiv" (1964). Sergei Paradzhanov
"Shadows of Forgotten Ancestors"

"Тіні забутих предків" (1964). Сергей Параджанов
"Tini zabutykh predkiv" (1964). Sergei Paradzhanov
"Shadows of Forgotten Ancestors"

 Comienzo mi sendero cinéfilo con "Тіні забутих предків" (Tini zabutykh predkiv) (1964) (Los corceles de fuego), de Serguéi Paradzhánov. La onírica y dura película “Ivanovo Destvo” (1962) de Tarkovski, película que analicé en la primera parte, ejerce una poderosa influencia en ésta que nos ocupa. Si bien, Paradzhánov pone todo su empeño en crear una obra maestra de un lirismo extraordinario, que brota en cada una de las escenas de esos bosques de la zona de los Cárpatos en Ucrania, apoyado en el color enérgico de la naturaleza y de las ropas de los Hutsul, una etnia poco conocida. Presenta a estas personas como habitantes fusionados con la naturaleza, a la que respetan y le piden sus recursos de una forma sostenible, estando presente en toda la narración y ejerciendo un gran magnetismo sobre ellos. 

 En la apertura ya el director nos ofrece un plano de un bosque nevado de abedules muy bello con el niño Ivan que lleva comida a su hermano Olexo. La tala y caída de un árbol altísimo con un plano cenital y travelling rápido descendente soberbio, nos indica que la tragedia ha empezado a abrirse camino cuando el hermano mayor muere atrapado por éste, por salvar al pequeño. Rencillas familiares insalvables y el amor entre distintos miembros se dan la mano en la relación que comienzan Ivan y Marichka desde niños con el bosque como testigo. Un campo lleno de flores donde ríen y juegan, unos cedros por donde corren desnudos para terminar bañándose, la ofrenda de frutos rojos del bosque de él a ella… planos muy bellos acordes al momento iniciático del amor y la inocencia. El tiempo pasa e Iván, ya crecido, debe irse a trabajar unos meses y es despedido por Marichka, que lava ropa en el río y le busca entre los árboles. La lluvia que les empapa presagia un futuro incierto mientras se intercalan hermosos planos detalle de líquenes en rocas, troncos deformados, textura de cortezas, una herradura semienterrada en el barro y un cuerno de cabra partido. Símbolos del triste final de esta relación cuando ella, por salvar una oveja, cae despeñada al río ahogándose. Las imágenes del pueblo buscándola con antorchas por el río con niebla son inolvidables, así como la cruz de su tumba con un cervatillo al lado que simboliza que la historia de amor no se ha extinguido. Todo complementado con un contrapicado de las copas de los árboles que se juntan en un punto de fuga infinito y místico. Ivan, muerto en vida por la pérdida, se casa con Palagna, una mujer a la que no quiere y que no le da hijos.

 La escalada por un manzano retorcido, en un contrapicado espléndido para coger el único fruto que queda, es una metáfora de su estado mental. La escena en la que ella hace un ritual desnuda entre árboles desmochados pidiendo que su marido la desee y tener descendencia tiene mucha simbología, un paisaje rebajado en color y más tenebroso. Un entorno yermo como su vientre y sus verdaderos sentimientos. El protagonista termina, por la egoísta actitud de ella, moribundo y ensangrentado dirigiéndose al río para reencontrarse con su amada Marichka en el mismo bosque donde se inició todo. Las manos de ella tocándole y un grito de él los une para siempre en la naturaleza que se tiñe de un color rojo intenso con una canción con metáforas sobre ésta.

 Paradzhánov realizó un homenaje al medio ambiente, a las costumbres, la religión, brujería, ritos y ceremonias de estas especiales gentes. Un poema visual repleto de imágenes del entorno con una explosión cromática y musical incomparable, donde hay poco diálogo, no es necesario. Paradzhánov escribe esta historia con una caligrafía preciosista, una ofrenda viva, espectacular, que estimula los sentidos visual y auditivo constantemente en un derroche de expresión.


"El bosque del lobo" (1971). Pedro Olea

 Siguiendo mi paseo por el bosque, uno de los temores peores para el ser humano ha sido encontrarse con el lobo. Pero en esta película se trata de licantropía, no desde una transformación legendaria de una persona en lobo, sino desde el punto de vista clínico, de trastorno mental. En “El bosque del lobo” (1971), de Pedro Olea, inspirada en el personaje de Romasanta, (interpretado magistralmente por José Luis López Vázquez), se nos narra las causas de esta enfermedad que le llevó a cometer 11 asesinatos en el bosque gallego, aprovechando su soledad y aislamiento de posibles testigos y ayudas a los atacados. Este buhonero con, posiblemente, ataques epilépticos desde pequeño y, con la escasa formación de la época, creyó estar embrujado y empujado por leyendas a cometer esos horribles crímenes a mujeres y niñas, en los que la censura obligó a eliminar el componente sexual de los ataques. La película enseña bosques frondosos típicos de Galicia por los que el comerciante transita de pueblo en pueblo. 

