No es humilde aquel que se odia
Francisco Huertas Hernández. 1992
"Barfly" (1987). Barbet Schroeder
Wanda Wilcox (Faye Dunaway) & Henry Chinaski (Mickey Rourke)
Película estadounidense basada en una obra de Charles Bukowski. Chinaski es un escritor alcohólico y autodestructivo -aquel que se odia a sí mismo-. Su vida la pasa en los bares de prostitutas, vagabundos y otros desheredados. El dinero que gana lo gasta en seguir bebiendo. Así conoce a Wanda, otra alcohólica. Entre peleas, borracheras y escrituras pasa su vida.
La interpretación del mediocre actor Mickey Rourke -de moda en esos años- resta credibilidad al film con su sobreactuación. Pero, en todo caso, se refleja la conciencia desdichada del artista que en su aislamiento social refleja la podredumbre de esa misma sociedad en su obra y su vida autodestructiva.
El "outsider" es una figura contracultural que está condenado al fracaso social, y, precisamente, exacerba las conductas antisociales. El éxito del outsider es su irrenunciable libertad manifestada en la negación de lo que es como ser social. El individualismo descarnado del outsider le sumerge en conductas que disuelven los lazos sociales. Improductivo, violento, incapaz de amar o de cooperar en un proyecto grupal, el outsider queda solo como encarnación del genio creador incomprendido
"N'est pas humble qui se hait"
E. M. Cioran: "De l'inconvénient d'être né" (1973)
Francisco Huertas Hernández
Junio de 1992
Memorias de un Hombre de Acción
Folio 329
3 comentarios:
No conocía esa película
Relato que rasca el rostro del que se odia.
La escondida
Nos acostamos y dejamos encendido el tocadiscos, sonaba a cigarrillos sin filtro, la tos de Carlos anunciaba que el saxofón de Charlie Parker se tragaba algo más que el silencio. La canción es Lover Man y lo transformaba todo en luces de colores. No nos desvestimos quedamos tendidos en colchones para descansar, al otro día teníamos que liberarnos de todo lo que nos apesadumbra para poder rendir en el trabajo.
Quedaría una canción más y no me dormía. Carlos estaba roncando pero la música seguía sin prejuicios, era un agujero negro que se ampliaba en mi cabeza. ¿Por qué tengo que trabajar en ese antro sucio? Solo me quedaban las ampollas y el sudor que me acompañaría hasta mañana.
La heladera estaba raquítica, solamente quedaban pequeñas arañas para comer migas de galletas secas. Empecé a recordar la cocina de mi niñez y su abundancia. Antes de marcharme a la escuela abría las puertas dobles de la inmensa heladera y tomaba la jarra con leche fresca y la manteca para untarle al pan. Mi tío era como mi padre y siempre la llenaba, mi madre se había casado con èl después de que mi padre murió. Las cosas eran desordenadas para el resto de las personas, menos para mí, me había acostumbrado a ser un punto en el espacio del barrio. Era el pobre gordito que corría para no ser golpeado en la escuela, con los mofletes enrojecidos y las ganas empedernidas de distraerlos a todos, la máscara que tenía, ocultaba mis flaquezas y algunos se quedaban atónitos. Pero el arrojo de mi inocencia era una voz que me llevaba a lo inesperado, como cuando crucé la calle principal sin mirar, casi me destroza un camión de refrescos pero me lleve la gloria para todos los que me vieron hacerlo.
Todo eso había terminado, solo quería leer los relatos de Julio Cortázar y volcarme a la fortuna de no tener que trabajar toda mi vida. En apariencia algo no ha funcionado, porqué trabajo doce horas diarias en un puerto atestado de gente que resbala sobre la vida como un patinador. Hace un año que ahorro cada centavo para marcharme a otro sitio. No tengo novia ahora, aunque me gusta mucho la mujer del capataz, la conocí en la fiesta de fin del año pasado, es alta como las palmeras de las películas que se ven en Miami y tiene el rostro de los sueños más hermosos. Sus ojos son azules, me recuerdan que una vez me quedè en una casa frente al mar, no había arena, solo piedras alargadas que te marcaban la espalda y a veces te cortaban los talones. En esa época tenía la espalda rasguñada por las uñas de una prima que me inició en el calor de los cuerpos húmedos, que se nutren de estertores de cinco minutos.
Hace un par de días termine de leer un libro de William Burroughs es una novela. Los relatos me satisfacen más que las novelas. Debo tener poca concentración porque en las novelas los personajes se me hacen tan largos, son como caminos que se pierden a lo lejos y si descansas en medio, cuando decides regresar se te olvida el trecho que has llevado a cabo. Con esta novela no me pasó nada parecido, la terminé y el camino se me viene encima como las cajas del puerto.
Me gustaría vencer a todos los libros que he leído, a veces los lanzo al aire y los golpeo lejos, siempre lo digo en voz alta: ¡te ganè, hijo de puta, pude noquearte!
Carlos se armó un porro con una de las páginas del libro de Burroughs, pero no me molesté ya lo tengo todo en mi interior, como las notas de los discos que escucho y eso no pueden robártelo. Aquí los libros cumplen diversas funciones, aparte de servir para la lectura, puedes prenderles fuego cuando necesitas encender la estufa o colocar alguno para paliar una pata de la mesa rota. Lo práctico es lo que más ayuda en la vida diaria, vivir con otra persona para pagar los gastos es algo que me resulta un acto libertario. He vivido en los últimos dos años con siete personas diferentes. Cuando no pueden pagar, los echo y listo, no hay empatía con nadie, me sirven para incrementar un poco la cuenta bancaria. Pienso en marcharme pronto, sueño con una huida en tren, corro tras espejismos que desaparecen con el alba.
Lo más soberbio que tengo es el tocadiscos, me lo regaló una amiga. Los discos que he conseguido se los compré a un francés que había estado en el norte, todos lo odiaban por eso, estar en un barco americano le dio muchas licencias argumentales de porqué la música de jazz es noble, recorrió medio mundo escuchándolo todo. Desde el primer día me adapte y creo que aquel sonido se ciñó a mi como una sangre nueva, me rejuveneció hasta evadirme de los gritos naturales de mi entorno.
He dejado de beber después de que le pegué a una prostituta, no recuerdo porqué lo hice, solo la dejé inconsciente sobre unas maderas y escapé de allí. Cuando llegué al apartamento vomite sobre el colchón y al otro día fui a trabajar hecho un estropajo.
No escuché nada sobre un crimen, así que debe estar viva. De todas maneras ya estaba muerta, esa clase de seres solo respiran el aire que les provoca más asco.
A veces al mirar el rostro de Carlos, veo los restos de la infancia ya sumergida sobre los ojos entornados que miran por la ventana. La vista de los techos le da teatralidad a esa mirada, los postigones dan una sensación de convalecencia siempre cerrados, indiferentes a lo que sucede afuera. Me pregunto si alguien vive allí ¿por qué nunca la abre? Yo lo abriría todo para mirar hacia la nada y marearme con ella.
El disco ha terminado y no voy a correr para colocar otro, los silencios me ayudan a respirar. A veces me gustaría poder visitar los lugares que aparecen en los libros de historia, como los museos, he leído tanto sobre ellos que uno de estos años entraré en uno para perder la memoria unos instantes. Me quitaría el peso que llevo en los hombros, algún día voy a sentarme a escribir sobre el pesado aire que se respira aquí. Solo espero que no me atrapen nunca, que me enjaulen haría que se me marchiten mis alas.
Marcelo López
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