domingo, 4 de abril de 2021

Taxonomía. "Se7en" (1995). David Fincher. Francisco Huertas Hernández. 2002

Taxonomía
"Se7en" (1995). David Fincher
Francisco Huertas Hernández. 2002

"Se7en" (1995). David Fincher
 El Detective Lieutenant William Somerset (Morgan Freeman) muestra la fotografía con la palabra "Gluttony" escrita en la pared por el asesino tras quitar la vida a una persona con obesidad mórbida, según él, pecador de "gula" (glotonería), uno de los "pecados capitales.
"Seven" es una película estadounidense que mezcla el suspense (suspenso) psicológico, el cinéma Neo-noir y el Buddy Film (amistad de dos hombres que comparten una misión). "Al detective de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York William R. Somerset (Morgan Freeman), que está a punto de retirarse, le es asignado como compañero el joven e impulsivo detective David Mills (Brad Pitt)", recién llegado. Juntos se enfrentan al caso más difícil: unos misteriosos crímenes que van acompañados de las palabras que designan los "7 pecados capitales". Las víctimas no tienen relación entre sí. No hay móvil. El autor -un "ejecutor" de la "voluntad divina"- es un integrista religioso que pretende dar una lección moral -para salvarlo, expiando sus faltas- al mundo, un mundo corrompido, como David Fincher describe en su oscuramente iluminada película, en la que el crimen y el individualismo extremo de la gran ciudad no dejan un resquicio de esperanza. En cierta forma, el guionista, Andrew Kevin Walker, "justifica" este "Infierno" dantesco, en el que arden en círculos los distintos pecadores. No hay escapatoria, como en el "efectista" final del film, para buenos ni malos. La red del "mal" ha infectado a la sociedad hasta tal punto que perseguir el crimen es tan inútil como rutinario. Todo es inmoral en esta sociedad mecánica y desalmada del largometraje

"Se7en" (1995). David Fincher
 El Detective Lieutenant William Somerset (Morgan Freeman) muestra las fotografías con las palabras "Greed" (Avaricia o Codicia) y "Gluttony" (Gula), escritas por el asesino tras sus dos primeros crímenes. El joven e inexperto Detective David Mills (Brad Pitt) escucha sentado  

"Se7en" (1995). David Fincher
Pizarra con el nombre de los "7 Pecados Capitales": Gluttony (Gula), Greed (Avaricia), Sloth (Pereza) -estos tres tachados, pues ya se han cometido los respectivos asesinatos-, Envy (Envidia), Wrath (Ira), Pride (Soberbia) y Lust (Lujuria)
Somerset es el policía culto, mayor, con experiencia, que usa su vasta cultura para descubrir los móviles del psicópata religioso. La Biblia, los "The Canterbury Tales" (1400) de Geoffrey Chaucer, la "Divina Commedia" (1321) de Dante Alighieri, "Paradise Lost" (1667) de John Milton, o la "Summa Theologiae" (1274) de Tomás de Aquino, son los libros que permiten reconstruir la personalidad inquisitorial y medieval de John Doe. Evidentemente, el joven Detective David Mills (Brad Pitt) es incapaz de entender esos libros. Es impulsivo, poco culto, sin experiencia.

La obsesiva personalidad psicopática de John Doe (Kevin Spacey) se cimenta en una jerarquía del pecado. El mundo está dividido en "justos" y "pecadores". Los "Deadly Sins" condenan al Infierno a los infractores, porque sus actos son reiterados y oscurecen la conciencia alejando al "pecador" del amor a Dios. Todos los sistemas de control de las conciencias y las vidas (como la Iglesia) realizan una "Clasificación / Taxonomía" del mundo, y la codifican jerárquicamente en orden al bien/verdad y el mal/error.

El ser humano es un "clasificador" porque agrupando lo diverso en categorías simples le resulta más cómodo hablar, pensar y actuar, pero, de esa manera, simplifica y falsifica la compleja variedad de la vida, su irreductible misterio. Aristóteles, como padre de la taxonomía, nos dejó ordenado el mundo de los fenómenos.