 Una fotografía espectacular con la que parece que podamos sentir esa humedad, espesura y frío. Al perpetrar los crímenes, la imagen es más oscura, acompañando a la vil actuación, pero al terminar y enterrar los cuerpos en una elipsis que nos evita ese trago, el bosque vuelve a una tranquilidad muy hermosa, con el trino de los pájaros. Simbolizando que Freire, no se acuerda en realidad de sus fechorías. La escena en que, acompañando a una abuela y su nieta escucha el aullido del lobo y el sol cegador entre las ramas como si fuera una llamada, es muy revelador. Un hombre en el fondo preso de su patología, de la poca formación y de un medio natural que le despierta ese lado oscuro y que reconoce cuando después de ahogar a una mujer, ve su reflejo en el agua y se espanta. Y finalmente será “cazado” por las cada vez más frecuentes sospechas, con un cepo como un lobo de verdad, cuando camina por un sendero oscuro. Y mientras, los hombres lo rodean con antorchas por la noche entre la espesura y la niebla con la inseguridad y estupor del animal atrapado e inconsciente de su mal.


"Tasio" (1984). Montxo Armendáriz

 Otra película española que refleja el bosque es “Tasio” (1984), una historia basada en un personaje real navarro que vivió de forma ligada a la naturaleza toda su vida. En este caso el bosque está permanente presente en el relato, pues este drama rural nos habla de esos pueblos en los que su economía, cultura, y costumbres dependían plenamente de los recursos del monte. Montxo Armendáriz clava su mirada ofreciendo una naturaleza que es un personaje más, pues ya en el arranque de la película un enorme fresno impone su energía y, en un movimiento lento de cámara, observamos la frondosa arboleda y un largo travelling de un montículo de tierra con diferentes chimeneas por la que se escapa el humo y el fuego, nos descubre una carbonera, medio de sustento de la economía rural tradicional y que es el epicentro de la historia. Son numerosas las veces en que está presente su símbolo en las vidas de estas gentes humildes: económico, como demostración de valentía y traspaso de oficio de padres a hijos, como riesgo inherente al monte para la infancia, pasión amorosa, pero sobre todo, como metáfora a un personaje, Tasio, libre, que pertenece al bosque, a sus animales, a sus recursos y que no quiere trabajar en un sistema opresor y poco digno. El director vasco narra con suma habilidad cómo desde niño, los aprendizajes que le brinda el medio son los más significativos para su vida. El bosque es un ser vivo, percibimos su humedad, sosiego, energía, texturas, ruidos de las hojas de otoño por las que anda él y el guarda que le persigue por esos caminos perdidos. Un bosque que habla, que le recuerda que la caza no es la de jalear con perros y correr detrás de gamos y ciervos para que disparen señoritos en cotos, sino la de la total libertad y supervivencia. Qué tonos ocres y melancólicos del otoño cuando se nos anticipa el comienzo de la enfermedad de su mujer, un cuadro viviente. Y el final cuando la carbonera sigue combustionando lentamente y le recuerda a su hija que su padre, pertenece y pertenecerá al monte y no la seguirá a la capital para terminar sus días. Un canto a la libertad de elección que culmina como empezó, con un travelling contemplativo del horno de carbón y la arboleda en la que se encuentra escondido.


"Brzezina" (1970). Andrzej Wajda

 Como simbolismo de una fase vital crepuscular tenemos la película “Brzezina” (1970), (El bosque de los abedules). Andrzej Wajda realiza una magistral fusión hombre-naturaleza con personajes impregnados de melancolía en esa apertura con un carruaje que marcha por un camino de árboles desnudos y encharcados que nos presenta el declive por una enfermedad terminal de unos de los protagonistas con el mismo rostro que el paisaje triste por el que transita. La historia de dos hermanos que se unen en una casa adentrada en un espectacular bosque de abedules, muy frondoso, en la que el que llega lo hace para pasar sus últimos días de vida aquejado de tuberculosis, aconsejado por un médico de rodearse de la pureza del bosque. 

 Sin embargo, es un chico entusiasta, que resiste a lo inevitable, lo cual contrasta con la oscuridad y mal humor de su hermano, propietario de un hogar sin vida, tal como nos muestra esa cruz en medio de la arboleda sobre la que llora amargamente. Wajda dota al bosque de una energía latente, un paraje sereno y frío, con esa nieve que empieza a empapar el suelo, pero que alberga sentimientos entre esos troncos y pájaros que resuenan como un eco vibrante de secretos inconfesables. Un hermano muerto en vida por el fallecimiento de su mujer a la que enterró en frente de la casa, alegando que a ella le gustaba esa arboleda en primavera; una vecina pura, natural, que anda descalza por la hierba y que mantiene una relación sexual con el hermano enfermo entre abedules agitados por el viento. Personajes cuya existencia está entremezclada por relaciones ocultas del pasado que resurgen en el presente y precipitan el despertar del viudo. Sus celos, pasión y rabia son perfectamente expresados en ese deambular buscándose a sí mismo y encontrándose con un potro negro que galopa sorteando los troncos con elegancia y libertad, mientras se mezclan los trinos de las aves diurnas con las nocturnas desorientadas por un eclipse. Planos muy bellos que denotan su desorden mental y la desestabilización que le ha supuesto la llegada de su hermano. La abundante lluvia, truenos y rayos que anegan la arboleda nocturna anuncian la discusión fraternal. La tala de pinos con hachas, sierras y un pájaro carpintero simbolizan el renacer de su vitalidad, mientras asistimos a la muerte del tuberculoso contada de forma muy hermosa. Mientras delira, se observa levitando entre ese bosque vibrante con una paz tranquilizadora, cuando vemos unas flores de almendro que se asoman por la ventana, símbolo de la regeneración de su hermano que aprende a perdonar, a perdonarse y encuentra en su hija la ilusión por existir mientras galopan por un bosque revitalizado y liberado de secretos que pesaban demasiado.


