El amor en guerra (Relato)
Carmen Parra López
"Les Femmes de l'ombre" (2008). Jean-Paul Salomé
Louise Desfontaines (Sophie Marceau)
Un film francés sobre la Segunda Guerra Mundial protagonizado por Sophie Marceau que encarna a una combatiente de la resistencia francesa (Louise Desfontaines). Tras perder a su marido se une a una misión para rescatar a un espía británico. El comando formado solo por mujeres -Gaëlle (Déborah François) una química del ejército francés en el exilio, especialista en explosivos, Jeanne (Julie Depardieu) una prostituta condenada a muerte por asesinato y Suzy (Marie Gillain) una bailarina de cabaret-. El geólogo británico al que deben liberar participa en la planificación del desembarco aliado en Normandía
― ¡Es cierto! ¡Lo que dicen es verdad! ¡De madrugada han desembarcado en la costa de Saint-Laurent y en otros pueblos cercanos!, nos liberarán pronto.
Una nota de miedo atroz se mezcló con otra de vaga esperanza. Si era así tal vez en unos meses su país sería libre, su pueblo volvería a ser como antes, la situación que había descabalado su vida volvería al cauce de normalidad de hacía años. Pero aquel deseo frenético por la libertad y la paz se mezclaba con el temor de perder a Heinz, ¿qué pasaría entonces si las fuerzas aliadas entraban en Francia y le hacían prisionero? ¿Le ejecutarían? ¿O tendría que escapar a Alemania sin ella? No, no, aquello no era posible.
Delante del corrillo que se había formado pasó un joven en bicicleta y anunció en voz baja la necesidad de hacerse con víveres ya que parecía que durante las siguientes jornadas habría que ponerse a cubierto de posibles ofensivas aliadas y germanas. Las mujeres corrieron entonces hacia la panadería, los hombres miraban el cielo gris como si la respuesta a todo estuviese allí. Isabelle apuró su paso, dejó tras de sí la mole de la catedral y pasó rauda bajo la bandera con la cruz gamada que presidía el ayuntamiento. No había rastro de ningún soldado alemán, parecían haberse esfumado, pero ella sabía que no era así, tenían sus escondites, sus lugares de reunión donde tomaban las decisiones y adonde llegaban las órdenes de Berlín. Heinz sospechaba que algo pasaría en esas fechas pero confiaba en la astucia de sus superiores y sobre todo en la reacción efectiva y grandilocuente con la que Hitler volvería a asombrar al mundo. Su Führer nunca sería sorprendido por una manada de soldados americanos y europeos.
Una lluvia suave comenzó a mojar los adoquines de la calzada justo en el momento en que entró en su casa. Cerró la puerta y estuvo un momento apoyada contra ella pensando qué hacer. Subió al dormitorio y respiró al ver que las cosas de Heinz seguían allí. Su cuchilla de afeitar, su brocha vieja y desgastada. El uniforme de repuesto de la “17ª División de Granaderos Acorazados de la SS Gotz von Berlinchingen”. Vivían juntos desde hacía un año. Algunos vecinos le retiraron la palabra, otros simplemente optaron por la indiferencia. Tenían suficiente con procurar sobrevivir en esos tiempos. Sus padres murieron siendo ella pequeña y vivió con una tía hasta su muerte hacía dos años, entonces se quedó en aquella pequeña vivienda de dos pisos con su jardín repleto de hortensias, y encontró trabajo como camarera en el bar del señor Hinault. Cuando la ocupación fue un hecho ella no entendió aquello, sólo sintió dolor de ver cómo eran tratados algunos vecinos, la tristeza que se apoderó de los ciudadanos, sus costumbres violadas, su historia pisoteada y su vida rural, vulgar y tranquila, alterada de la noche a la mañana. Pero pronto se acomodó a la nueva situación. Sin casi estudios ni formación no sabía el alcance de aquellos acontecimientos.
Una tarde un muchacho rubio con unos ojos azules enormes, con una gorra de plato militar calada hasta las cejas y embutido en un abrigo gris hasta los pies, entró en el bar. Sus botas negras y relucientes hacían temblar el suelo a cada paso.