Las personalidades obsesivas necesitan clasificar, es decir, ordenar rígidamente el entorno ("proyectando" su mente compartimentada), porque de no hacerlo se incrementa la angustia. Y eso ha hecho el lenguaje, la metafísica, la religión,  la ciencia, el Derecho, la Política, todo sistema de control. Es angustioso el "devenir" (el incesante paso de las cosas y los seres), la fugacidad, el envejecimiento, la muerte, o sea, el caos de lo no-permanente, lo "no-asible". Necesitamos "agarrarnos" al "asidero" de las palabras y las clasificaciones para no caer en el vértigo del devenir y el caos. Las personas "normales" aún soportan una pequeña dosis de caos en sus vidas y en la realidad. Son capaces de "adaptarse" a los estímulos nuevos. "Acomodan" sus esquemas en el intercambio entre organismo y medio, pero las personas "anormales" no "soportan" el más mínimo cambio. Su "ideal" es que "todo" se "ajuste" al "orden" y la "clasificación" preestablecida. A los que no se "ajustan" hay que "eliminarlos" -bien físicamente, como el psicópata John Doe; bien psicológicamente, evitándolos o condenándolos-

La taxonomía, “parte de la historia natural que estudia la clasificación de los seres”, tiene en Linneo a su fundador. Consagrado a la botánica, estableció su método de clasificación de las plantas, con arreglo a los órganos sexuales de éstas. Sus principales obras llevaron por título: “Sistema de la naturaleza” y “Fundamentos de Botánica”.

 Clasificar es, en latín, hacer clases. En Biología la clase es “grupo de la clasificación que comprende varios órdenes y está incluido en el llamado tipo, o primordial división del reino”. En Filosofía este término define el “orden en que, con arreglo a determinadas condiciones o calidades, se consideran comprendidas diferentes cosas”. Está, además, el concepto sociológico de “clase social”, que tanta importancia tiene en el análisis histórico de Marx.

 Clasificar es una de las principales tareas del pensamiento. Aristóteles fue el maestro de la taxonomía, pues todo su sistema presenta un intento de compartimentar y ordenar la realidad. Aunque la visión que tengamos de su obra haya sido fruto de Andrónico de Rodas, que compiló y estructuró el material original, y dio nombre a sus partes, como la famosa palabra “metafísica”, que tanta fortuna cosechó con el correr de los tiempos.

 Casi todo lo que entendemos por progreso de la ciencia y el conocimiento no es más que una profundización en la clasificación de las cosas. Se cree que una mente elevada es aquella que agrupa semejanzas y establece diferencias. Definir y clasificar es la actividad de los creadores de diccionarios y metafísicas, de científicos y juristas.

 Toda clasificación presupone un lenguaje previo que la determina, y una ideología que la anima. Lenguaje e ideología, si es que podemos separarlos, coadyuvan en la labor taxonómica.

 La tarea clasificatoria persigue la creación de sistemas, que, en griego, significa “poner juntos”.

 Los sistemas pueden tener carácter ontológico o epistemológico. En el primer caso, tenemos un “conjunto de cosas que ordenadamente relacionadas entre sí contribuyen a determinado objeto”, o, más bien, función. En el segundo: “conjunto de reglas o principios sobre una materia enlazados entre sí”.

 Todo sistema presupone orden e inteligibilidad. La realidad sujeta a leyes que la razón puede conocer. En esto fue Heráclito el visionario y Parménides el formulador. La sistemática, en Biología, es la parte de ésta “que se ocupa de agrupar los cuerpos naturales en un sistema, subordinándolos en las distintas categorías: reino, tipo, clase, orden, familia, género, especie, variedad e individuo”.

 Llegamos, pues, a las categorías o universales. El platonismo. La realidad despojada de individualidad y definida por esencias generales. Aristóteles formuló en su lógica y en su metafísica una tabla de diez nociones abstractas y generales que son: substancia, cantidad, cualidad, relación, acción, pasión, lugar, tiempo, situación y hábito (estado)  Una clasificación de base gramatical que ha permanecido hasta nuestros días.

 Así, queda claro que clasificar es hacer clases, categorías, dividiendo lo que difiere y agrupando lo que se asemeja, para formular sistemas, conjuntos ordenados de elementos que mantienen ciertas relaciones entre sí, y pueden cumplir determinadas funciones o fines.

 La mente clasificadora es analítica, pues separa en partes. Desmonta lo dado hasta reducirlo al nivel elemental. Es, en los casos de hipertrofia analítica, entrópica y destructiva. Es lo que pasa con las personas de extremada inteligencia: que dan miedo, por su frialdad deconstructiva, por la manera casi quirúrgica de desmontar la vida y aniquilar el misterio y la bondad.

 Clasificar es nuestro destino racional, pues la racionalidad es la búsqueda de orden, semejanza y diferencia. Platón ya formuló en sus Diálogos tardíos estos pensamientos. Pero nuestro destino racional es una amenaza para la vida, en la que la síntesis y el desorden coexisten. El azar repugna a la razón y excluye la posibilidad de cualquier clasificación. La vida, misterio irracional, sigue ahí, desafiando todos los sistemas clasificatorios que la razón ha inventado como si los extrajera de la misma realidad.