"Sans toit ni loi" (1985) Agnès Varda

 Como desarrollé en la primera parte, el bosque puede ser también un lugar apartado en el que personas sin moral cometen hechos atroces amparados en la soledad y lejanía de la civilización. Tal es el caso de la película “Sans toit ni loi” (1985) (Sin techo ni ley) de Agnès Varda. Una chica errante que camina sin rumbo y se va encontrando a diferentes personajes a los que despierta diferentes sentimientos y a los que terminamos conociendo más que a la propia protagonista. Su libertad, melancolía, marcado carácter antisocial y antisistema están simbolizados en esos paisajes por los que transita libre y acampa para dormir. Pero en uno de esos asentamientos en un bosque frondoso, encuentra a su agresor, en el que el espeso ramaje de los arbustos desnudo y afilado representan la impunidad y agresividad del ataque y la espesura de los árboles la falta de auxilio y vulnerabilidad de la chica. Un plano de ellos dos vistos desde un muro de sotobosque y un plano que se aleja y aparta mirando hacia un pino evitan la visión de la violación en una triste elipsis. Y esta incomprendida termina con el peor de los finales en un paraje yermo, helado y sin un último cobijo a la intemperie. Símbolo de la insolidaridad y una sociedad en decadencia y enferma.


"Jungfrukällan" (1960). Ingmar Bergman

 En la misma línea de actos violentos, le toca el turno al cine nórdico que tantos espacios naturales posee y que hemos visto en su cine la poderosa influencia que tiene en las personas. “Jungfrukällan” (1959), (El manantial de la doncella) es una historia dura, ambientada en Suecia en la Edad Media. Basada en un poema medieval, Ingmar Bergman acude a sus temas recurrentes: la fe, la religión, la ausencia de Dios, el bien, el mal y en este caso, la venganza. Karin, una joven virginal es vestida con las mejores ropas para llevar cirios a la Iglesia a caballo con su criada Ingeri, embarazada, que posee un rudo carácter y envidia a la chica. 

 Unos apacibles planos de las dos chicas por entre los árboles con una deliciosa música de flauta y el canto de un cuco nos subyugan por la fotografía y el paraje. Sin embargo, una marcha entre chopos con planos contrapicados nos hace intuir algo negativo. Conforme transcurre el tiempo, el bosque se va tornando más profundo y con sotobosque pinchoso e incómodo por el que deambula asustada Ingeri después del encuentro con un brujo en su casa por el camino. La vemos entre el ramaje pelado con aspecto de telaraña, mientras Karin prosigue sola su camino por una arboleda cada vez más desapacible y en la que se da encuentro con unos pastores, que son presentados entre troncos deformados y caídos. Lo que sigue es un acto de terribles consecuencias, pues estos hermanos envilecidos y representantes del mal ante la inocencia y pureza de la chica, la persiguen entre el ramaje entrecruzado que representa una cárcel sin salida.

 La imagen en picado después de la violación y asesinato de ella al lado de un cedro derrumbado es totalmente explícita y de una atracción amarga, mientras es desnudada para robarle sus lujosas y especiales ropas para un día de ofrenda para la Virgen. Desolación, castigo, injusticia, impunidad, silencio de Dios ante esa barbarie.

 La frialdad y el vacío que proporciona la nieve cayendo en el cuerpo inerte bajo las ramas que ahora parecen abrazarla, junto a un plano de unos cedros oscuros no dejan lugar para la fe, ni la esperanza. La búsqueda amarga de la familia está muy bien planteada andando con dificultad por vegetación muerta y espesa en los márgenes del río, un bosque de ribera roto que acompaña perfectamente a la desolación de los padres. Cuando la encuentran, el vengador padre que ha asesinado a los pastores (Max von Sydow) se aleja hecho añicos y duda muy enfadado e inerme sobre la existencia de Dios. Sin embargo, su fe le lleva a prometer para expiar su pecado, la construcción de una Iglesia en el lugar del acto. Ahí es cuando surge un manantial al levantar la cabeza de su hija del suelo, entendiéndolo como una señal, un milagro al que aferrarse para poder seguir viviendo. Un bosque que pasa de ser testigo del crimen más atroz a un lugar de adoración y purificación entre una hermosa arboleda de álamos. La naturaleza en su faceta de renovación y de encuentro de lo esencial.


"Прощание" (1983). Лариса Шепитько, Элем Климов
"Proschanie" (1983). Larisa Shepitko, Elem Klimov

 Regresando una vez más al cine soviético, recalamos en la sublime "Прощание" (Proschanie) 1983, (Adiós a Matiora). En mi estudio sobre este tema de meses, he llegado a la conclusión de que el cine que mejor refleja los espacios naturales es éste, dotando de una especial sensibilidad y simbología a un entorno tan influyente en el ser humano, que le lleva a su esencia. La apertura de este regalo de película comienza con el sonido del agua que brota, elemento natural propio de los bosques y que es fundamental y recurrente en esta historia. Después, Elem Klimov nos sumerge en una atmósfera plomiza y distópica cuando observamos a unas personas vestidas con capas de agua que se acercan lentamente en barca por un río hacia un bosque en una isla entre brumas, hecho que intuimos como una amenaza, no como un deleite del medio natural. El tono gris de la fotografía acentúa aún más nuestra sensación de incertidumbre en los pasos por el barro que se acercan entre árboles melancólicos a una cabaña advirtiendo un mal presagio. 