― Grüb gott Fräulein. Un Calvados, bitte.
Isabelle entendió solo la parte en que le pedía la bebida, así que se dispuso a prepararla mientras el resto de los clientes miraban con cierto temor a aquel joven y enérgico soldado. Él encendió un cigarro y se volvió hacia la puerta mientras expulsaba el humo por su boca con cierta arrogancia. La insignia nazi brillaba en su solapa.
― Aquí tiene ― Isabelle puso sobre la barra de madera el vasito con el licor dorado.
― Gracias.
Sus miradas se mantuvieron un instante, aquella luz azul que emanaban sus ojos dejó a Isabelle sin respiración, supo entonces que su destino estaría siempre ligado a él. La juventud de ella, sus ojos negros vivarachos y ese pelo largo y marrón recogido siempre en un moño coqueto adornaban un cuerpo pequeño y bonito, era la estampa de la dulzura y la candidez. La visita al bar se repitió con frecuencia matemática día tras día, una tarde la esperó a la salida y conversaron largamente intentando salvar la dificultad del idioma. La atrocidad de la guerra, de la ocupación injusta, no tenía para ella ninguna importancia. El amor se había abierto hueco entre el dolor de aquellos momentos inciertos. Las gentes del pueblo hablaban a sus espaldas, murmuraban a su paso, incluso el señor Hinault estuvo a punto de despedirla pero sopesó las circunstancias y prefirió mantenerla allí que sufrir en carne propia cualquier deseo de venganza por parte de los alemanes. Entonces ella, desde sus inocentes 20 años dio un paso atrevido y desafiante con todo y todos, le invitó a vivir en su casa, a compartir aquel cariño y aquella pasión mutua. Cuando llegaba del cuartel ella era su reposo, su hogar lejos de su tierra. No le temió nunca, era cariñoso, respetuoso y atento. El tiempo pasaba y la ocupación parecía no tener fin, eso la tranquilizaba, pensaba que tal vez la situación se hiciese definitiva y sus vidas siguiesen así hasta el final y aquello se formalizase de alguna forma. Pero ahora… si las fuerzas aliadas habían llegado... todo cambiaría. Se tumbó en la cama abrazada a la chaqueta gris del soldado, cerró los ojos.
― Isabelle, cariño. Vamos, prepara tu maleta. Nos marchamos a Baviera.- Heinz acariciaba su mejilla con suavidad, susurrándole al oído.
Isabelle sonrió y besó sus labios. Baviera. Él siempre hablaba de su tierra con emoción, de sus campos, sus granjas con sus tejados de teja a dos aguas y sus fachadas con entramados de madera.
― Venga, date prisa. Nos llevarán hasta Orleáns y allí tomaremos el tren. Dejamos tu país, pero volveremos cuando nuestro ejército haya normalizado todo.
― Han dicho que el desembarco ha llegado, que se han enviado multitud de unidades por mar y aire.
― No hagas caso, Berlín esperaba algo así, estamos preparados. Les sorprenderemos con nuestra respuesta.
Recogieron unas cuantas ropas, lo más necesario. Isabelle cerró las ventanas con sus postigos de madera y aseguró la entrada. Guardó sus llaves para cuando volviesen. Atravesaron el pueblo bajo el agua que caía cada vez con más fuerza, otros soldados iban y venían. Miró la panadería, vio a la señora Atieul apoyada en la puerta. El bar estaba cerrado, era temprano aún. Nada parecía haber pasado respecto al día anterior, si ese ataque se había producido, debía haber sido un fracaso.
Entraron en el Ayuntamiento y les condujeron con rapidez a un patio posterior, allí esperó intranquila.
― Espera aquí, ahora vuelvo ― Heinz besó su frente y la miró fijamente. Ella sonrió confiada.