 Todos queremos clasificar pero a nadie permitimos que nos clasifique. Clasificarnos desde fuera es negar nuestra individualidad, vital, irracional, libre y misteriosa. Clasificarnos es descalificarnos reduciéndonos a cosa, a elemento abstracto de una categoría moral, psicológica, social, metafísica o de cualquier otro tipo.

Francisco Huertas Hernández
24 de diciembre de 2002

"Se7en" (1995). David Fincher
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2 comentarios:

Wildberry continua dijo...

Meticuloso análisis.
Una película extremadamente compleja, con muchas capas... De hecho, su estética refuerza esta idea, superponiendo y fundiendo planos con texturas diferentes en una línea barroca y empastada, ya desde los títulos de crédito, desde los que la cámara no para de bailotear...

MARCELO dijo...

1995 Seven, pecados capitales
Virgilio no me acompañó

Por aquellos años solo tenía claro que los fines de semana podía alquilar una película, tenía que elegir algo que no hubiese visto, algo que tuviera un halo de secretismo. Fui al lugar de costumbre con la fachada azul con letras amarillas, era como entrar en una cripta llena de películas. En la vitrina colocaban lo más comercial o pasatista para llamar la atención del que merodeaba por allí.
En aquel entonces se acostumbraba poner una reseña mediocre y hasta infame en la parte posterior de las cajas vacías, expuestas como prostitutas suecas en las estanterías. Los carteles de las películas estaban estropeados por los rayos solares o por alguna gotera nunca resuelta.
El mostrador contenía las películas detrás de sus muros de madera, el VHS estaba guardado como oro con un número. Cuando fui hasta el mostrador con la caja de “ Seven Pecados Capitales” el hombre que atendía ese día me miró con un dejo sostenido de los músculos de su rostro, parecía que tenía la cara hecha de gelatina. Nunca lo había visto por allí, por lo general me atendían mujeres con rostros felices y curvas jóvenes, pero aquel día nada estaba donde debía.
Entrar allí fue como entrar al parque botánico para elegir una planta y estudiarla luego, había seleccionado una planta venenosa de caracteres tan oscuros como lo que encuentras en el fondo de un lago contaminado, la taxonomía había funcionado con aquella elocuencia digna de los magos más oscuros.
Al preguntarle al señor si sabía qué había pasado con aquellas mujeres que me atendían, él solo me dijo que hacía diez años que trabajaba allí y que no conocía a ninguna mujer ni a nadie más. Para no quedar como un demente atiné a preguntarle si mi elección era correcta y nuevamente me comentó que no la había visto, que las enredaderas no le gustaban para nada, que prefería respirar aire fresco.
Pagué el alquiler del artículo y salí a respirar, dentro la densidad era fina, pero se notaba en los muros la humedad y el poco riego de las ideas me asustaba.
Al llegar a mi casa esperé a que se hicieran las once y media de la noche, para entonces había terminado de ilustrarme con tantas imágenes que el horror se había apoderado de mis huesos, me di cuenta de que tenía que haber cerrado los ojos varias veces para perder el camino original propuesto.
Afuera de la casa de mi madre el jardín estaba castigado por una gavilla de caracoles que desnudaban las plantas hasta hacerlas poco más que amorfas.
Tenía que seguir hasta el videoclub, así que caminé por diez minutos. Al entrar solo divisé el rostro de una mujer que me atendía siempre, menos el día anterior. Por fin estaba en el lugar que no quería perder, ella era rubia y su piel estaba blanca, el ambiente estaba cargado, podía sentir una electricidad que me cortaba, me dirigí al mostrador, pero no llegaba nunca caminaba y daba pisadas cada vez más amplias. La chica se reía mientras manejaba una aspiradora para quitar el polvo de las estanterías.
Algo se aproximó hasta mi frente, no veía lo que era, solo una sombra que me envolvía y me hablaba sin voz clara. Me moví como un tanque de guerra se mueve en un bosque y caí de bruces desde mi cama para despertarme, me fijé en la fecha en el reloj despertador, era martes. Tenía que haber llevado la película el lunes, únicamente te la prestaban el sábado y el domingo. Algo me había obstruido, me había bloqueado, ya estaría clasificado como atrasado en el video club, el veneno de una planta a la que llamamos pereza se había apoderado de mis músculos para hacerme caer en un sueño de imágenes y caminos dantescos.

Marcelo López