 Klimov rodó sumido en una depresión esta especial película; un guión y proyecto inconcluso por el fallecimiento repentino de su esposa, Larisa Shepitko. Y qué mejor ofrenda que dar luz a su plan que acercar el alma de ella y la visión de él para contarnos un relato redondo sobre la invasión de la naturaleza, el escaso respeto de los avances tecnológicos hacia el pasado, lo ancestral y originario. Los habitantes de una isla deben abandonar sus casas de madera ante la decisión de construir una presa cerca que sumergirá en el agua esa isla cargada de historia. Este hecho originará la división de los habitantes, los sumisos, que abandonan sus hogares y los que como, la protagonista, se resisten a huir de su medio, aferrándose a lo atávico y telúrico, simbolizado en la mejor escena descrita en un bosque que haya podido ver en el cine.

 El cine de Klimov puede expresar con una imagen más que el propio libro en que está basada la historia. La escena de íntima conexión de la bella anciana con el bosque posee una atracción hipnótica fascinante. Un plano de un árbol caído y ella refugiada en su copa a modo de cueva, me parece de una genialidad y locuacidad visual sin igual. La oración que susurra para pedir ayuda a los elementos por la venida de la civilización, el trino de los pájaros y una música turbadora provocan emociones que nos acercan secretamente a la angustia de esta luchadora mujer. Se respira la energía de la tierra, de los árboles, la fecundidad, la pureza del manantial al que pide benevolencia, con unas aguas que brotan y son rodadas de forma muy parecida al travelling que rueda Tarkovski por el suelo inundado de “Stalker”.

 La caricia al musgo turgente, un árbol muerto con aspecto de arácnido, troncos de cedros y ramas pinchosas por las que es perseguida con la cámara, apelación al elemento fuego de clemencia a un sol que no calienta y atravesado por una nube que recuerda a “Un chien andalou” de Buñuel son los factores que construyen una secuencia magnética incomparable, un canto a la madre tierra que sientes vibrar y retumbar con resonancias ancestrales.

 Y ese imponente árbol, solitario, parecido a un fresno, que se erige como el símbolo de esa resistencia de las gentes de la aldea a abandonar su sitio. Intentado cortar para que no sobresalga cuando se inunde la isla, ni las sierras, hachas, maquinaria, ni el fuego podrán con su poder, que exhibe triunfante en unos planos contrapicados que le dan un carácter celestial en esa copa que se eleva al infinito. Este film tremendamente poético, de una hondura como pocas, con un final casi apocalíptico, representa una melodía pura sobre la conservación de lo tradicional, lo esencial, en detrimento de la deshumanización imperante que conlleva el avance de la civilización.



"Furtivos" (1975). José Luis Borau

 Los bosques por los que tengo predilección son los que tienen un carácter simbólico, onírico y son representados con alma. Pero hay uno que me atrajo por justamente lo contrario. Por ser tan austero como la película de la que forma parte, “Furtivos” (1975), precisamente por ese despojamiento metafórico sientes que es el mejor compañero para una historia sin concesiones, durísima, a cara descubierta. Un relato de una España rural oscura, después de tantos años de Dictadura; una represión que daba sus últimos coletazos, pero que dejaba su impronta deliberada de analfabetismo, escasa formación, miseria y brecha social, mostrando las carencias de una población de una España profunda embrutecida. Y eso lo relata con maestría José Luis Borau, su director.
 
 Ángel (Ovidi Montllor) es un cazador furtivo que vive en la naturaleza con su madre Martina (una impresionante Lola Gaos). Un chico apocado y sometido al carácter posesivo de ésta y que sobrevive cazando con lazo y cepos animales, pero sobre todo lobos para vender la piel de forma ilegal, práctica muy común en la zona. El bosque por el que camina es “áspero” como su vida y frío como su expresión. Esa podría ser la única carga visual y emocional que podríamos advertir en esos terrenos y árboles por los que también llegan a cazar gamos y ciervos el gobernador civil y sus amigos en un ejercicio de superioridad e imposición. Un bosque en el que mientras se escuchan los disparos no vemos un plano general con el que deleitarse de la naturaleza en su máxima expresión, sino que casi todos son primeros planos de los cazadores, ávidos de sus triunfos, y otros planos observados por una cámara escondida entre el ramaje, que observa avergonzada un espectáculo clasista en el que el medio es usurpado y privado de su armonía.

 El color está un poco rebajado, sobre todo en la escena en la que Martina tiene que ir, al estar su hijo en la ciudad con una chica, a por la loba que ha caído en el cepo y la golpea con frialdad para arrastrarla hasta la casa. Un melojar en otoño con un suelo repleto de hojas lobuladas inerte y espectador del acto atroz para los defensores de los animales y primordial para la supervivencia de los rudos protagonistas. Hoy en día es muy difícil ver una secuencia tan violenta, escalofriante y demoledora por lo seco de su narración y lo amargo de sus imágenes.

 Un drama que va in crescendo hasta llegar a la tragedia y que en su escena final presenta un bosque nevado, inhóspito, que intuyes que va a formar parte de lo inevitable y que pone de manifiesto que la relación madre e hijo es insostenible. Y qué mejor que contextualizarlo en el medio que mejor conoce Ángel y en el que ha sobrevivido y le ha hecho endurecerse como persona. Un entorno con la luz del reflejo de la nieve en el que se encuentra cara a cara con sus temores y desnudo en su esencia.