Todos la miraban, colocó un poco su pelo, y sacó su barra de labios del bolso para retocarse el color frente al espejito que llevaba y que temblaba entre sus dedos. Pasó bastante tiempo y no había rastro de Heinz, se cobijó bajo un voladizo y se sentó sobre su maleta y cruzó sus brazos sobre la chaqueta de punto, aquel 6 de junio venía de mal talante. Dieron las doce en el reloj de la fachada. Se levantó inquieta, entró a una sala grande y oscura llena de mapas, paneles con cables que, supuso, estaciones de radio y papeles revueltos sobre una gran mesa. Un oficial hablaba en alemán con voz estridente a alguien a través del teléfono. Otro entró en ese momento.
― Bitte, por favor, señor ¿Está Heinz por aquí? ― le preguntó poniendo su mano sobre la manga del militar
Este la miró con asco y soltó su manga inmediatamente.
― ¿De qué me habla?, suelte.
― Perdón. Heinz, el oficial Heinz von Wilhengof.
― A estas horas debe estar llegando a su destino, no puedo facilitarle datos Fräulein, estamos en guerra ¿sabe linda muchachita francesa? ― le contestó el otro pellizcándole una mejilla y riendo.
Isabelle no entendía nada. Salió al patio de nuevo y cogió la maleta. Le temblaban las piernas, volver a su casa no sería la solución, ¿qué haría ella sola ahora? Sus vecinos sabían que había vivido con un soldado alemán, si se perdía la guerra ¿cómo actuarían con ella? ¿La considerarían una traidora? Gimió temblorosa, corría por el empedrado atravesando de nuevo las calles vacías y resbaladizas. Entonces oyó un ruido atronador que provenía del cielo, miró y vio pasar al menos diez aviones sobrevolando a baja altura el pueblo, pudo distinguir que no eran de la Luftwaffe, serían americanos o canadienses o británicos. Esperó, con la sangre helada en las venas, y escuchó una ráfaga de ametralladora, y luego otra y la sirena desde el campanario avisando del peligro. Sintió de nuevo un silbido cercano y la tierra se abrió bajo sus pies, una explosión enorme sacudió la calle y los adoquines volaron en todas direcciones cayendo con golpes secos de nuevo al suelo. Isabelle quedó sepultada entre una humareda de polvo, tierra y sangre.
― Isabelle, Isabelle ¡mírame, mírame! ― Heinz zarandeaba a la joven, sumida en un estado de shock -¿qué te ocurre?
Parpadeó con dificultad, sintió los ojos secos y doloridos. ¿Qué pasaba?
― Heinz, Heinz, cariño ¿qué haces aquí? ¿Qué ocurre? ¿Qué demonios pasa hoy?
― Parecías ausente mirando el techo. No llores, tranquila, van a evacuarnos de aquí, tenemos que marcharnos a Orleáns y de allí iremos a Baviera. Vamos, coge lo más necesario, pero no tengas miedo. Todo se solucionará.
Isabelle sintió una arcada en su estómago. Respiró jadeante y tragó saliva. Aquellas palabras, aquellas órdenes, ¿eran realidad o lo había vivido antes? Miró a través de la ventana, vio cómo la gente iba y venía, los muchachos en bicicleta atravesaban las calles raudos, las mujeres llevaban a sus hijos fuertemente agarrados. Vehículos todo-terrenos doblaban por las esquinas llenos de soldados armados con metralletas. Se volvió, Heinz mascullaba en alemán, metía toda su ropa en su petate, le temblaban las manos mientras cogía su documentación. La miró de reojo.
― ¿Qué miras? ― le gritó nervioso ― Date prisa si quieres venir conmigo o quédate, ¡escoge!
Los cristales retumbaron, las puertas parecían querer salirse de sus cercos. Un avión y otro y otro sobrevolaron el tejado. Isabelle se echó al suelo llorando. Abrazada a sí misma, no sabía si la pesadilla continuaba o empezaba ahora. Tapó sus oídos con las manos, tenía mucho miedo, iban a morir o a lo peor él la abandonaría a su suerte. Tenía que actuar.