"Mouchette" (1967). Robert Bresson

 Y en este artículo no podía faltar Robert Bresson. Enlazo con la española anterior por la similitud de enfoque del bosque del director francés. También está carente de un tono onírico, es austero y depurado como el lenguaje que caracteriza a este cineasta. En su tremenda “Mouchette” (1967), el medio natural es una pieza fundamental en el puzzle vital de una niña rodeada de incomprensión, fatalismo, un padre alcohólico, una madre enferma y el acoso de un pueblo deshumanizado. El arranque de la película no puede ser más elocuente. Un hombre pone un lazo de caza en un paraje de chopos y alisos para atrapar perdices. El detenimiento con imágenes ralentizadas y repetitivas nos introducen en el sentimiento de opresión de Mouchette, a la que vemos inmediatamente después entrando al colegio con aire taciturno y a la que relacionamos inconscientemente con las imágenes anteriores de angustia del animal ahogándose. Ese es el tono constante de asfixia que acompaña a la soledad en que se desenvuelve la niña de 14 años y en el que los escasos y desagradables contactos sociales no hacen sino provocarle un carácter aún más huraño y áspero.

 El arbolado le sirve como medio para encontrar su refugio por la frustración que le produce ver, al salir por la tarde del colegio, que ningún chico la espera, a diferencia de sus compañeras. Le sorprende un temporal y camina enfangándose por el barro con sus zuecos hasta que se sienta en un tronco y es sorprendida por un cazador furtivo que la lleva a calentarse a un lugar escondido. El secreto que conoce de este oscuro hombre y una atmósfera cada vez más enrarecida y espesa la llevan a pasar de la infancia a la madurez de una forma abrupta y seca y con una ambigüedad que nos desarma aún más.

 El maltrato físico del padre y el desamparo por la muerte de la madre la sumen en un estado catatónico que la lleva a tomar una decisión de nuevo al bosque, donde de nuevo observamos la caza con escopeta de conejos en una alegoría de su situación angustiante. Encuentro de nuevo con el agua, como en la película de Bergman, medio de renovación y de acabar con su sufrimiento.


"山椒大夫" (1954). 溝口健二
"Sanshô dayû" (1954). Kenji Mizoguchi
"Sansho the Bailiff"

 El cine japonés no podía faltar en este artículo. Y la enlazo con la anterior de Bresson por la forma de morir tan parecida de una de las protagonistas. La maestría absoluta de Kenji Mizoguchi nos regala en su obra "山椒大夫" (Sanshô dayû) (1954) (El intendente Sansho), un relato sobre la condición humana directo, que te golpea, pero narrado de forma muy serena. Ya en el inicio nos deleitamos con una música deliciosa y un plano fijo de unos árboles inclinados y otros caídos sobre un pequeño arroyo por donde pasa y juega un niño seguido de su madre, hermana y sirvienta. El color blanco de la ropa de la época feudal japonesa y su lujoso aspecto contrastan mucho con el medio. Un viaje de huida obligado por las circunstancias políticas que transita por distintos espacios naturales muy poéticos como ese campo de carrizos con sus plumeros ondeantes en un lago mientras buscan refugio. Una sociedad embrutecida y mezquina en un periodo convulso provoca la separación de la madre a la que obligarán a la prostitución y sus hijos, que serán utilizados como esclavos durante 10 años. Y ese inframundo estéticamente repulsivo de esclavitud y horror se halla inmerso en un espacio escondido en un bosque profundo en lo más parecido a un campo de concentración. Una puerta que sólo se abre para llevar a los enfermos a cuestas a un terreno lúgubre, con raíces descubiertas fantasmagóricas y esqueletos para ser devorados por alimañas. Acontecimiento e imágenes que me transportan a la “Balada de Narayama” (1983), de Imamura, en esas montañas inaccesibles. Y lo que nos impacta es cómo una valla de madera puede separar la belleza exterior más sosegada que regala la naturaleza de un mundo enfermo de injusticia, odio y abusos. 

 La búsqueda de la libertad del hermano tiene su redención en el suicidio de su hermana para ayudarle a escapar, la cual se adentra en el lago entre árboles y niebla en un plano cargado de belleza y dolor. Un fluido mortificador y regenerativo al mismo tiempo. Las montañas imponentes por las que busca su futuro son espectaculares, así como el paraje al que llega para reencontrarse con su madre que, a duras penas es capaz de reconocerle en una de las secuencias más emotivas que recuerdo en el cine.


"L'Enfant sauvage" (1970). François Truffaut

 François Truffaut recurrió al bosque en varias películas más intimistas, alejándose de un icono tan recurrente como fue el urbano en la Nouvelle Vague, ya que para él fue representaba unas emociones muy concretas. En ese sentido, en “L’Enfant sauvage” (1970) (El pequeño salvaje), encontramos el descubrimiento de un niño, un caso real, por los bosques de Aveyron y que fue motivo de estudio por su condición de salvaje, sin ningún contacto con la sociedad. Les interesaba saber si la tesis de Rousseau sobre si “el hombre es bueno por naturaleza” y que es la sociedad la que lo corrompe era cierta, y también les atrajo un ser desprovisto de cualquier atisbo de relación socioafectiva, educación, lenguaje, normas y sentido de la ética. Una investigación basada en la división de lo genético y lo adquirido, viviendo en la civilización con un niño totalmente virgen en esos aspectos que andaba en cuadrupedia, sobrevivía con frutos y tubérculos y que carecía de lenguaje.

 La película comienza con un bosque de ribera muy espeso lleno de alisos, fresnos y helechos en los que una mujer recoge setas y se encuentra con el chico que aparece emitiendo ruidos y la asusta. El niño trepa a un gran árbol y el director pasa de un primer plano de éste balanceándose a un gran plano general en el que se le puede ver inmerso en la inmensidad de la naturaleza, su medio, observándole como un ser libre, pero ya amenazado por su hallazgo en un cierre en iris propio del cine silente. Lo que sigue a continuación es la persecución del chico que camina en cuadrupedia seguido por perros como una alimaña, trepando por enormes fresnos, cayendo al suelo y luchando con los mordiscos de los canes.

 Un plano casi cenital y angustioso corriendo entre los árboles con los animales y cazadores para apresarlo nos indica que su fase natural y selvática ha terminado.

 Comienza su etapa de “domesticación” por un reputado profesor y un intento de que adquiera el lenguaje, la capacidad de comunicación, sentimientos, justicia, bondad y conocimiento. Un esfuerzo contrarreloj que presionan demasiado al “salvaje”, que disfruta más en los paseos por la naturaleza y volviendo a su ser gritando y abandonando la posición bípeda bajo la lluvia, los charcos y adorando a la luna mientras se balancea en una imagen sublime y una música subyugante. Y tan emocionante como verle escapar por el campo hacia una enorme arboleda que le dará cobijo una noche, pero por la que ya no podrá trepar por pérdida de habilidad. El hambre le hará volver a lo que el profesor le dice que es su hogar. ¿Vuelve Victor por la necesidad, el vínculo adquirido, por afecto? Los esfuerzos del investigador han dado sus frutos, pero queda mucho por hacer.


"Les Quatre Cents Coups" (1959). François Truffaut

 Otra película magnífica anterior del mismo director en la que se observa la naturaleza es en “Les Quatre Cents Coups” (1959), su ópera prima. Otra historia sobre la infancia, que en este caso nos habla del desamor, de la importancia de la atención del entorno (padres, Escuela, amigos, Estado, …) en esa etapa. Pero la indiferencia, las carencias afectivas y la sensación de no tener nada a qué recurrir le hacen refugiarse en la lectura, pero también en la rebeldía y en la predelincuencia más por ingenuidad que voluntad. Hecho que le conduce a la incomprensión e incapacidad de actuación del sistema, a un tratamiento de su situación desorbitado e ineficaz que llevan a Antoine Doinel a correr y escapar como lo hizo Victor hacia el bosque buscando su yo y la libertad. 

 Y esa emoción está representado en esta lúcida y sensible película en un travelling larguísimo por el que corremos junto al chico por ese camino pegado a los árboles desnudos, escuchando sólo sus acompasadas y rítmicas pisadas y el canto de los pájaros. Sentimos sus ansias de independencia y de búsqueda de algo indeterminado. Es un largo plano que está vivo, que respira y manifiesta a la perfección lo que anhela Antoine y en realidad deseamos los espectadores. Y qué mejor que captar esa esencia de nuevo en la naturaleza, que le lleva al mar en un final abierto y con interrogantes.


"La Chambre verte" (1978). François Truffaut

 Y por último en el cine de Truffaut quería reflejar un film muy distinto a los anteriores, que hizo en una etapa mucho más intimista y melancólica: “La Chambre verte” (1978). Relacionada con “L’Enfant sauvage” por el niño con sordera que vive con el protagonista, pero en este caso el bosque que sale tiene unos tintes muy distintos, pues está basada en tres historias de Henry James, muy tétricas, tristes y de abatimiento. Sentimientos de Davenne (Truffaut), un escritor de necrológicas que vive obsesionado con todo lo que rodea a la muerte desde la desaparición de su esposa. Tal es su obsesión, que este personaje oscuro le conduce a restaurar y crear un altar en una capilla con imágenes de sus seres queridos fallecidos, en especial de su mujer. Y esta capilla está ubicada en un bosque del cementerio que transmite perfectamente con la puesta en escena y la fotografía de Néstor Almendros una atmósfera lúgubre, espesa y desolada, sentimientos del protagonista muerto en vida. Es un espacio nocturno, gótico, lleno de árboles tristes y mucha hiedra que cubre todos los muros y pasillos que conducen a la capilla, dándole un aspecto húmedo y carente de vida. En definitiva, una naturaleza en consonancia con el personaje principal, que añora morir pronto, tan distinta a la representada en las dos películas anteriores analizadas, que eran un canto a la libertad, mientras que ésta representa un estado de depresión absoluta.


"El Chacal de Nahueltoro" (1969). Miguel Littín

 Siguiendo nuestro itinerario, vemos que los bosques pueden ser un lugar “perfecto” para cometer asesinatos. Gritos que no son escuchados, impunidad del agresor, personas desamparadas de las ciudades protectoras. Éste es el caso de “El Chacal de Nahueltoro”, (1969) de Miguel Littín. Un caso real que conmocionó a Chile en 1960 cuando un campesino mató a su pareja y sus cinco hijos en plena naturaleza. Por la brutalidad del crimen y el medio en que se perpetró, Jorge del Carmen Valenzuela fue apodado “El Chacal”, pero la película más bien describe a un personaje alejado de ser un depredador, sino un pobre diablo, sin capacidad, producto del desarraigo. La película narra con continuos saltos cronológicos cómo este analfabeto empezó desde niño estando sin escolarizar y ligado al medio natural desde su infancia; trabajando tirando de un caballo para cargar leña, guiando cabras por el monte y cargando leña por un río. Siempre relacionado con el bosque, medio con el que sobrevivía con trabajos miserables que lo tenían caminando entre árboles y caminos muerto de frío. Siendo ya adulto, es un hombre si formación, rudo y resulta despedido de su trabajo, conociendo a Rosa, una viuda que malvive en una casa en medio de la naturaleza. En una discusión y tras emborracharse, Jorge asesina bajo las encinas a la madre con una guadaña y a los hijos que intentan refugiarse sin lograrlo entre los matorrales. Un cruel acto sin testigos y en unas circunstancias sin clarificar del todo. Con las numerosas piedras del bosque cubrió las manos y la barriga de cada una en un ritual muy extraño. Hay un plano picado desolador de los cuerpos inertes entre la arboleda y arbustos que rezuma dolor y ruina.