― ¡Malditos cabrones! ― se lamentó Heinz ― Isabelle ¿qué haces? ¡Deja eso!
Sonó un disparo, Heinz cayó al suelo fulminado, un chorro de sangre salió de su pecho con violencia. Los aviones seguían pasando, la sirena del campanario no dejaba de sonar. Isabelle apenas se sostenía en pie por los nervios y la fuerza del disparo, sollozando puso el arma que acababa de quitarle a Heinz de su cinturón en su sien, pensó en lo que vendría después si seguía allí, en el escarnio, el sufrimiento y quizá la muerte igualmente. No podría vivir sin él, sin sus ojos azules. No era justo. Entre ellos sólo hubo amor, cariño, una guerra les unió y nada iba a separarlos. Cuando los encontrasen se darían cuenta de que habían preferido morir juntos que vivir separados. Que su amor había estado por encima de banderas y países. Eso era, el amor había ganado la batalla. Sonrió más tranquila, apretó el gatillo y terminó su historia
"El amor en guerra"
Carmen Parra López
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Comentarios de nuestros lectores:
- Francisco Huertas Hernández: "Este bellísimo relato de Carmen tiene una virtud doble que lo eleva a la categoría estética de lo sublime: narra la historia de un amor por encima de la guerra y el odio, y lo hace de manera discreta y esencial. El amor está en el mundo para escapar de él, afirmo, siguiendo ideas quizás lejanas de Empédocles, Platón y Dante, y el Cristianismo. Mi afirmación procede de alguien que lo ha buscado y perdido. En estos días de guerra azuzada y planificada por Estados Unidos, sus medios de comunicación promueven el odio al enemigo para justificar el estado de guerra permanente, que volverá a relanzar la economía norteamericana, que solo ha crecido en el siglo XX con las guerras. Pero ni Rusia, ni ningún otro país, es nuestro/vuestro enemigo, porque somos todos hijos del amor, ese impulso divino que nos saca de la atrocidad, y nos reconcilia con lo eterno. Carmen ha sabido contar eso: no hay ideologías maniqueas de buenos contra malos, sino hombres y mujeres que se aman más allá de las balas, de los cañones, del odio de las ideologías. No será un cuento cómodo para los fanáticos del odio, los que para defender su "democracia" necesitan inventar enemigos y masacrarlos en nombre de la paz y la seguridad. El nazismo fue una monstruosidad moral, pero se desarrolló en el contexto de humillación a Alemania tras su derrota en la Gran Guerra del 14. Este cuento revela la bondad que es amor, porque sin amor solo hay guerra, es decir, odio"
5 comentarios:
Una preciosidad
Cuando escribí este relato para el taller de escritura creativa - allá por 2008 o 2009 - no conocía a una escritora judía muerta en un campo de exterminio: Irene Nemirowsky. Su obra "Suite francesa" refleja también el sentimiento que nace sin remedio. Ya se sabe que no se puede obligar a amar, y lo contrario tampoco. Aquí reúno dos pasiones: mi amor por Normanda y mi admiración por un hecho como la liberación de Europa de Hitler. OS recomiendo vivamente el libro de Nemirowsky, que tiene película, pero no está a la altura de su fuente.
*Normandía ( el corrector y sus cosas)
Bello relato. El amor triunfó sobre la guerra, la cual es la calamidad más perversa de la humanidad.
Carmen
El amor en la guerra presupone un atento puñetazo a la violencia, en la discordia siempre hay cabida para un freno, es natural enamorarse como también sentir odio, dos cosas que nacen y crecen y mueren. En tu relato veo la caricia y la catarsis de la vida desnuda, un aroma a manto viejo, posiblemente llevado por franciscanos que no le temen al agua y sermones de una hondura parecida a la que recitan los escaladores antes de llegar a la cima. La chates de las banderas se libera con un viento traído desde un universo paralelo casi tan pesado como las alfombras en las que bolada Aladino. La deuda con uno mismo se transpira justo después de fumar un cigarrillo dentro de los muros transitorios de la espuma de los días pasados…
Marcelo López
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