 La huida se rueda visto al Chacal corriendo desde el ramaje de los matorrales en una composición incómoda y dura después del acto tan deplorable cometido que acentúa su terrible injusticia. La persecución de la numerosa policía a caballo y gentes del lugar y los planos aéreos de la búsqueda por aire de esos bosques tupidos, dan una idea de la trascendencia del múltiple asesinato. Un refugio por el que pasó un tiempo escondido hasta que fue apresado y encarcelado, convirtiéndose en un caso histórico por el papel desorbitado de la prensa, de la Iglesia, un sistema penitenciario que no supo atender de forma adecuada el caso y una pena de muerte a destiempo. 


"Apocalypse Now" (1979). Francis Ford Coppola

 El bosque y las guerras han estado muy vinculados como apunté en mi introducción. Francis Ford Coppola en “Apocalypse Now”, (1979) nos relata el horror de la guerra de Vietnam en esos bosques selváticos, en realidad rodados en Filipinas, que ahogan a los soldados, pero también al espectador. Ese horror que es la última palabra pronunciada por el coronel Kurtz (Marlon Brando) que ha vivido en el corazón de la barbarie y le ha cambiado para siempre. El capitán Willard (Martin Sheen) recibe la misión secreta de localizar a Kurtz y asesinarlo, al considerar el ejército que ha perdido el juicio.

 Ya la apertura de esta obra maestra bélica es un brillante espectáculo visual con esas imágenes de las palmeras incendiadas por napalm. Una escena icónica de destrucción de un bosque real que nos anticipa la barbarie de esta guerra. Como icónica es la secuencia de los helicópteros sobrevolando con la música de la Cabalgata de las Valkirias de Wagner la jungla sobre la que desatarán el odio. Un infierno que se vive no sólo por las llamaradas, sino por el ambiente claustrofóbico y asfixiante en el que se va a adentrando con su barco Willard, en el que asistimos a un espectáculo dantesco en la sombría jungla. Soldados histéricos, presos del pánico, explosiones, humo, gritos, cadáveres, calor sofocante, cruces clavadas en el suelo es lo que se van encontrando en su trayecto por el río, en el que cuanto más se adentran, más espanto van sintiendo y más locura fuera de la civilización. Es lo más parecido a un descenso a los infiernos que podría haberse creado en cine. Coppola describió un bosque lo más cercano al averno, un espacio deshumanizado, en el que la barbarie se ha instalado y ha desocupado a lo terrenal. Somos incapaces de distinguir apenas las especies vegetales, pues lo que percibimos es lo más parecido a un inframundo, más que a un espacio natural. Una película antibélica en toda regla que no ha envejecido un ápice.


"El bosque animado" (1987). José Luis Cuerda

 Y para concluir este artículo, lo haré con “El bosque animado” (1987) de José Luis Cuerda. La primera parte lo hice con “La lengua de las mariposas” y anuncié que finalizaría la segunda con una de las películas de mi vida, perteneciente también a este gran director fallecido hace 10 meses. Basada en el libro homónimo de Wenceslao Fernández Flórez, literatura fantástica de esa Galicia antes de la guerra ambientada en Cecebre, nos narra la miseria y acontecimientos de esa aldea a través de personajes entrañables que entrecruzan sus vidas en una fraga como personaje omnipresente y fundamental. Una fraga es el bosque típico gallego, un bosque caducifolio atlántico de mucha frondosidad, que en esa época todavía se encontraba en estado natural y no había sido invadido por las ciudades.

 La apertura de la película nos pasea por un arbolado de carballos, abedules y castaños con aire melancólico, con una espesura y una luz muy especial, con los trinos de pájaros y la música triste de José Nieto, para después iluminarlo con tonos más vivos y alegres y presentarnos a los dos personajes más relevantes: Geraldo, el pocero (Tito Valverde) y Malvís (Alfredo Landa), que hablan de las penurias de sus oficios y de su decisión de convertirse en el bandido Fendetestas, que vivirá recluido entre los árboles para robar a los ricos y asaltar la casa del cura. Una suerte de bandolero romántico y bondadoso con alergia a los oficios duros y mal remunerados.

 En esta adaptación no se le da el protagonismo como en el libro a los animales o árboles, pero sí creo que esa animación está presente por la magnífica fotografía que, lejos de parecer lúgubre o demasiado dramática por algún acontecimiento, siempre mantiene ese tono justo de fantasía y magia que requiere el relato. Creo que acompaña perfectamente a esta tragicomedia, sientes su pulso y respiración en cada personaje que acoge. Esa lechuza que observa vigilante entre brumas la decepción de Geraldo que asiste con el rechinar de su pierna ortopédica al cortejo de otro hombre más rápido que él a su amada Hermelinda después del baile. Esas mujeres de la capital que no pueden dormir al asustarse por los ruidos de las aves nocturnas. Los grillos veraniegos que escuchan la conversación entre el bandido y Fiz (Miguel Rellán), el espectro que se pasea como alma en pena asustando a los incautos “clientes” de Fendetestas. El castaño por el que trepa el bandido y se asoma medio escondido santiguándose para ver pasar la despedida de la niña en su entierro; los helechos por los que camina el niño que caza topos para vender la piel curtida; el robledal majestuoso con niebla por el que transita la Santa Compaña con sus antorchas en una noche en la que parece que se para el tiempo con una luz con tonos azules que sugestiona.

 Un bosque permanentemente vivo en las escenas costumbristas de Cecebre, en sus trabajos de labriegos, haciendo pozos, bailes, encuentros amorosos, mujeres transportado cestas en la cabeza, caza furtiva, meiga que ayuda a los que la visitan, amores iniciáticos, comidas al aire libre en los pazos, asaltos de un ladrón con corazón y un espectro, porque como dice Fiz de Cotovelo: “todos los bosques tienen derecho a tener su aparecido”. Y uno de los aciertos del tono de esta película es el microcosmos que representa el medio natural, con una luz hechizante que en realidad adopta rostro de cuento con una poesía escrita por cada personaje cordial que pasea por él. Desde los remilgados aristócratas, hasta los más reales y desdichados.

 Y la magia la volvemos a encontrar en los rayos de luz que se filtran por entre esa fraga, con sus castaños y robles centenarios, que nos hipnotizan mientras vemos al niño que renuncia a ser ayudante del pocero y se marcha con el bandido para tener un “oficio” más romántico y menos penoso, en principio. Un ser que añora ser libre y vivir en plena naturaleza, sin sometimiento alguno. Y la vida sigue y se regenera en un ciclo vital como el que sigue la naturaleza.

Cádiz, 3 de enero de 2021
Estrella Millán Sanjuán

14 comentarios:

Unknown dijo...

Qué bien analizado el cine botánico

Paco Sepúlveda dijo...

En cuanto a análisis, información y redacción, el mejor estudio que he leído en Bachilleratocinefilo.
¡¡!BRAVO, Estrella!!! 👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼

Estrella dijo...

Gracias Francisco Huertas Hernández por publicarlo. Ha quedado muy bien. Los carteles son una maravilla, algunos me han sorprendido un montón. Preciosos.
Muy agradecida por la rapidez con que has completado con dedicación mi texto. Me ha llevado mucho tiempo, no ha sido fácil el camino, ni la elección de películas. Hay muchas más que se han quedado injustamente fuera. Pero, la persona que lo lea, espero que se contagie de la misma pasión por los bosques que, con tanto esmero, nos ofrece este cine y con el entusiasmo con que yo los he analizado humildemente.Espero que guste a los cinéfilos, sean naturalistas o no. Un bosque siempre atrae.
Gracias, de nuevo.

Estrella dijo...

Muchas gracias.

Estrella dijo...

Muchas gracias por tus palabras,Paco.

ACORAZADO CINÉFILO dijo...

La naturaleza es nuestro origen aunque seamos seres sociables hechos por el lenguaje. Tu análisis de lo que la cultura devuelve a la madre Naturaleza es encomiable. Hay mucho amor, mucho conocimiento, un gusto exquisito, un riesgo considerable al internarte en cinematografías no convencionales. La escritura se ha hecho más frondosa, en un sentido vegetal, pero también más luminosa. Ojalá algún día esto se puede publicar en libro...

Estrella dijo...

Estupendo comentario. Muchas gracias.

MARCELO dijo...

¿El bosque?

Sabía que la oscuridad era algo que ocultaba algo más que formas y colores, los sonidos hacen visibles formas de puntiagudos márgenes y pelaje extraterrestre. Una hoja bajo el peso de un cuerpo proyecta un sonido material, diría que un terror cartilaginoso se acomoda como un espectador en la butaca de un cine desierto.
Viví rodeado de un bosque, intenté quitarme el miedo, adentrándome en él y quedándome un día hasta que las sombras ocultaban la luz. Seguí caminando, con 10 años de edad y una psiquis quebradiza como una taza de café.
Salí indemne aquel día, con un peso extra en mis hombros, un peso que me torcía la columna y me mareaba en sueños. Las sombras de los árboles del bosque me dictaban ideas antihorarias, quejidos de bestias y blasfemias de bar de tugurio.
Los perros que se ocultaban en viejos arboledas de piel podrida no podían morderme, los retorcijones por la falta de comida no me distraían.
Dentro de cada cámara que ha expiado a un conjunto de raíces y hongos, los sueños me hacen creerme dentro de aquel bosque. ¿Habré salido de aquellos brazos verdes?
¿Podré encontrar el camino?
La pluma que sigue está mojada y la humedad la rodea, el olor es insufrible, aprieto los ojos, el sonido desaparece.
Me persigue un rencor de niño, un diafragma apretado que no me deja respirar contra los pocos rayos del sol que arañan mis recuerdos.
¿El bosque?...
Marcelo López

Estrella dijo...

Qué preciosidad de texto.

Pedro Antonio López Bellón dijo...

Enhorabuena Estrella!! Un texto detallado, preciso y clarificador. Hay varias películas de las que analizas en este maravilloso estudio que destila amor y conocimiento del séptimo arte y de ese medio de la naturaleza tan bello como misterios y magnético.

Estrella dijo...

Muchas gracias, Pedro. Y gracias a ti, por leerlo.

Merinesa dijo...

Valiosísimo artículo que guardaré con mimo, para ir viendo estas bellas recomendaciones. Gracias!

antonio pardines dijo...

¡Qué gozada de ruta por bosques, películas y recuerdos! Estrella, gracias por este espléndido paseo

Estrella dijo...

Muchas gracias, Toño.